Fco. Xavier Ramírez y sus obras II

Quién demonios es... Sebastián de Aparicio?
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Quién demonios es... Juan Diego?
Quién demonios es... Sebastián de Aparicio?
Alma Mía... para tí!
Antología Poética
Vida y Obra del Beato Charro y Carretero que, por alguna rezón, a pesar de su olor de santidad y milagros, no ha alcanzado la canonización.

 

A Norma, de siempre y para siempre.

 

A mis hijos, eternamente presentes.

 

A mis hermanos y sus parejas,

poblanos empedernidos

pero sin golpes de pecho.

 

A todos mis sobrinos,

para que conozcan más de su tierra.

 

Al mundo, por Sebastián y para Sebastián.

 

 

 

 

A MANERA DE PRESENTACION

 

Independientemente de ser yo mismo seguidor y devoto de Sebastián de Aparicio, desde niño me ha sorprendido la inmensa cantidad de fieles que desfilan por su urna de plata, ubicada inicialmente en la pequeña iglesia dedicada a él y cercana a la casa de mis andares juveniles, allá en la 21 norte, y más tarde en la Capilla de Nuestra Señora la Conquistadora del Templo de San Francisco en Puebla capital, fieles que llegan a él buscando su auxilio y ayuda, rezando, tocando su féretro y aún bebiendo el agua bendita que se encuentra a un lado.

La respuesta a sus peticiones no se hace esperar. Miles de exvotos, o milagritos,  expresan el testimonio de los fieles agraciados. Sebastián de Aparicio es uno de los santos más milagrosos que existen, para unos; para otros, un charro derrochador, parrandero, jugador y mujeriego que, al final -pero muy al final- de su vida, aprovechó algunas amistades para refugiarse en un convento y usar la religión como medio de perdón. Acusan incluso que el único mérito que tiene es que su cuerpo se haya encontrado incorrupto, lo que puede ser más labor de las sales del suelo que prueba de su santidad.

La polémica, como en todo lo que tiene que ver con la religión y la iglesia, ha durado largos años y, casi olvidada, renace cuando el Papa Juan Pablo II decide elevar al rango de santidad a varios beatos mexicanos y olvida a Sebastián.

Si es tanta la devoción, si son tantos los testimonios de sus milagros, porqué su beatificación fue tan tardada y más aún su canonización que no llega por más lucha que le hacen los frailes franciscanos encargados de su causa?

Es verdad que el proceso de santificación es tortuoso y tardado, pero... qué sucede en realidad? Conste que, en las primeras líneas de esta presentación, me confieso abiertamente devoto de Sebastián -como a mí me gusta llamarle en una confianza respetuosa y aun más amorosa- pero, como en todos mis libros, intento hasta la saciedad guardar la línea de la objetividad en el trabajo de investigación histórica. Ahí está Quién Demonios es... Cristo? y Quién Demonios es... Juan Diego? como prueba.

Por eso, al igual que en esas obras anteriores, quizá debiéramos empezar por saber, a fondo, con certeza, sin apasionamientos, quién demonios es Sebastián de Aparicio?

 

                                          Fco. Xavier Ramírez S.

                                                      Dr. Ltt.

 

 

 

Ricardo Xavier, que vive en Puebla con su amorosa esposa Eva y sus dos pequeñas: Lesly y Scarlet, recibió con los brazos abiertos a su padre, el historiador y escritor Ricardo Alvarez Ayala, llegado de Acapulco, en donde radicaba.

-Padre mío...

-Hola chamaco... cómo están todos?

-Bien padre, bien. Eva fue a la tienda a conseguir no sé que cosa, y las niñas bajan en seguida.

-Que bueno... me da gusto verte siempre optimista.

-Y Norma?

-Anda en el centro. Fue con Jazmín a comprar algunas cosas.

-Cómo va todo?

-Nada mal... como que al envejecer la vida se tranquiliza.

-Hola Don Panchito, saludó alegre Eva usando el epíteto que siempre aplicaba a su suegro.

-Hola hija... cómo estás...

-Yo bien... usted es el que se ve medio cacheteado...

-Brincos dieras... no son arrugas, son condecoraciones de los años por el esfuerzo y la experiencia.

Riendo, le abrazó cariñosa al tiempo que le hacía pasar a la mesa.

Terminado el banquete preparadó por Eva, ésta reclamó respetuosa recordando la charla a la que asistieran ellos en Acapulco:

-Oiga, y qué nosotros no tenemos derecho a una de sus pláticas?

-Claro que sí... pero el tiempo...

-Nada, nada... vienen a quedarse quince días, no?

-Sí...

-Bueno, pues en esos quince días nos puede dar una de sus famosas charlas...

-Y sobre qué la quieres?

-Huyy... pues no sé!

-Mira, voy a ir a San Francisco a visitar a Sebastián. Ya veremos si me inspira...

-No... pues a mi ya me inspiró, exclamó Riqui. Qué te parece si nos cuentas quién demonios es Sebastián de Aparicio?

-No es mala la idea, agregó Eva.

-Bueno... sea así... y en dónde?

-Te estás quedando en la casa de mi abuelita? preguntó Riqui.

-Sí...

-Y las puedes hacer ahí?

-Huyy... nada más que si se enteran tus primos se van a sumar y son un montón!

-Dios dirá, como dice el padre Julián.

-Está bien, sólo falta preguntarle a mi madre...

-De todas formas, nos vemos mañana a las seis en la casa de la nueve, como se refería toda la familia a la casa de la abuela, ubicada en la 9 sur de la angelópolis.

 

La madre del escritor frisaba en los 85 años y ya mostraba algunas lagunas mentales, lo que exasperaba a las hijas que se turnaban cotidianamente las visitas para estar atentas a ella. La vieja casa familiar, ahora habitada tan sólo por la anciana y dos de sus hijos, Lourdes y Alejandro, complementaba la vida con Berenice, la hija de Lourdes que de aspirante a modelo, artista y ya de perdida... edecán, trabajaba en una institución bancaria, en donde había encontrado la tranquilidad espiritual y la madurez.

-Madre, dijo Ricardo llamando la atención de su progenitora, los muchachos quieren que les permitas reunirse aquí por las tardes...

-Y ahora...? para qué?

-Quieren que les dé una de mis charlas... al menos los días que voy a estar por acá.

-Y para qué me preguntas? ya sabes que también es tu casa...

-A ti Lourdes... no te molesta?

-Ayyy mano, cómo crees? Sobre qué las vas a dar?

-Sobre San Sebastián de Aparicio...

-Huyyy... pues yo me sumo...

-Sebastián de Aparicio? cuestionó la madre, ese que está en San Francisco?

-Ese mero madre...

-Dicen que es remilagroso...

-Y lo es... te lo puedo asegurar. Al menos a mí ya me ha cumplido un par de caprichos...

-Cuáles? preguntó Lourdes.

-Se dice el pecador, pero no el pecado... sentenció el escritor dándole la vuelta a la conseja.

-Hola hola hola... dijo entrando alegre como siempre Yolanda, la hermana que seguía de Ricardo. Qué están haciendo?

-Planeando unas charlas que va a dar tu hermano a sus hijos... contestó Lourdes Patricia.

-No me digas... exclamó Yola dirigiéndose al escritor. Te voy a mandar a los míos...

-Ya viste padre? señaló Jazmín, todavía no empiezas y ya te creció el auditorio...

-Oye... pueden venir otras personas? interrogó Lourdes.

-Claro que sí... quien quiera es bienvenido.

-Pues les voy a avisar a Judith y Ruth, señaló cascabelera refiriéndose a otras dos hermanas.

-Lulú, dijo fingiendo seriedad Norma, eres nombrada Jefe de Relaciones Públicas de estas charlas...

-Ay carajos!... sospecho que me estás diciendo chismosa!

-Nooo que va! corearon todos.

 

La noticia se extendió como reguero de pólvora y para la hora de la comida estaban confirmados más de cincuenta asistentes. La familia era grande, en fiestas y reuniones llegaban a juntarse casi los ciento cincuenta entre adultos y niños.

Lourdes, como siempre, actuando en su plan de anfitriona, auxiliada por Norma, Jazmín y Alejandro, ya colocaba una serie de sillas en el jardín.

Ella, en algún momento abrazó una de las ramas del cristianismo, por lo que llegó a cuestionar a su hermano cuando vio aquella obra de Quién Demonios es... Cristo? meses atrás. Lo único que dejó cierta molestia al escritor es que, cuando le entregara su obra a Lulú, esta le dijese que le preguntaría a su Pastor si podía leerla. Sin embargo no comentó nada con ella. Ya llegaría el momento.

-Oye mano... puedo invitar a mi pastor? preguntó a Ricardo con cierta reticencia.

-Naturalmente! No creas que soy excluyente. Es más, su presencia puede ser de suma utilidad, tanto para ustedes como para nosotros. Las diversas corrientes de pensamiento, cuando se analizan, aclaran dudas y despejan interrogantes. Además, aunque en diferente forma, creemos en lo mismo, no?

-Pues sí... pero...

-Tssstt... en este momento no vamos a entrar en polémicas. Ya las tendremos en su oportunidad.

 

Acompañado de Norma, su esposa, y Jazmín, la más pequeña de sus hijas pero ya universitaria, Ricardo se dirigió a la iglesia de San Francisco. Quería pedirle al propio santo -porque para él Sebastián ya era santo- inspiración para sus pláticas.

Norma también era devota del Beato; en algúna ocasión había comentado con su marido que Sebastián le había realizado un milagrito, pero no dijo cual. En aquellos tiempos en que visitara por primera vez la capilla, que ella no conocía, dos eran sus principales problemas: la inestabilidad del matrimonio de Normita, su hija, y la debilidad por el licor de Ricardo.

Ahora, diez años después, los dos problemas habían desaparecido y era indudable que Sebastián había tenido algo que ver.

 

En el camino de regreso a casa, el historiador vio un cartel publicitario que rezaba: nadie experimenta en cabeza ajena... Cuánta razón había en esas palabras. Ahora, en la madurez, él mismo disfrutaba una paz que debió haber tenido de siempre para que su vida fuese feliz por completo, pero no, fue la oveja negra de la familia, el rebelde, el indomable, el irresponsable que sólo quería vivir. Y vivió! Vaya que si vivió!

-No me quejo de la vida, decía alguna vez a Julián, el sacerdote amigo aquel que conociera en la parroquia de un pequeño pueblo perdido en la Sierra de Guerrero. Me ha dado de todo. Tuve lo que quise e hice lo que me vino en gana. Cometí algunas tropelías, no lo niego, como todos en nuestra juventud, pero sin hacerle daño a nadie porque, como digo en una de mis poesías: me faltó bondad para ser bueno... pero también me faltó maldad para ser malo.

-Y te arrepientes de algo que hayas hecho en la vida? cuestionó el cura.

-De nada! Francamente, si se me diera la oportunidad de volver a vivirla, no cambiaría un ápice de ella. Creo que cada suceso, cada momento, cada acción y reacción, tuvieron su motivo. Una cosa llevó a la otra. Por ejemplo, si mi rebeldía causada por Morgan, el maestro de quinto año, allá en el Benavente, no me hubiese arrojado de la pomposa escuela privada a la humilde escuelita oficial Juan C. Bonilla y a los brazos de la maestra -esa sí una verdadera maestra- Clementina Munive, quizá no fuese escritor, no amara tanto la letra y los libros, la historia y la vida, porque fue ella precisamente la que inyectó en mí ese amor, despertó en mí ese no sé qué que me llevó hasta donde estoy ahora...

De ahí que siempre pretendo aconsejar a los jóvenes... pero sé que nadie experimenta en cabeza ajena...

 

-Oye! Ya te pasaste.. reclamó airada Norma.

-Perdón... venía pensando en otras cosas.

-De nuevo nervioso?

-Como siempre, ya sabes. Me da pánico pensar que mi charla pueda desorientar, más que orientar, a mis oyentes.

-Pues como siempre... ten confianza en Dios!

-Así será... como siempre, contestó reiterativo estacionando el auto frente a la casa.

 

El interior ya era un hervidero. Estaban todos sus hermanos, sus hijos... y los hijos de sus hijos...

-Válgame Dios! pero si parece Navidad! exclamó el escritor mientras recibía el saludo de unos y otros.

-Ese pinche viejito... que se apure porque no tengo su tiempo! grito desde el fondo del jardín una voz que Ricardo reconoció enseguida.

-Carlos! Muchacho del demonio! qué haces aquí? dijo sorprendido el escritor al descubrir la presencia de su hijo.

-Tengo que supervisarte, ya lo sabes! Así es que aquí estoy... ya llegó tu chicotito, agregó el joven recordando una frase muy usada por su padre cuando eran niños.

A su lado estaba Niza, su hija mayor, acompañada como siempre de su marido Fidel, Azuani y Fidelito. Atrás, los dos güeros, hijos de Yolanda y Atilano, con Claudia la esposa de uno de ellos que, gemelos al fin, se le confundían al escritor.

En fin, la concurrencia era múltiple y variada, pero toda familia, con la salvedad de Teresita, la vecina amiga de muchos años.

-Amo a todos los presentes, dijo Ricardo iniciando su plática, no sólo por ser mi familia, sino por ser seres humanos. La lejanía no me permite reconocer a muchos de ustedes, por lo que pido de antemano una disculpa, pero advierto que eso no merma el cariño que siento por cada uno. Debo reconocer, sin embargo, que no es sólo el reconocimiento físico lo que me preocupa, sino el no conocerlos en su forma de pensar, en sus creencias, en sus ideales. Eso, que me hace un ignorante ante ustedes, es sin embargo una ventaja pues, de existir, permitirá que conozcamos diversos puntos de vista y  formas de pensar.

Una cosa es el coloquio familiar, ese en que comentamos muy superficialmente sucesos, gracias y desgracias de la vida, y otra una charla como esta, en la que, sin sentirlo, se desnudan los corazones y las almas. No teman, con todo, que esto signifique que debamos confesarnos unos con otros, no, pero la misma polémica, la misma corriente de opinión, el calor que le ponemos a la discusión, proporciona el retrato ante los demás. Mas es bueno, porque es así como nos conoceremos mejor, como realmente intimaremos y seremos una familia.

En lo personal, me declaro católico, apostólico y re’mono -señaló aludiendo a la forma coloquial con se se refieren al aspecto romano- creo en Dios Padre, en el Espíritu Santo, en Jesucristo Dios hijo, en la Virgen María y en todas sus advocaciones, en los santos y en toda la corte celestial, pero también pienso que Dios es Dios llámese como se le llame: Jehová, Buda, Alá, Brahama, e incluso Quetzalcoatl. Respeto por eso las creencias de cada quien, en la misma medida en que pido respeten las mías. La diferencia en formas, métodos, reglas, o sistemas, producto todas del hombre que no de la divinidad, no deben servir para confrontarnos, sino como materia de análisis -más que de discusión- para entendernos más que convencernos, y comprendernos más que despreciarnos.

Las luchas religiosas ocupan millones de páginas en la historia universal. Luchas fraticidas que no arrojaron más que odios y rencores, que se inconaron con el tiempo y se volvieron motivo nuevo para retornar a la lucha. En México, Chiapas es prueba palpable actual de esto.

Ahora, sin embargo, los líderes de las más grandes organizaciones religiosas, encabezados por el Papa católico, pugnan desde hace treinta años, desde el Concilio Vaticano Segundo, por lograr la unificación de iglesias que tan sólo difieren en forma o fondo, pero que creen en lo mismo.

El trabajo ha sido arduo, pero se ha logrado algo. Juan Pablo II fue el Papa más entusiasta en esta labor, una labor que no puede ser pública porque levantaría la protesta irracional de todos los irracionales. Así, los cambios, generados silenciosa, callada, pausadamente, no han generado protesta alguna. Acaso algún comentario aislado. Recuerden ustedes, los mayores, que la misa se daba de espaldas a los fieles y en latín, ahora es de frente y en su propio idioma; que la sagrada hostia, el cuerpo de Cristo, no podía ser tocado sino por manos consagradas, como un sacerdote, pero ahora se entrega en manos mismas del fiel comulgante; esos son tan sólo algunos de los más notorios cambios generados en la iglesia, de los miles que hay.

Uno más, callado pero público, uno que casi nadie nota, pero se está acostumbrando a ver, es la presencia del Pope Ortodoxo al lado del Papa en todos sus actos, principalmente cuando oficia misa. Esa presencia sólo significa algo: la unidad de las dos más grandes corrientes del cristianismo: la romana y la ortodoxa. Pero, con calma; que se vuelva costumbre, para callar las voces de los agoreros de siempre que ven en cada cambio el fin del mundo o el retroceso.

Sabía alguno de ustedes que a finales de los sesentas estuvieron reunidos el Arzobispo de Canterbury y el Papa? algo se leyó en los periódicos de aquellos días, pero... y qué demonios tiene que ver eso? Simplemente, la unidad, el borrar diferencias y resentimientos de la iglesia anglicana con la romana que, entre otras cosas, también y por lo mismo, ha dejado de llamarse a sí misma romana.

Ven ustedes como, sin mucho barullo, ahora podemos hablar de la unidad de las tres corrientes cristianas del mundo. La romana, la ortodoxa... y la anglicana.

Pero hay otra, fundamentalista, extremista, dura, y que pocos católicos saben que deriva también del catolicismo: el islamismo.

-Momento! exclamó airado Carlos. No me vas a salir conque los islámicos son hermanos nuestros!

-Como todo ser humano, pero no sólo por humanidad, sino también por fe.

-Pero... esos cuates son los que fomentan el terrorismo, no es así? preguntó con cierta timidez Bere.

-Así es, pero no dejan de ser también una rama del catolicismo que se desprende hace casi dos mil años...

-Cuenta, cuenta, urgió Ruth.

-Las divisiones que va sufriendo la iglesia son harto interesantes, históricamente hablando, porque nos hacen comprender muchos aspectos de la religión misma. Una religión que nace como iglesia casi cien años después de la muerte de Cristo, pero que al nacer es precisamente la que motiva, con su sola existencia, esas divisiones. La primera de ellas es la que se genera entre judíos y cristianos.

-Por la muerte de Cristo... señala Alejandro.

-No precisamente... sino por las diferencias de forma. Los judíos se basan en la Torá, es decir, la palabra de Dios llegada vía Moisés, mientras que los cristianos adoptan el nuevo legado, la palabra de Jesús como doctrina que, en muchos aspectos, se contrapone con la de Moisés.

Pero... no era esta la idea de la charla... nos desviamos de aquello que yo quería advertir más como una forma de entendimiento que de confrontación: la diversidad de ideas y/o creencias.

-Ya nos vas a dejar picados, como siempre... reclamó Carlos.

-Pues yo creo que sí... será mañana cuando hablemos, y ya para definir, de las variantes de la religión. Por lo pronto, muchas gracias a todos por venir... nos vemos mañana, Dios mediante.

Los asistentes se fueron poniendo de pie lentamente, como no queriendo irse. Casi en silencio.

-Oye tío, no te conocía esas gracias... dijo Miguelito.

-Cuales, hijo?

-Las de charlista, eres bueno... motivas el interés de tus oyentes...

-Gracias hijo... espero que les guste a todos...

-Pos nomás veles la cara... todos van pensativos... eso quiere decir que reflexionan... chao.

Norma tomó del brazo a Ricardo y le encaminó al interior del comedor. Al paso, varios de los sobrinos se despedían. Riqui y Eva les seguían. Junto a ellos, Fidel y Niza con sus hijos.

-Quieres un café? invitó Lourdes.

-Esa pregunta ni se pregunta!

-Ustedes?

-También, pero yo te ayudo tía, dijo solícita Niza a la que se sumaron Eva y Jazmín.

-Madre... qué te pareció la plática?

-Ay hijo... dices cosas muy bonitas...

-Así las oyes porque eres su madre, dijo cascabelero Carlos, pero la verdad es que habla horrible y dice puras tarugadas...

-Sí chucha... a ver, dilas tú... contestó la abuela defendiendo a su hijo.

-Ya las dice...! exclamó Niza desde el fregadero donde lavaba tazas.

Todos estallaron en risas.

 

 

 

 

Norma movió suavemente a Ricardo que aún dormía.

-Viejo... viejo... te buscan...

-Eh?... quién... dijo todavía medio dormido.

-Baja... ya está el desayuno y hay unas personas que quieren saludarte.

-Pero quiénes son?

-Tú baja... ya las verás por tí mismo.

 

Tras bañarse apresuradamente, Ricardo bajó las escaleras de la casa de su madre. Esas mismas en que se habían filmado unas escenas para el incipiente Canal 3 de Puebla, en dónde él hiciera sus pininos en la televisión, y en las que bajaba lentamente su hermana Yolanda lujosamente ataviada, sólo que no recordaba si para sus quince años... o para su boda...

Desde la altura del descanso de la escalera oteó a través de las puertas encristaladas, en un vano intento por reconocer a quienes le buscaban.

Al entrar al comedor, la sorpresa fue tremenda. Ahí, sentado medio sumido en el viejo sillón de la sala, estaba su amigo y sacerdote Julián. A su lado, la inseparable Lucía.

-Vaya sorpresa! Ven acá viejo canijo... qué andas haciendo hasta por acá?

-Pues Carlitos me habló respecto a que ibas a dar una de tus charlas y me dije... Julián, no debes dejarlo solo, ya sabes que necesita a su asesor y quien le jale las orejas... y aquí estamos!

-Gracias... gracias a los dos, dijo abrazando a Lucía. Saben el gusto que me da verlos. Cómo va la parroquia?

-Huy! ahora sí soy Rey! Mira, con decirte que ya ni la misa de seis doy. Ya todo lo hace Narciso, se encarga hasta de las compras. Se alió a esta vieja latosa de mi hermana, y ya no me dejan hacer nada. Así es que yo me sacrifico encerrándome en mi biblioteca para estudiar y leer. Y tú?

-Pues se supone que venimos de vacaciones para estar con la Jazmina ahora que estudia aquí, pero ya sabes, Evita salió con el celo y me vi obligado a darles una charla...

-Ahora sobre qué?

-Quieren saber Quién Demonios es Sebastián de Aparicio?

-El santo charro y carretero!

-Así es... y ustedes? En verdad vinieron por la charla?

-Bueno, la verdad es que ya planeabamos unas vacaciones. Incluso ya tenía permiso del Señor Arzobispo, pero no nos poníamos de acuerdo a dónde. Así es que la llamada de Carlitos fue más que providencial. Puebla es una ciudad muy hermosa; tenía muchas ganas de conocerla desde hace años...

-Pues no se te ocurra pedirme que te acompañe a conocerla...

-Porqué?

-Ya te platicaré en otra ocasión... ahora, vamos a desayunar. Hay tamales y, si quieres, aquí en la esquina venden unas buenas semitas, otro de los platillos típicos de la angelópolis.

-Los tamalitos están bien... y hay atole?

Los que ya conocían al padre Julián se rieron. Los demás se vieron unos a otros pues no entendieron la broma. El sacerdote, íntimo amigo de Ricardo y su guía espiritual, se había signado entre la palomilla como un gourmet que no despreciaba nada. A todo le encontraba gusto.

 

Mientras Norma acompañaba a Lucía y a Julián a visitar algunos lugares de la Ciudad de los Angeles, Ricardo se acercaba al convento de los franciscanos que estaban a cargo de la Iglesia de San Francisco y, por ende, de la capilla y la causa de Sebastián de Aparicio.

-Perdone padre, con quién podré hablar? Soy escritor y estoy dando una serie de charlas sobre el Beato Sebastián de Aparicio... quién me podría dar información?

-Mire, le voy a presentar al padre Antonio que es el encargado de esto.

Un fraile delgado, de fina barba, con un par de ojos claros que resaltaban en su tez morena, se acercó solícito al escritor.

-Buenos días. Soy fray Antonio. En qué le puedo servir?

Tras explicar nuevamente su cometido, Ricardo preguntó abiertamente:

-Por qué, en realidad, no se ha canonizado a Sebastián de Aparicio?

-Bueno, el proceso es largo...

-Conozco todo el proceso que sigue una causa padre, me refiero a si usted sabe cuál sería la realidad por la que se ha detenido...

-Le explicaré brevemente. Hay dos tipos de milagros: el técnico, y el común. El común es aquel que se suscita en los fieles por causas naturales, comunes y cotidianas. Por ejemplo: me duele la cabeza; San Sebastián, te ruego que me quites este dolor. Cuando se le pasa... fue Sebastián!

-Oiga! Y usted es el que defiende la causa?

-Precisamente por eso... recuerde que hay un abogado del diablo y hay que pensar como él. Pero lo que le comento no es por eso; es la simple y más llana descripción de un milagro común. Quiero que le quites lo borracho a mi viejo... y el viejo deja de tomar. En fin, son esos en los que no se rompe ninguna causa o ley natural.

Ahora bien, el milagro técnico es aquel que sí rompe una regla natural. Pongamos por ejemplo el caso de un joven que se viene abajo de un quinto piso, cae de cabeza, y se levanta como si nada hubiese sucedido. Eso rompe con todas las leyes naturales. Es algo realmente fuera de lo común.

-Acaba de ponerme el ejemplo del milagro que logró la canonización de Juan Diego.

-Así es... vaya, usted sí sabe... pero lo principal es... entendió la diferencia?

-Sí padre. Esto quiere decir que, con todo y que ustedes piden que los fieles informen de los milagros concedidos, hasta la fecha no se ha dado un milagro técnico...

-No...

-Y no les preocupa? No sienten un poco... digamos... flojos... los intentos por conseguir ese milagro técnico?

-Bueno, no es cosa de conseguirlo, como usted dice, sino de que se dé! Ahora que, respecto a nosotros, bien puedo decirle que tenemos puesta alma y vida en el proceso, pero...

-Y la lluvia de testimonios no cuenta?

-Sí, pero en otra forma. Conforme a los cánones, aquel que, a cien años de iniciada su causa, cuente con un culto importante, es decir que sean miles de fieles los que le rindan culto, será canonizado, digamos, automáticamente.

-Aunque no exista el milagro técnico?

-Así es... el culto mismo, que ha persistido a lo largo de cien años, le da la santidad.

-Y cuando se inició la causa de Sebastián?

-Inmediatamente después de su muerte en el 1600, pero fue beatificado en 1787.

-Eso quiere decir que entonces ya Sebastián debiera ser santo, no?.

-Así es...

De ahí, la plática entre ambos hombres derivó en otros recovecos de la vida del beato que serían muy útiles a Ricardo para su charla. Casi dos horas después, se despidió alegremente.

A Ricardo le acompañaba Iván, uno de los hijos de su hermano Edmundo. Picado por la curiosidad, le preguntó al escritor:

-Oye tío, cómo estuvo lo del milagro que le dio la santidad a Juan Diego?

-Cuenta la relatoría que un joven se cayó de un quinto piso. Por qué? Quién sabe! El caso es que cayó. Al ir cayendo, la madre del joven, que le miraba de lejos, le encomendó a Juan Diego. Cuando el muchacho llegó al piso, la gente que se agolpaba se dio cuenta de que había muerto y, piadosamente, le tapó con una sábana. La madre, al llegar corriendo, se hincó a su lado todavía gritándole a Juan Diego que le salvara. Tomó la orilla de la sábana y, al descubrirle, el joven se levantó como si nada hubiese pasado.

Como es de suponerse, la madre y algunos familiares le llevaron de inmediato a un hospital en donde le revisaron los médicos. Presentaba algunas lesiones propias de una caída, pero ninguna de muerte. Los médicos, asombrados, no rehuyeron dar su testimonio.

Así se conoció el milagro técnico que llevó a Juan Diego a la santidad.

-Sólo uno?

-A veces con uno basta!

 

 

El jardín estaba repleto de nueva cuenta. A la derecha de Ricardo se había colocado una silla extra en donde, tras presentarlo comedidamente, se ubicó a Julián. El escritor alcanzó a notar que, al fondo del jardín, Lourdes charlaba con un caballero de porte inconfundiblemente pastoral. Hizo señas a su hermana para que se acercaran ambos, y él mismo jaló una silla más que colocó a su izquierda.

-Hola Hermano, buenas tardes... supongo que usted es el Pastor amigo de mi hermana...

-Así es Don Ricardo... a sus órdenes...

Mientras el historiador presentaba a Julián, los asistentes veían con asombro la cordial relación que se presentaba entre los tres. Ricardo se dio cuenta y aprovechó el momento.

-Ayer hablamos sobre un nuevo entendimiento entre las diversas ramas de la iglesia, e incluso entre religiones que, con todo, creen en un Dios Todopoderoso, llámese como se le llame.

Hoy tenemos la oportunidad de participar activamente en esa épica lucha de Juan Pablo II, y que seguramente continuará Benedicto XVI, teniendo reunidos a un Pastor y un Sacerdote que, si bien no vienen en plan pastoral o evangelizador, si tienen, como asistentes y al igual que todos y cada uno de ustedes, la plena y absoluta libertad de intervenir y preguntar u opinar lo que les venga en gana.

Mis charlas son para despejar dudas, no para convencer a nadie. Yo expongo las razones, blancas y negras, ustedes aportan otro poco y, cada uno, en la intimidad de su alma, saca sus propias conclusiones.

Hay, por ende, el derecho de réplica entre ustedes mismos.

Puestas las reglas, me gustaría empezar, si ustedes lo permiten.

-Adelante, caminante! aprobó graciosamente como siempre Carlos.

Ricardo volteó para un lado y para el otro buscando la aprobación de Pastor y Sacerdote. Ambos, con un leve movimiento de cabeza, dieron su anuencia.

-Todas las divisiones que se realizaron durante el primer milenio de la historia de la Iglesia, prácticamente ya no existen. Las divisiones que existen ahora son del segundo milenio, nos asegura el Padre Flaviano Amatulli Valente, estudioso de apologética y sectas.

En el año 1054 se da la primera división. Los obispos de Oriente, que se autoproclaman ortodoxos, se apartan de Roma. Durante mil años habían reconocido la autoridad del Sucesor de Pedro, el obispo de Roma; ahora ya no. Es decir, aceptan la Iglesia de Cristo, con obispos, sacerdotes, diáconos, sacramentos, concilios ecuménicos y la devoción a María y a los Santos... pero no la autoridad del Papa.

-Tío, qué significa ortodoxo? preguntó Heidi, hija de Yolanda.

-Ortodoxia significa verdadera doctrina.

-Entonces ellos siguen la verdadera doctrina?... y nosotros... es falsa la de nosotros?

-No te confundas. Una cosa es decir esta es mi verdad, y otra que lo sea. Aunque no necesariamente debemos ir al extremo y calificarles de falsos a ellos. Recuerden que todos, absolutamente todos siguen creyendo en Dios. Las diferencias son respecto a la administración, las formas pues, de control religioso.

-Entonces casi podemos calificarles de luchas por el poder... señaló Miguelito.

-Prácticamente eso fueron. En 1517, Martín Lutero da inicio a su inconformidad con Roma. Su enseñanza fundamental se basa en Cristo. Basta la fe en Cristo para alcanzar la justificación, es decir el perdón de los pecados y la amistad con Dios. Reniega de la Iglesia visible de Cristo, la que viene desde un principio, con Papa, obispos, sacerdotes, diáconos, sacramentos y concilios ecuménicos.

 Para él, lo que importa, es pertenecer a la Iglesia espiritual, a la que pertenecen los que de veras creen en Cristo, sin importar a cual entidad eclesiástica pertenezcan. Esto no tiene mucha importancia. Sirve solamente para ayudar a vivir la fe en comunidad.

 Basándose en estos principios, pronto se multiplican las divisiones y llegan los luteranos en 1521, calvinistas en 1532, menonitas en 1536, presbiterianos para 1560, bautistas ya en 1611, y metodistas en 1784… que fundamentalmente siguen las ideas de Lutero.

-Por eso se les dice protestantes? preguntó Eva.

-Así es, porque vienen de la misma línea, del protestantismo iniciado por Lutero.

En 1534, Enrique VIII aparta Inglaterra de Roma. Así surge la Iglesia Anglicana; de ésta viene la Iglesia Episcopaliana, una vez que Estados Unidos logra su independencia de Inglaterra. Se mueven entre el catolicismo y el protestantismo.

A principios de 1800, en el mundo protestante surge un nuevo movimiento religioso, que ahora está invadiendo el mundo con un afán proselitista incontenible: los mormones en 1830, adventistas del séptimo día en 1863, testigos de Jehová que nacen en 1874 y la línea evangélica pentecostal surgida a principios del siglo XX.

Normalmente, a nivel teológico, éstos grupos siguen a Lutero pero, al mismo tiempo, rechazan todas las Iglesias anteriores, acusadas de apostasía, y cada grupo se considera la única y verdadera Iglesia visible de Cristo «restaurada», en clara oposición a todas las demás y en una actitud abiertamente sectaria.

Entre los grupos que empezaron a surgir desde principios del siglo pasado, hay uno que va más allá de Lutero: la congregación de los Testigos de Jehová. No hablamos de los mormones, porque no se pueden considerar cristianos al admitir un Tercer Testamento: "El libro de Mormón" y ser politeístas.

-¿Cuál es la posición de los testigos de Jehová? preguntó Paola, una de las hijas de Lucía, la hermana mayor el escritor, y veterinaria de profesión.

-Creen en un solo Dios, sin Trinidad, al estilo del Antiguo Testamento. En Cristo y su Iglesia: NO. Cristo es un hombre y nada más, la primera creatura de Dios. La Iglesia que fundó Cristo, cuando vivió en este mundo, fracasó. Ahora los testigos de Jehová son la única y verdadera congregación visible de Jehová.

-Es decir que le quitan la divinidad a Cristo?

-De por sí desde antes ya se había empezado a considerar a Cristo como hombre y no como Dios; por ejemplo, con la masonería, a principios del 1700, Cristo es visto como un sabio; o el espiritismo de mitad del 1800 que ve a Cristo como un gran médium.

Pero si ya las divisiones se habían dado en tal cantidad, es en el siglo XX cuando no sólo se multiplican las sectas, grupos que o creen en Dios como ser energético, o de plano no creen en Dios y hasta desbarran en una desesperada búsqueda por una verad que tienen enfrente, pero que no quieren ver.

Nueva Era, por ejemplo, es de las que reniegan de un Dios, basan su dogma en la religiosidad y la espiritualidad.

Se trata de otro movimiento cultural-religioso, que empezó a surgir en la primera mitad del siglo XX y se desarrolló en la segunda mitad. Actualmente está invadiendo el mundo entero, especialmente los ambientes artísticos e intelectuales o económicamente más pudientes: una mezcla entre cristianismo, antiguas religiones paganas, religiones orientales gnosis, astrología, sicología, esoterismo, ocultismo, ecología, indigenismo y medicina alternativa. Un supermercado, en que cada uno prepara su coctel al gusto, escogiendo lo que más le agrada y lo hace sentir bien.

Por lo que se refiere a Dios, he aquí la idea central: No existe un solo Dios, creador, salvador y remunerador. Todo el universo es un organismo viviente. Todo lo que forma parte del universo es Dios.

Dicen los nuevaerianos: ¿Quieres buscar a Dios? Entra dentro de ti mismo y allá lo encontrarás. Además, harás el grande descubrimiento: Tú eres Dios.

-Tío, intervino Hector, otro de los hijos de Yolanda, y el satanismo?

-A lo largo de la historia, siempre hubo grupos muy reducidos de personas que han rendido culto a Satanás. La novedad actual consiste en que ahora este fenómeno se está volviendo popular.

Normalmente se trata de adolescentes y jóvenes, que empiezan reuniéndose en las discotecas para escuchar música y bailar. Mediante un buen sistema de reclutamiento, poco a poco se pasa de la música rock a la metálica, de la simple alusión al himno declarado en honor de Satanás, de la imágen a la oración y la entrega, del sacrificio con animalitos al sacrificio con seres humanos, especialmente en aquellos países en que los gobiernos no logran ejercer un control real sobre la población y así se pretende lograr poder para encontrar satisfacciones inmediatas.

 -Sacrificios humanos, exclamó espantada Brenda, hija de Ruth. En verdad hacen sacrificios humanos?

Porque yo lo he visto en las películas, pero en la realidad... lo hacen?

-Tan lo hacen que no hay año en que no se descubra una matanza causada por adoradores de satán. Mason fue uno de ellos.

Ya se acabó la sociedad monolítica del pasado. Hoy es necesario que estemos conscientes de nuestra identidad como católicos, para no dejarnos confundir y envolver por la variedad de propuestas que continuamente se nos presentan.

Para sentirnos seguros y vivir nuestra fe con dignidad, es necesario que conozcamos el Evangelio de Cristo, tengamos una verdadera experiencia de Dios y, como dice San Pedro estemos capacitados para dar razón de nuestra esperanza. Solamente así estaremos colaborando con nuestro granito de arena para que se haga realidad el sueño de Cristo: Habrá un solo rebaño como hay un solo Pastor.

Y creo que se está logrando. Ya les platicaba un poco antes de la re-unidad religiosa. Es un trabajo arduo, tardado, pero digno de llevarse a cabo.

-Entonces... sólo la religión católica es la buena? indagó Judicita, hija de su hermana Judith e Ignacio, médico de profesión.

-No lo pongan así. Tampoco seamos radicales. Lo importante es pensar que tenemos un Dios, el mismo Dios, un Cristo para todos. Que las formas de agrupación o administración humana sean diferentes, no importa tanto en cuanto que la creencia, la fe, sea la misma.

-Y eso no es lo que Lutero proclamaba? No es protestantismo? cuestionó Alejandro, el hermano menor de Ricardo.

-No, definitivamente no. Una cosa es creer en Dios a nuestra conveniencia y otra administrarnos a nuestro gusto. Para acabar pronto, a lo largo de la historia de la religión, yéndonos incluso dos mil años antes de Cristo, lo que ha ido cambiando, y seguirá cambiando al paso del tiempo, son las costumbres, las formas, los modos y las modas. Lo que debemos comprender y defender es el que estos cambios no afecten las creencias. Por ejemplo, no voy a misa porque es snob. Es más chido traer colgando un rosario al cuello como si fuese un collar de cuentas brillantes, como las que les daban los españoles a nuestros indios, que ir a misa.

-Es que es la moda tío... protestó uno de los nietos más chicos.

-Eso es precisamente a lo que me refiero. Que la moda cambie, que los usos y costumbres cambien, incluso que las normas de la iglesia cambien, eso no importa... es casi obligado conforme a los tiempos que se viven, pero lo que no debe cambiar son las creencias, la fe. Creo que no sería drástico si me permiten un pequeño ejemplo que implica una burla: el satanismo. Los satánicos, como les llaman, reniegan de la existencia de Dios... pero creen y adoran a una de sus creaciones: Satán, Luzbel, el angel caído por indisciplinarse a Dios. Luego entonces, existe Dios o no? Es conforme me convenga? No. Dios es Dios y si creo en él, no interesa si lo hago vestido de mezclilla lo mismo que de traje y corbata.

Pero, como dije al principio, estas pláticas no intentan convencer a nadie de nada, sino de despertar ese maravilloso poder que Dios nos dio que es el poder del análisis. Un poder que me permite pensar, analizar, llegar a un conclusión propia. Para saber hay que escuchar. Escuchar todas las corrientes... y que no les digan que es pecado porque más pecado es obligarte a creer sin convencerte.

Por hoy, creo que es todo. Mañana, aunque es domingo, tendremos plática y empezaremos a ver el tema central de nuestras charlas: quién demonios es Sebastián de Aparicio?

Agradezco al sacerdote y al pastor su presencia y se los dejo para que les atosiguen con sus preguntas. No tengan miedo de cuestionar a uno u otro. Los dos son hombres de fe dispuestos a ayudarles.

 

Ricardo dio la vuelta y entró a la sala comedor de la casa, donde se sentó a la mesa y le pidió a Lourdes un café. Norma, que le seguía, le preguntó preocupada:

-Qué tienes?

-Nada, solo cansancio. La plática me cansó. Por eso les aventé a esos dos las preguntas de los hijos...

 

 

 

Lourdes reclamó esa mañana a su hermano el que no se hubiese esperado para que conociera a su Pastor.

-Lo siento manita, de verdad lo siento, me entró un cansancio tremendo... pero no te procupes, esta tarde me lo presentas bien y platicamos. Por cierto, dónde anda el padre Julián?

-Salió temprano con su hermana Lucía y Yolanda. Fueron al centro. Parece que querían comprar algunas cosas.

-De seguro camotes y tortitas de Santa Clara, porque debes saber que ese curita, así lo ves, viejo como antiguedad judía, pero es tragón hasta decir basta...

-Sí mano, ya me di cuenta...

Norma y Jazmín entraron a la cocina, sitio en donde, al rededor de la arcáica mesa del desayunador, se reunían a todas horas los miembros de la familia que constantemente entraban y salían de esa casa. De tal suerte, la famosa mesa siempre tenía a alguien sentado tomando café o comiendo algo y, por ende, se había convertio en sede de todo conciliábulo.

-Tienen cafecito? preguntó Norma.

-Tú qué crees? contestó Lourdes.

-Pues me voy a tomar uno... hola suegra...

-Buenos días Juanita... cómo dormiste? replicó Doña Asunción que, dentro de su senilidad, le cambiaba de nombre cada vez que su mente quería.

Todos rieron, pero fue el escritor el que nuevamente hizo la rectificación:

-Es Norma, mamá... Norma...

-Qué no es Juanita?

-Usted no se preocupe suegra, puede llamarme como quiera... dijo condescendiente la profesora.

Alejandro estaba muy entretenido en un rincón, lo que llamó la atención de Jazmín.

-Qué haces tío?

-Gelatinas...

-Gelatinas...?

-Sí, pero artísticas... mira...

Diciendo y haciendo, el sempiterno entrenador de futbol, gelatinero de arte y ahora estudiante de psicología, posó al centro de la mesa varias pequeñas gelatinas que representaban a un conejo echado sobre su nido y del que se desprendían algunas ramas de paja verde.

Los que no conocían esa faceta del viejo joven de la casa, le aplaudieron tras observar algunos segundos cómo colocaba, con suma delicadeza, los trocitos de gelatina verde al rededor del conejo.

 

Cerca del mediodía, Ricardo estaba recostado en una silla en el jardín cuando escuchó el alboroto. La chiquillada salió de la sala-comedor correteando prácticamente al sacerdote que, levantando la mano, protegía una medio vacía caja de borrachitos envinados.

-Ricardoooooo!!! gritó gozoso... o mandas al diablo a tus sobrinos y nietos o el que se convierte en demonio soy yo!

La ciquillería gritaba y saltaba intentado quitarle al cura el resto de los dulces.

-Niños! exclamó imperativo el escritor. Quietos todos!

Al momento todos se quedaron como congelados. Ricardo se acercó al viejo sacerdote y, despacio, le quitó de las manos la caja de dulces típicos y dio media vuelta. Cuando se llevaba el primero a la boca, la parvada arremetió en contra de él, obligándolo a salir corriendo escaleras arriba.

Mientras los niños intentaban sacar al escritor de la recámara de la abuela, en donde se había refugiado, Julián abría otras cajas y Lucía repartía Tortitas de Santa Clara, Camotes y más borrachitos al resto de los presentes.

Cuando Ricardo bajó, Julián le extendió una caja.

-Gracias, dijo amable.

-No, ábrela!

-Qué tiene? preguntó extrañado al tiempo que le abría y notaba que estaba llena de macarrones de leche, dulce característicamente poblano y al que era muy aficionado. Ahhh... hombre!... gracias!

-Tu hermana Yolanda nos dijo que te gustaban mucho...

-Pues sí, así es en realidad... me aficioné a ellos desde mi niñez, allá en el Colegio Benavente.

-Bueno, pues creo que nadie va a comer, reclamó Lourdes que había preparado un par de platos sencillos.

-Ahhh no! reclamó enseguida Julián... dejar de comer... no!

Todos rieron.

 

Por la tarde, y ya ante una audiencia cada vez mayor, Ricardo comenzó recordando:

-Antes de entrar de lleno a la vida del Beato Sebastián de Aparicio, me gustaría, como siempre, dar un vistazo al entorno.

Según el mismo Hernán Cortés, la razón principal de la conquista era la implantación de la fe cristiana entre los indígenas, por lo que solicitó el envío de frailes a las nuevas tierras conquistadas. En 1524 llegó a la Nueva España un grupo, el primero de todos, de doce frailes franciscanos y, poco después, arribarón dominicos y agustinos.

En 1540 ya había un centenar de misioneros diseminados por todos los territorios conquistados. Por otro lado se fundarón las diócesis de Tlaxcala, México, Michoacán y Oaxaca. Cada fraile, al llegar, se imponía dos tareas: aprender una o varias lenguas indígenas y conocer las costumbres relacionadas con el culto de los antiguos dioses.

La misión principal de los misioneros fue el imponer la fe cristiana entre los naturales mediante la prédica, la preparación de catequistas, la redacción de doctrinas o catecismo y la imposición de sacramentos como el bautizo y el matrimonio. Su obra no se detuvo ahí: congregaron a los indígenas en nuevas poblaciones, levantaron conventos, capillas e iglesias, construyeron caminos, puentes y acueductos, hospitales y escuelas donde se enseñaban diversos oficios, defendieron a los nuevos cristianos del abuso de los enconmenderos y registraron las costumbres e historia de los antiguos pueblos indígenas.

Pero para alcanzar sus propósito también construyeron imágenes y libros indígenas, y persiguieron a aquellos que seguian practicando el culto a los antiguos dioses. La labor envagelizadora de los frailes fue llevada a cabo con mucho entusiasmo; muchos murieron por el agotamiento y la vida austera que llevaban. En poco más de 40 años cambiaron la mentalidad de millones de indígenas, quienes convertidos al cristianismo crearon la mayor nación católica de su tiempo.

Entre aquellos primeros doce franciscanos llegó fray Toribio de Benavente, conocido también como Motolinía por su vida sencilla y pobre. Nació en Benavente, Zamora, España, a finales del siglo XV, y murió en México después de haber desarrollado una inmensa labor evangelizadora.

Si me refiero a él, dejando a un lado a alguno de los otros no menos importante, es porque Motolinia fue acción indirecta en la vida de Sebastián, e incluso, porque no pensarlo, quizá directa dado que fueron contemporáneos.

Su apellido era Paredes; adoptó el Benavente de su villa natal en la Orden franciscana y el apodo de Motolinía, el pobre, con que es más conocido, en la Nueva España, al oírse llamar así por los indios. Ingresó en la Orden a los diecisiete años y, amigo de fray Martín de Valencia, le llevó éste a México como predicador y confesor en el grupo de doce frailes que, para implantar definitivamente el cristianismo en la Nueva España, llegaron en 1524.

Fueron recibidos con suma reverencia por Hernán Cortés, para impresionar a los indios con ella, en contraste con la humildad de su aspecto. Quedó Motolinía, al parecer, de guardián del convento de la capital, y durante la expedición de Cortés a Honduras, junto con fray Martín de Valencia, sufrió las persecuciones del oficial recaudador Gonzalo de Salazar, por su defensa de los indios.

De 1527 a 1529 estuvo en Guatemala para estudiar la fundación de las misiones, llegando hasta Nicaragua, y desarrolló una amplia acción evangelizadora.

Vuelto al convento de Huejotzingo, en donde habían construido su sede los franciscanos, de nuevo hubo de amparar a los indios contra los atropellos de Nuño de Guzmán, incitando a los caciques a quejarse a fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, lo que le trajo algunas represalias, como una falsa acusación de sedicente y revolucionario..

Pasó, en 1530, al convento de Tlaxcala y he aquí el punto importante para nuestro relato: contribuyó activamente a la fundación de la ciudad de Puebla de los Angeles en 1531. Incluso, en la actualidad, se considera a Fray Toribio de Benavente, Motolinia, como el fundador de la Angelópolis.

 

Mientras Cortés llegaba, los doce franciscanos encontraban acomodo en Huejotzingo, y se sucedían otros hechos paralelos, en los primitivos solares de España el linaje de los Aparicio estuvo asentado en las encartaciones del Señorío de Bizkaia.

De ahí partieron hacia las montañas asturianas al enterarse de que el caudillo don Pelayo se había refugiado en Covadonga, a fin de reorganizar sus huestes y poder pasar a la ofensiva contra los musulmanes invasores de la Península Ibérica.

Lucharon, pues, los Aparicio bizkainos junto a las huestes de don Pelayo, y sus descendientes continuaron la misma política de manera que se hallaban presentes en la toma de la ciudad de León.

Del solar leonés partieron varias ramas que fueron extendiéndose por ambas Castillas, Extremadura, Murcia, Toledo y las tierras próximas a Madrid. Otra rama pasó a la isla de Cuba y otra al continente americano. Contra lo que pudiera pensarse, no es de esta rama de la que se desprende el Beato, a quien algunos historiadores pretender ligar con ella.

La que se estableció en Madrid tiene su procedencia en la de Salamanca, fundada por don Juan Manuel Aparicio, en tiempos del Emperador Carlos V.

Inútil es decir que fueron bastantes los miembros de este linaje que, al desear ingresar en las diversas Ordenes Militares, hicieron probanza de nobleza y limpieza de sangre, siendo todos reconocidos como notables hijosdalgo.

-Hijosdalgo? exclamó Hector, el cuarto hijo de Yolanda y Ricardo, homónimo del escritor. Qué no te equivocaste tío? Debe ser hidalgos, no?  O nos estás cotorreando...

-No, no me equivoqué. La palabra hidalgo, la acepción hidalgo, proviene precisamente del apocopado hijosdalgo que, a su vez, quiere decir hijos de algo y que se usaba para señalar a quien provenía de noble cuna, y que conste que lo de noble cuna no era precisamente de familia rica o adinerada, pues hubo muchos clasemedieros que fueron ejemplos de esa nobleza española que tanto lustre diera a sus casas.

Por desgracia, tiempo y costumbres también degeneraron a los hidalgos, pues cualquier pillo, sátrapa o aventurero que arribaba a la Nueva España, lo hacía bajo el título de Hidalgo y, dado que la inmensa mayoría de los que llegaron hicieron igual, callaban de reclamar su auténtica procedencia al sedicente hidalgo. Comprendido?

-Sí tío, gracias.

-Bien, de la rama que se estableció en Madrid, don Juan Aparicio y don Jerónimo Aparicio, hijos de don Melchor Aparicio, hicieron información de nobleza ante las Justicias de la Villa de Alcalá de Henares y de Madrid, en donde residían, con citación de los procuradores generales de ambos; y por auto de don Juan Lucas Cortés, Alcalde de Casa y Corte, fechado en l de agosto 1667, se les reconoció su calidad de hidalguía y limpieza de sangre.

Una rama pasó a Cataluña, como se expresa en una certificación extendida por don Francisco Gómez de Arévalo, Caballero de la Orden de Santiago y Rey de Armas de Carlos II y don Felipe V, a pedida de don Inocencio Aparicio, Secretario de Su Majestad y de su Consejo y Contador de la Real Hacienda del Infante don Luis.

El peticionario hace constar que es hijo legítimo de don José Aparicio y de doña María de Font, naturales de la villa de Caldas de Mombuy y de Tarrasa, respectivamente, y que tenían su primitiva casa solariega en las montañas de Burgos, lugar de Berruel y Montera, en el valle de Huesgos, que se llamó de Aparicio, una de las más antiguas de aquellos lugares.

De ella fue el beato padre Sebastián Aparicio.

-Entonces era de buena cuna... es decir... de lana! dijo Berenice.

-Nuevamente quiero recordarles que, en España al menos, buena cuna no significaba precisamente poder económico. Las bases morales fueron predominantes en una sociedad en que el trato diario estaba basado en el respeto. Una buena cuna podría calificarse como aquella en la que una pareja, casados con todas las de la ley, cumplían con los cánones de la sociedad, de la iglesia, y del gobierno. Es decir, eran cumplidos, atentos, respetuosos y de esa forma educaban a sus hijos que, herederos del sello, alcanzaba así la dignidad de hijosdalgo o hidalgos.

Mañana, y dado el corto tiempo que tenemos, iniciaremos ya directamente con la historia del Beato. Mientras tanto, buenas noches... y que descansen.

Mientras ayudaba a levantarse a Julián, Ricardo pudo observar que Lourdes encaminaba al Pastor a la cocina. Recordando su promesa, el escritor siguió el mismo camino.

 

-Un café manito? dijo Lourdes solícita.

-Claro, eso ni se pregunta, contestó el escritor. Buenas noches... dijo cortando el saludo al no saber cómo dirigirse al Pastor.

-Buenas noches Don Ricardo... buena plática. Yo no sabía de la procedencia de la Casa Aparicio.

-Detalles que me gusta investigar y exponer, porque a veces eso explica algunos aspectos de la historia, comentó brevemente.

-Y para mi no hay cafecito? reclamó Julián tomado del brazo de Lucía.

-Claro que sí, padre.

-Me permiten sentarme? cuestionó más al pastor que a su amigo.

-Por favor padre... por favor... señaló el aludido.

-Cómo ve a nuestro amigo? preguntó directamente Julián al Pastor tomándolo desprevenido.

-Bien... muy bien... se ve que conoce de historia... ya estoy leyendo su libro de Quién demonios es Cristo? para saber si mis ovejas pueden leerlo...

-Saber si pueden leerlo?! asentó más que preguntar Ricardo. Yo no sabía que existía la censura en México...!

-Bueno, dijo apenado el Pastor... es una costumbre que mantenemos en defensa de la moral y las buenas costumbres de...

-Mire Hermano... o como quiera que le llamen, exclamó el escritor interrumpiéndole, yo no considero a nadie rector de la moral y las buenas costumbres. Creo en el libre albedrío y la dignidad humana que todo individuo tiene como para saber qué le interesa o no, le daña o no, le instruye o no... ni en su iglesia, ni en la católica, ni en ninguna otra religión hay, o debe haber, quien se precie de censor moral... tanto en una como en otras hay buenos y malos, santos y pecadores, y lo digo adelantándome a cualquier réplica respecto a esto en defensa de un argumento que no tiene defensa. O dígame Usted... quién y en dónde le enseñaron a regir la moral de los demás?

-Bueno....

-Ni se digne contestar... no hay un lugar que pueda enseñar a alguien a regir la moral de otros... enseñar moral no significar regir... enseñar ética no significa regir la ética de otros... por el contrario... si una grey es lo suficientemente aleccionada -en nuestro caso hablando de valores morales- esas enseñanza de moral y ética para lo que le van a servir es para normar su criterio, pero no para convertirse en borregos....

En la cocina y aún en la pequeña salita de al lado y el comedor, todos guardaban silencio ante la elevada voz del escritor. Lourdes estaba anonadada ante la actitud de su hermano. El Pastor mismo sólo acertó a bajar la vista.

Fue Norma, como siempre, la que intervino para calmar a su marido.

-Viejo... quieres calmarte un poco?

-No, tú sabes cómo me exaspera el abuso y lo que este señor acaba de decir no sólo es un abuso moral, sino un lavado de cerebro completo. Siglos de lucha bañada en millones de litros de sangre humana se han vertido para alcanzar la libertad de pensamiento, obra y expresión, para que vengan gentes como esta a regresarnos a la época del obscurantismo.

No estoy en contra de su religión, que al final de cuentas no es otra cosa que una burda y conveniente copia de la católica, sino de los procedimientos que usa; tú sabes, y tú mismo Julián, como sacerdote, que reacciono incluso hacia la iglesia católica cuando surge algo así. Recuerda a Narciso. Pero tolerar, quedarme callado ante ello, no va con mi forma de pensar. Soy conciliador con el que quiere debatir; soy consecuente con quien persiste en su error; soy comprensivo con quien asegura tener la razón... pero escuchar lo que este señor dijo es, francamente, insoportable.

-Me permite hablar? dijo timidamente el Pastor.

-Claro que se lo permito, no estoy cerrado a sus razones, pero creo que ninguna explicación es aceptable...

-Bien... en primer lugar, no vine para que me regañen... y me va a dejar terminar, por favor... yo le escuché con toda paciencia...

-Esta bien...

-Decía que no vine para que me regañaran. Vine invitado por Lourdes para escuchar su plática, la que me gustó mucho. Lo que he leído de su obra sobre Cristo me gusta también, es usted un buen narrador y un mejor charlista. Ahora bien... no leo una obra para autorizar o no a mi grey a leerla, sino para saber orientarla si, tras leerla, tienen alguna pregunta o duda. Jamás! y óigalo bien señor escritor, jamás le he coartado a nadie la libertad de escuchar o leer lo que le plazca...

-Pero usted mismo dijo: para saber si mis ovejas pueden leerlo...

-Así es, pero usted no me dejó terminar. Mi frase completa era para saber si mis ovejas pueden leerlo y comprenderlo... Una de las cosas con las que estoy totalmente de acuerdo con usted, expresada en su libro, es que el dogma ha tergiversado muchas cosas, que la Biblia misma es difícil de leer y más de entender... pues precisamente a eso me refería... No soy un retrasado mental como para creer que, a estas alturas, puedo obligar a mi gente a que haga sólo lo que le digo... a que obedezca ciegamente... sobre todo si tomamos en cuenta que ya están cansados de eso... precisamente de eso... de que les obliguen a creer, de que les obligen a no pensar, de que les obliguen a hacer sin razonar... Con todo, déjeme decirle que si me causó admiración su plática, su reacción me asombró. Mi respeto por usted ha crecido. Puedo seguir asistiendo a sus charlas? dijo finalmente con una mirada de triunfador, mientras Lourdes se sumía en la silla en que estaba sentada.

Ricardo, descontrolado volteó la vista a Julián como pidiendo apoyo. El ladino sacerdote se limitó a sonreir socarronamente.

El escritor, tras unos segundo que se le hicieron eternos, y la atención de todos los que se habían agolpado a las dos puertas de la cocina, pendientes de su reacción, respiró profundamente y dijo con cierta timidez:

-Perdón... creo que cometí un garrafal error... ante todos y a todos les presento mis más sinceras disculpas. Mire Hermano...

-Aldo, hermano Aldo López Ochoa para servirle...

-Mire Hermano Aldo...

-Aldo... Aldo a secas...

-Bien... Aldo... creo que usted...

-De tú, por favor, de tú...

Ricardo, comprendiendo que Aldo estaba jugando con su descontrol, dio un manotazo sobre la mesa y grito juguetón:

-Ya carajo... me fregaste... ni modo... una a tu favor... pero el juego apenas empieza... y le extendió la mano que el otro estrechó con fuerza levantándose para dar un fraternal abrazo al escritor.

Julian fue el primero en empezar a apludir. Le siguieron todos los demás.

-Hablando se entiende la gente... sentenció volteando a dar un sorbo a su taza de café, como dando por terminado el incidente.

 

 

 

Muy temprano, Ricardo bajó a la cocina. Sabía que Lourdes se levantaba a buena hora para sacar a sus perros y gatos para que hicieran sus necesidades y alimentarlos.

-Buenos días, dijo sorprendiéndola.

-Hola mano... cómo amaneciste?

-Amanecí... que ya es ganancia.

-Oye... me siento culpable de la regada de ayer...

-Pues sí... francamente lo que me llevó a reaccionar así fue el que tú me habías dicho que sólo leías lo que tu pastor autorizaba...

-En realidad él no nos obliga a hacerlo... pero yo siempre le consulto porque quiero leer únicamente aquello que me sirva para bien...

-Caray manita... que mal andas... creo que voy a tener que platicar en serio con Aldo. Me preocupas, en verdad me preocupas... la fe no es buscar lo que otro te dice que está bien... para eso Dios nos dio el libre albedrío... es más, creo que también tú y yo debemos platicar más a fondo...

-Pero estarás de acuerdo que el pastor es un buen hombre...

-Francamente, sí. La revolcada de ayer lo demostró, y no por la respuesta, sino por la forma de presentarla y el final que eligió. Eso es un conciliador.

-Pues creo que encontraste la horma de tu zapato...

-Buen día... dijo Julián que salía al jardín en ese momento.

-Viejo ladino... y me dejaste solo...

-Y tú qué dijiste... este viejito menso ya se metió para que se lo suenen también, no?

Los tres rieron abiertamente. Lourdes se quedó viendo a su hermano. Jamás le había visto perder el control así. Lo había visto enojado muchas veces, pero nunca como el día anterior. Con todo, admiraba su forma de ser.

 

La mañana fue utilizada por los visitantes para seguir haciendo turismo. Cholula fue ahora el sitio elegido para recorrer. A Julián y su hermana Lucía se agregaron Norma, Jazmín, Niza y sus hijos Azuani y Fidelito.

La hija mayor de Ricardo se había ofrecido a llevarles en su camioneta. Ella recordaba cómo hablaba su padre de Cholula, uno de los centros ceremoniales más importantes de la época precolombina, y en la que los españoles se dieron el lujo de construir una iglesia sobre cada templo derribado. De ahí que fuera una realidad absoluta la conseja popular que contaba que Cholula era la ciudad de las 365 iglesias... las había... y hasta más! Además, en esa pequeña población, años atrás, cuando la propia Niza era una bebé, Ricardo había sido Comandante del Internado del Pentathlón Militar que albergara a cerca de medio centenar de hijos de funcionarios de la Presidencia de la República.

 

 

Entrada la tarde, mientras Julián y Ricardo se tomaban un café más en la cocina, Lourdes apresuraba a todos a tomar su lugar para iniciar la sesión del día. El público sumaba ya un poco más del centenar de familiares y amigos.

Aldo entró familiarmente directo a la cocina, saludando al escritor y el sacerdote.

-Hola, buenas tardes... cómo anda la adrenalina?

-Hola, contestó medio burlón el cura.

-Buenas tardes Hermano Aldo, saludó medio tímido Ricardo.

-Aldo... sólo Aldo... por favor. Ya habíamos quedado, no? Cómo están?

-Bien gracias... ya listos para iniciar.

-Bueno, pues me adelanto mientras terminan su café. Quiero saludar a Lourdes y a su mamá...

-Pasa... pasa... estás en tu casa, replicó el escritor que, tras dejar que Aldo se perdiera de vista, agregó: Cómo ves al angelito?

-Tu hermana tiene razón....

-En qué?

-En te encontraste con la horma de tu zapato...! señaló Julián levantándose de inmediato de su silla y simulando que huía.

-Vas a ver viejo canijo...! amenazó el escritor siguiendo el juego.

 

-Buenas tardes a todos...

-Buenas... corearon los asistentes.

-Como tenemo pocos días, y ya nos hemos desviado, entraremos hoy de lleno a la vida de nuestro beato Sebastián de Aparicio.

Gaspar Calvo Moralejo, un fraile franciscano, Presidente de la Pontificia Academia Mariana Internacional de Roma; Académico Supernumerario de la Real Academia de Doctores de España y Rector de la Iglesia de San Pedro in Montorio de Roma, nacido en Zamora, España, en 1930 y ordenado sacerdote en 1953, es autor de varias obras relacionada con la vida y obra de Sebastián, entre las que se encuentran Un Ourensan en Mexico y Emigrante... hay camino: Sebastián de Aparicio, publicadas en 1992 y 1973, respectivamente.

Hay otros autores, pero los pocos existentes basan su obra en los datos alcanzados por el padre Calvo Moralejo, siendo muchas de ellas, incluso, simples repeticiones.

Dada la parquedad de información que al respecto existe, y que los interesados en promover la causa de Sebastián son los menos interesados en enriquecer la información biográfica del beato, basaremos nuestra charla en los datos y relatos publicados por el padre Calvo, a quien pedimos su permiso tardío y su perdón inminente, dada la nobleza del fin.

Cuenta el padre Gaspar que en los albores del siglo XVI, el 20 de enero de 1502, nace en La Gudiña, Orense, el tercer hijo de Juan Aparicio y Teresa Prado. En aquel hogar campesino se recibe con alborozo la llegada de un varón, después de dos niñas. En la casa había un hombre más para el trabajo. En la iglesia parroquial de San Martín, con el bautismo, recibe el recién nacido el nombre de Sebastián.

Organizado en ocho parroquias por las que discurre una densa red fluvial, este municipio de tierras cerealistas forma parte de la Terra das Frieiras. Destaca, sobre todo, su bello paisaje en el que se aúnan la montaña y bellos parajes, como el área recreativa y de descanso de Buelle, en medio de un espléndido pinar. Aquí se encuentra el embalse de As Portas, segundo de Galicia por la cantidad de agua y primero por la altura de la presa. Entre sus diversas iglesias y capillas sobresalen dos: la iglesia de San Martiño, que es donde se bautiza a Sebastián, y la de San Pedro, ambas en La Gudiña. Sus fiestas son, generalmente, de carácter gastronómico.

Aunque se cuenta con muy poca información sobre su niñez, los primeros años del pequeño son como los de un niño cualquiera. En una familia labradora, o campesina como le decimos aquí, por tierras de La Gudiña, no podía ser de otro modo, asegura Calvo Moralejo. Con emoción, escucharon los felices padres, Juan y Teresa, las primeras palabras balbucientes de su hijo. Ellos protegieron sus torpes pasos iniciales y lo levantaron amorosos en sus primeras caídas. De ellos aprendía el niño las oraciones que jamás olvidaría. Sebastián era el embeleso de toda la familia.

Teresa estaba siempre preocupada de su pequeño. Cuando salía al campo en la sementera, Sebastián, bajo la mirada cariñosa y solícita de su madre, jugueteaba al sol sobre una manta tendida en el suelo, mientras el viejo arado romano removía la tierra fecunda. Ya mayorcito correteaba entre las ovejas, espantaba a las cabras o perseguía a las alborotadoras gallinas. Era ya todo un hombre a sus diez años, llevando hacia el prado de hierba jugosa «as vaquiñas marelas» que rumian su mansedumbre por los senderos. También jugaba y tiraba piedras a los pájaros como los otros muchachos, y corría hacia la iglesia cuando tocaban las campanas y se cansaba de estar formalito durante el rezo del rosario.

Para los campesinos de entonces la escuela era un lujo desconocido. Eran muy pocos los que sabían leer y escribir. Sebastián, no es extraño, tampoco supo leer ni escribir. Aprendía de memoria las enseñanzas de sus padres, que le contaban la historia sagrada y le hacían repetir el Credo, los Mandamientos, el Padrenuestro o el Avemaría. De ellos aprendió también a temer, amar y servir a Dios, nuestro Padre. Era lo mejor que ellos sabían, las enseñanzas de su propia fe, que los felices padres, Juan y Teresa, enseñaban a su pequeño con sus palabras y con el ejemplo de su vida.

-Oye tío, intervino Adriana, siempre que hablan de algún santo cuentan que desde niño fue piadoso, que iba a la iglesia, que se comportaba muy bien... pero de Sebastián yo tengo entendido lo contrario, que era un bebedor, mujeriego, pachanguero hasta decir basta...

-Bueno, te diré con permiso de Sebastián que quizá tengas razón en parte. Es decir, ante la falta de información fidedigna de una niñez que se escapa en el tiempo, el Padre Calvo Moralejo bien pudo caer en el romanticismo religioso al sentir, y pensar, en un Sebastián fervoroso desde esa corta edad; sin embargo, y te lo digo como historiador, esas etapas obscuras se intentan recrear en base a las costumbres generales de la sociedad de la época y la región. Así, debemos comprender que en la campiña española -en este caso- falta de diversiones o distractores mayores, encontraban en la salida a la iglesia a más del rompimiento de la monotonía hogareña, la oportunidad de convivir con otras familias de su comunidad. De ahí que la religiosidad era tan observada al interior del hogar, independientemente de que la fe o la creencia hiciese nido en sus almas.

Así las cosas, es natural que pensemos -y de igual forma el Padre Calvo- que, debido y conforme a esto, Sebastián de ellos aprendió también a temer, amar y servir a Dios, nuestro Padre. Era lo mejor que ellos sabían, las enseñanzas de su propia fe, que los felices padres, Juan y Teresa, enseñaban a su pequeño con sus palabras y con el ejemplo de su vida.

Aprendió también pronto Sebastián a uncir las vacas al carro, segar la hierba, formando con ella los típicos palleiros gallegos, rozar el monte, cortando el tojo para cama del ganado, arreglar una azada o afilar las hoces, podar o hacer un injerto. Con unos maestros como sus padres, tuvo Sebastián buena escuela para adiestrarse en su oficio de labrador.

Y ya que hablamos del romanticismo narrativo, son, a más de interesantes, literariamente hermosos, algunos párrafos de Calvo Moralejo, como el que sigue: Al amor de a lareira, el hogar inolvidable e imprescindible para el campesino gallego, donde siempre espera la olla del sabroso caldo, aprendía también Sebastián las lecciones de honradez y trabajo, el ejemplo de una vida cristiana, el rezo del Rosario a la Virgen, que jamás olvidaría. En las frías y largas noches del invierno había más tiempo para aprender esas inolvidables lecciones. Era una continua sementera en aquel corazoncito inocente que daría abundante fruto en un otoño todavía lejano.

Al igual que todos los muchachos de su edad, en los sufridos jumentos que pastan tranquilos en la pradera, haría sus primeras piruetas practicando la equitación. Más de una vez daría, sin duda, con su cuerpo en tierra; y tendría que dolerse de las contusiones recibidas. Era imperdonable que un muchacho campesino no supiese cabalgar, aunque el aprendizaje fuese en ocasiones doloroso. Sebastián, entre bromas y veras, iba aprendiendo poco a poco lo que sería fundamental en su vida.

No todo en la casa de los Aparicio era tranquilidad. Había también la preocupación constante de una incierta cosecha; la zozobra por si se lograrían los cabritos o el ternerillo, que con impaciencia se esperaban; o si el valor de los frutos de la cosecha en la feria vecina sería suficiente.

Por si fuera poco, un día el dolor conmueve lo más íntimo de aquel hogar campesino. Sebastián está enfermo. La peste bubónica ha hecho presa en su cuerpo adolescente. A sus pocos años no tiene Sebastián esperanza de vida. Está herido de muerte. Para evitar el contagio hay que alejar al enfermo del poblado y dejarlo en la soledad del campo. En una especie de choza solitaria en el monte es abandonado Sebastián a su propia suerte. Que Dios vele por él.

-Oye tío, y porqué lo abandonaron? porqué no llamaron a un médico? cuestionó inocente Alexis, hijo de Amira, la hermana menor de Ricardo.

-Porque no había médicos como ahora. Si bien la medicina ya estaba instituida como tal, los médicos era escasos y, de preferencia, habitaban en los grandes centros poblacionales al servicio de los económicamente poderosos.

-Como siempre, reclamó Daniel, el hijo de Graciela, otra de las hermanas del escritor.

-Pero no sólo era la falta de médicos. En cada comunidad había siempre alguien que sabía, por experiencia propia, de curaciones. Los curanderos, o curanderas, como en todo el mundo, mezclaban la superstición con la ciencia empírica de que gozaban y de ahí venían muchas costumbres que ahora podemos considerar bárbaras.

Por otra parte, debemos recordar que la peste bubónica no tenía cura y ya había diezmado a cientos de poblaciones a lo largo y ancho del mundo.

Es duro, sobre todo para una madre, tener que tomar esta medida. Teresa tiene que hacerlo. Son las exigencias sanitarias de aquella época. No hay otro remedio que aceptarlas, por dolorosas que sean. Con lágrimas y suspiros deja entre aquellas paredes destartaladas a su Sebastián, quemado por la fiebre y mordido por el dolor. En una yacija de paja queda descansando su cuerpo.

Todos los días, para que no se muera de hambre, le lleva su madre desde el hogar el queso que ella elabora con maestría, un trozo de pan de centeno, leche espumosa y nutritiva, un poco de agua. El silencio y la soledad del pequeño enfermo es acompañada por el canto de algún pájaro, el chirriar de los carros cargados de hierba, el aullido de los lobos en las noches interminables, que sobrecogen de espanto su corazón, y la constante protección de Dios, que oye los ruegos del pequeño y la incesante oración de su madre.

Un día no responde Sebastián a su llamada. El corazón de Teresa late con violencia. Parece que la garganta se le anuda. Por un momento cruza su mente la idea de algo irreparable. Y entra decidida en la pobre estancia. Sebastián está inconsciente por la calentura. La madre, con la pesadumbre de su dolor y la amargura de sus pensamientos, tiene por fin que alejarse. En su mente no hay lugar para otra idea: tal vez mañana cuando vuelva...

La puerta de la casucha donde yace Sebastián ha quedado entreabierta. Un lobo de los que merodean por las escabrosidades montañosas de La Gudiña se acerca sigiloso en el silencio de la noche. El olor de la carne febricitante e infecta lo atrae de manera irresistible. Entra en la estancia. Olfatea con ansiedad su presa, y clava certeramente sus dientes vigorosos en el tumor maligno. Su lengua golosa se entretiene en lamer la herida purulenta. El animal se marcha satisfecho.

Al recordar Sebastián por la mañana lo que a veces le parece habrá sido una pesadilla, ha desaparecido la fiebre. Sebastián está curado. ¿Milagro? Providencia de Dios para con el pequeño.

A la mañana siguiente, alegría y sorpresa de la madre, cuando ve de nuevo a su hijo. En el cuerpo todavía maltrecho de Sebastián ha desaparecido la fiebre y el peligro de contagio. Entre asustada y feliz oye lo que su hijo le cuenta y regresa gozosa con el pequeño al hogar donde todos se felicitan.

En algo coincidieron los comentarios: Sebastián estaba destinado para algo grande.

Gracias por su paciencia, nos vemos mañana. Un beso a todos.

 

Mientras la palomilla se desperdigaba, Julián tomó del brazo a Ricardo y a Aldo y se encaminó a la cocina.

-Quién le sirve unos cafecitos a estos humildes siervos de Dios? reclamó juguetón.

-Tendré que ser yo, exclamó de inmediato Lourdes.

-Pues que sean varios más, dijo Norma entrando con Lucía.

-Yo ayudo, propuso Jazmín a la que siguieron Eva y Niza.

-Oye papá, preguntó ésta última, y en verdad se sufría en aquellas épocas, verdad?

-Yo creo que como en todo... las costumbres eran otras, pero el poder de adaptación del ser humano es asombroso.

-Bueno Ricardo pero no podrás negar que la falta de conocimientos, sobre todo en materia de medicina, negó el palio al dolor humano ante las enfermedades, afirmó Aldo.

-Pues yo me he preguntado muchas veces eso, y francamente la respuesta me aterra.

-Por qué?

-Mira, intervino Julián, nuestro amigo maneja una tesis con la que estoy totalmente de acuerdo: en los últimos cien años el hombre ha realizado una serie de descubrimientos científicos que, en vez de paliar el dolor humano, están acabando no sólo con su vida sino con la de toda la existencia sobre la tierra.

-A ver, a ver... cómo está eso? preguntó interesada Niza.

-Yo creo que muchas cosas de las modernas sólo han servido para anquilosar al ser humano. Ya no caminas, pues tienes el coche. Ya no buscas el campo para respirar aire fresco,pues tienes el aire acondicionado, sin contar con que cada compra que haces viene envuelta en una bolsa -o bolsas- de un material no reciclable que contamina al planeta a pasos agigantados...

-Bueno, eso lo sabemos muchos, pero y lo de la medicina?

-Es lo mismo... ahora tomas una pastilla para calmar un dolor de cabeza que te causó la que tomaste para remediar la gastritis que te originó una más ingerida para no sentir los efectos de la gripe. Y, lo curioso de todo, es que nos espanta que el cuerpo humano no tenga defensas... el famoso síndrome de inmunodeficiencia adquirida se le achaca al homosexualismo, sí, pero esa puede ser su forma de expansión, más no sus orígenes. Quién puede afirmar que está en un cuerpo que hemos acostumbrado a la comodidad obligándolo a abandonar la defensa de su propio organismo?

Si analizáramos cada uno de los inventos del hombre y pusiésemos en una balanza los pros y los contras generados con su descubrimiento, el noventa y nueve por ciento de todos ellos debieran ser borrados del mapa y retornar a lo natural. En la naturaleza misma están los satisfactores de la necesidad humana.

-Desde ese punto de vista... creo que tienes razón, aclaró Aldo pensativo.

-El hombre se mueve menos cada vez más. Vamos, ya ni siquiera se tiene que bajar a abrir las puertas de su casa para meter el auto, son eléctricas y a control remoto, lo mismo que la televisión, a la que puede cambiar canal cómodamente -pero también anquilosadamente- desde el mullido sillón desde el cual la contempla. Ya no tiene que cargar, las máquinas lo hacen; ya no tiene que subir escaleras, están los elevadores; ya no tiene que ir a ver al vecino o al familiar, simplemente le llama por teléfono. Las famosas casas inteligentes ya no dejan hacer nada, absolutamente nada a sus propietarios. Sin darnos cuenta, dentro de poco tiempo nos secaremos ante la inactividad, incluyendo al cerebro, que ya tiene quien piense por él.

Todos le escuchaban pensativos... y así se quedaron por largo rato.

 

 

 

Muy temprano, Ricardo recibió una llamada. Era Aldo que le pedía permitiera que un pequeño grupo de sus fieles asistiésen a las charlas.

-Si se acomodan, porque ya ves tú la cantidad de familiares que vienen, con mucho gusto. No hay problema.

-Y ahora? Quiénes vienen? preguntó Norma.

-Un grupo de feligreses de Aldo...

-Llegó la caballería ligera... musitó Julián.

-Porqué la caballería ligera? cuestionó Jazmín intrigada.

-Es una forma de decir que Aldo busca refuerzos para preparar un ataque sorpresivo... contestó semi jocoso el sacerdote.

-Pues les partimos su madre...! exclamó alebrestado Fidel, el esposo de Niza que había llegado con ella y sus hijos a desayunar.

-Orale! dijo Azuani.

-No hijo, si no estamos hablando de golpes... rio satisfecho el escritor ante la defensa de su yerno. Es, en sentido figurado, el que haya alguien que, cuando Aldo diga algo, lo apoye.

-Ahhh... entonces como quien dice se buscó su porra, no?

-Así es...

-Cuidado, dijo medio serio Julián, eso quiere decir que va a abrir la boca...

-No hay problema... tendrá su respuesta, aseguró el escritor.

 

-Sebastián ha empezado a ejercitarse en el trabajo, dijo Ricardo al iniciar el relato de esa tarde. Su quehacer de labrador, bajo las enseñanzas de sus padres, va aumentando cada día. Ya sabe ordeñar las vacas, atender al ganado y conocer las ordinarias dolencias de los animales. Ara con la yunta de vacas y carga el carro con la hierba jugosa que él mismo siega. Sabe levantar con piedras un cierre de una finca, o reparar las ruedas chirriantes del carro, que saltan torpes sobre los pedruscos del estrecho camino. Para ser labrador no hay sólo que conocer el campo y los animales; hay que ser veterinario y herrero, carpintero y albañil.

Una tradición oral que llega hasta nuestros días recuerda que Sebastián estuvo de jornalero en una casa solariega de la vecina parroquia de Fumaces. Allí era más abundante el ganado caballar y vacuno. Atendiendo solícito a su cuidado crecía la experiencia de Sebastián, que le sería tan necesaria.

Los años mozos de Sebastián adquieren reciedumbre en el yunque del trabajo. En el hogar paterno aprende la honradez cada día y la obediencia amorosa a los mandamientos santos de Dios Nuestro Padre, que se graban profundamente en el corazón del joven, que ya sabe desde entonces que Dios es su mejor amigo.

Pero... dice la conseja que en el corazón de todo gallego hay siempre un afán de aventura. La emigración es su cauce y la morriña, su inseparable compañera. Sebastián también siente en su pecho joven la voz de este llamado. Y aquí está otra hermosísima descripción narrativa del padre Calvo Moralejo:

Hay que abrirse nuevos caminos y buscar la manera de ganar algún dinero, para mejorar la situación económica de sus padres y hermanas. Muchas veces lo ha pensado. Ir a la siega a Castilla le atrae. Pero más le fascina la ilusión de la joven América, ignota y lejana, donde las riquezas nunca se agotan con la fantasía.

Como tantos otros jóvenes vigorosos, hacia sus veinte años, rompe Sebastián los lazos del afecto que le ligan al hogar y a terriña. Las Portillas de la Canda y del Padornelo ya quedan a sus espaldas. Pasa por las zamoranas tierras de Sanabria, con el embrujo de su lago misterioso. Atraviesa la tierra del pan. Cruza el Duero, dejando a su margen derecha la amurallada y señorial Zamora. Y por las tierras del vino llega Sebastián a Salamanca.

No le atrae el señuelo de la vida estudiantil ni los afanes de la ciencia. Ignora entonces Sebastián hasta las primeras letras y ni siquiera sabe escribir su nombre. El busca trabajo al que está hecho. Quiere ganarse con honradez el pan de cada día, sin perder nunca de vista los consejos paternos: Vive como verdadero hijo de Dios; se trabajador y honrado. Para eso tiene Sebastián unos brazos vigorosos y una juventud pujante, que no conoce la fatiga. Y cuenta con su voluntad, que es incansable.

Mientras tanto, en América, el poderío azteca se forjaba gracias a las alianzas militares acordadas con los acolhuaques de Texcoco y con los tepanecas de Tlacopan. La configuración de esta triple alianza se consolidó alrededor de la segunda mitad del siglo XV, a sólo cincuenta o sesenta años de la irrupción española en México.

La expansión de los aztecas por el valle y su creciente influencia sobre la mayoría de los pueblos del área se debió a su compleja organización militar, al arrojo de sus guerreros y al apoyo en la Triple Alianza. Al mismo tiempo, dentro del territorio dominado por los aztecas se mantuvieron algunos enclaves independientes en constante pugna con los invasores. Es el caso de los otomíes y de los tlaxcaltecas que más tarde harían causa común con los españoles.

Hacia el año de 1519, la población indígena estimada para el Valle de México oscila entre los 5 y los 25 millones de habitantes. Estas cifras tan divergentes expresan la enorme dificultad que han tenido los investigadores para precisar la cantidad de habitantes del México precolombino. Sin embargo, nosotros estimamos que en ningún caso la población del imperio azteca puede haber sido inferior a los 7 millones de habitantes, tomando en cuenta que la capital Tenochtitlán llegó a albergar a unas 300.000 personas. Ello es doblemente impresionante si consideramos que la única ciudad europea que superaba los 100.000 habitantes en esa misma época fue Venecia.

La vida diaria de un azteca, independientemente de su posición social, estaba sujeta a los mandatos de sus dioses. Lo mágico-religioso y la existencia cotidiana formaban un conjunto inseparable que se manifestaba en todas las actividades desarrolladas por las personas. Así por ejemplo, la guerra siempre se hacía en nombre y con el apoyo del dios Huitzilopochtli; sin la presencia de la divinidad, la guerra perdía sentido y la muerte en combate era estéril. En cambio, morir en la guerra ritual significaba acceder a un mundo superior al amparo de los dioses. No obstante, de acuerdo con la mayoría de los especialistas en el tema, el pueblo azteca se caracterizaba por una suerte de pesimismo vital y una actitud resignada que contemplaba a los hombres como juguetes de los dioses. En virtud de ello, su vida era muy austera y se basaba en severas normas de convivencia.

La capital, Tenochtitlan, fue el centro de las actividades de los aztecas. Se accedía a ella por tres impresionantes calzadas que la comunicaban con las orillas del lago Texcoco. Estos verdaderos terraplenes de piedra y tierra se extendían por miles de metros, siendo la calzada de Iztapalapa la más larga con 11 kilómetros.

El centro de la ciudad poseía casi ochenta edificios entre los cuales destacaba el gigantesco templo dedicado a Quetzalcóatl con una base rectangular de 300 metros y una altura de 76 metros. Alrededor del centro se ubicaban las residencias de la nobleza y el mercado que, a la llegada de los españoles, mostraba una bullante actividad que involucraba a unas 40.000 personas equivalentes a la población de Sevilla en aquel entonces.

Mientras más se alejaba uno del centro, disminuían la calidad de las construcciones y la riqueza de sus moradores. En los contornos de la ciudad, por último, se encontraban las chozas de la mayor parte población.

 

Tras dejar familia y vivienda, el primer trabajo que encuentra Sebastián es en casa de una viuda joven, acaudalada y noble. Allí se coloca como criado. El espíritu servicial y trabajador del joven gallego, su diligencia en cumplir con el deber, lo apacible de su carácter complaciente, la melosidad inconfundible de su acento gallego y la buena planta del muchacho, ganan el corazón de su señora. Se enamora perdidamente de Sebastián. Sin embargo, ni sus miradas ardientes o sus palabras amorosas, ni sus argucias femeninas, pudieron vencer la integridad del buen mozo. El respetuoso afecto que le tenía a su ama no se abrasaba en fuego de pasión ni desenfreno que pudiera mancillar la limpidez de su alma. Supo ser hombre de temple. Vencer la pasión con la entereza. La fe que aprendió de sus padres y su conciencia rectamente formada, a cuyo dictamen se atenía caballerosamente, fue su mejor consejera. La huida de aquella situación difícil y comprometida fue su triunfo.

-Esa sí que se la crea Juan Diego, dijo con sonora carcajada Nacho, el eminente médico esposo de Judith. Figúrate, joven, fogoso, recién salidito de su casa... de seguro cayó en las garras de la mujer, pero que ni qué! Se callan las cosas por aquello de que ahora es santo, pero...

-Puede ser, reconoció Ricardo, sin embargo puedo decirte, por experiencia propia, que sí es posible. Ustedes, mis hermanos, me tienen por un mujeriego en mi juventud, no? Pues entérate de que también a mi, a mis dieciseis años, hubo alguien, casada y amiga de la casa, que me ofreció sus favores asegurando la mayor discreción -que le convenía a ella más que a mí- pero fue rechazada tajantemente. En el caso de Sebastián pudo haber sido por moral religiosa; en el mío, porque me pareció aberrante que una amiga de mi papá y de mis hermanas quisiera seducirme...

 -Quién fue? quién fue? preguntaron casi a coro jocosos los sobrinos.

-Ya murió, respetemos su memoria, contestó elusivo el escritor. Bien. Nuevamente Sebastián emprende viaje. Emigrante por los caminos de España busca el propio sustento y ayudar a los suyos. Honrado y trabajador, como sus padres le querían, sabe encauzar rectamente su juventud por la senda del bien. En la oración pide al Señor fortaleza para ser dueño de sus actos y no juguete inconstante de ardientes pasiones. Sebastián es todo un carácter. Todo un hombre.

Y dice Calvo: Extremadura, la tierra de los Conquistadores, da un nuevo temple a su recio espíritu. En Zafra encuentra colocación al servicio de Pedro de Figueroa, pariente cercano del Duque de Feria. La atención de los animales y el transportar con ellos los paños desde un batán de su amo, eran su quehacer de cada día. Sebastián se hacía querer por su docilidad, trabajo y buenos modos.

Era, además, naturalmente, uno de esos jóvenes con garra para el ligue, que fácilmente entusiasmaba a las jóvenes enamoradizas. Una de las hijas de su amo estaba coladita por él. Las sonrisas, los agasajos y regalillos frecuentes, las mil disculpas de hacérsele la encontradiza con pretextos insignificantes, eran otras tantas señales del amor que por él sentía. Un día la joven prepara con todo esmero y sigilo unos hojaldres para ofrecérselos a Sebastián. Cuando el mozo está acomodando los animales, al terminar la faena del día, se presenta ante él con la disculpa y el obsequio. Nuestro joven gallego, que no quiere entender tanta delicadeza, o que ve demasiado claro lo que aquello significa, dice que no está acostumbrado a tantas finuras. Sin más tira los hojaldres en el pesebre más cercano, donde los jumentos comían con avidez el último pienso de aquel día. Despechada la joven por este modo de proceder, y encendida por la cólera y la vergüenza, no pudo por menos de decir: Qué cierto es, Sebastián, que no se hizo la miel para la boca de asnos como tú. Y se marchó airada.

-Ahí está... también tenía su genio! exclamó Carlos.

-Claro que lo tenía! Yo quisiera que me dijeran qué gran hombre no tuvo su genio! Sobre todo ante el pavor que debe de haber sentido Sebastián al darse cuenta del atrevimiento de la muchacha, hija de su amo! Imaginen -pensado en las costumbres de aquella época- lo que significaba que un gañan jumentero aspirara siquiera a ver a una de las hijas del amo... no! Cómo! Así es que debemos comprender un poco al muchacho que, al verse asediado a tal grado de descaro por la muchachita, respondiese de esa manera a fin de quitársela de encima de una vez por todas.

Tal vez el incidente animó a Sebastián a dejar este trabajo y marcharse hacia otras tierras. América era una idea que no le abandonaba.

Con su atillo al hombro se encamina hacia Sanlúcar de Barrameda. En Guadalcanal tendría que detenerse más de lo que hubiera querido. Unas fiebres malignas han hecho presa en su vigorosa salud. Tiene que guardar cama. Largos fueron aquellos días y muchas las mermas de sus ahorros. Recuperada la salud, prosigue su ruta aquel joven que naciese el mismo año en que Moctezuma Xocoyotzin subiera al trono de México.

Durante los años que transcurrieron desde su nacimiento hasta ese momento muchas cosas sucedieron en su entorno que tendrían relación con él años después.

Para empezar, cinco Papas suben al trono papal en ese lapso: Pío III un año después de que Sebastián nace; Julio II ese mismo año; diez años más tarde, cuando el jugaba con las vacas en la campiña, llega León X; en 1522 Adriano VI es entronado y, finalmente, un año más adelante, Clemente VII.

En su España querida se crea en 1503 la Casa de Contratación de Sevilla, y se establece el sistema de repartimiento de indios. Al año siguiente muere Isabel I de Castilla, tomando Fernando II la regencia hasta que es coronada Juana I; en 1506 muere Cristobal Colón en Valladolid y Felipe I El Hermoso ocupa la regencia; en 1507 aparece por primera vez el nombre de América en un mapa mundi; en 1508, Hernán Cortés sale de Medellín hacia las Indias; en 1512 se crea el Consejo de Indias de España; en 1516 muere Fernando II y con él termina la dinastía Trastámara en España, dando inicio a la de los Habsburgo; ese mismo año, el obispo Cisneros da permiso de llevar esclavos negros de África a las indias; para 1517 sube al trono Carlos I de España y V de Alemania, "el César", que otorga licencias para llevar 4000 esclavos de África a las Indias y se otorgan facultades inquisitoriales a obispos y provinciales de las órdenes religiosas católicas;

 

Más allá, cruzando el océano Atlántico, en 1511, se crea la Real Audiencia de Santo Domingo mientras Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar naufragan en las costas de Yucatán; un año después Vasco Nuñez de Balboa descubre el Océano Pacífico; en 1514 Diego Velázquez funda Santiago de Cuba; para 1517 Francisco Hernández de Córdoba llega a Cabo Catoche en la península de Yucatán; un año después se celebra la primera eucaristía católica en suelo mexicano en la expedición de Juan de Grijalva, en tanto que Fray Luis de la Mejorada y Fray Alonso de Ortega envían carta a Carlos I solicitando esclavos negros de las islas de cabo verde para Santo Domingo; Juan de Grijalva descubre la isla de Cozumel. En1519 Hernán Cortés llega a las costas de México y el cacique de Tabasco le regala 20 esclavas, entre ellas a "La Malinche". Se funda el ayuntamiento de Veracruz y nombra a Hernán Cortés Gobernador y Capitán General que llega, ese mismo año, a Tenochtitlan. En 1520 Cuitláhuac sube al trono Mexica, gobierna 80 horas, y muere por la viruela, subiendo Cuauhtémoc, que es quien enfrenta a los españoles. Un año más tarde, cae México-Tenochtitlan, sitiado por españoles y tlaxcaltecas, convirtiéndose Hernán Cortés en Gobernador y Capitán General de la Nueva España siendo ratificado por Carlos V en 1522, año en que se establece la primera inquisición en México. En1524 Fray Martín de Valencia llega con 11 misioneros franciscanos a evangelizar indígenas. Muere Cuauhtémoc asesinado en 1525 y en 1528 Fray Juan de Zumárraga es nombrado primer obispo de México.

Mientras Sebastián inicia sus andanzas, en América Fray Toribio de Benavente se avoca a la fundación, planeación y trazo de la Puebla de los Angeles, y la Virgen de Guadalupe escoge a México y a Juan Diego para manifestar su presencia y esencia.

En tan sólo 30 años de vida de Sebastián, el mundo ha cambiado por completo, como preparando el terreno, como esperando a que se decidiera.

Mientras el gusanito de América entra en sus venas, La Gudiña saluda con sus dos manos, los brazos muy en alto, a esa tierra prometida de los españoles, tierra de aventura y futuro para quien, como Sebastián, no se arredra ante lo imposible.

Ricardo cerró con cuidado la libreta en la que llevaba sus apuntes sobre la vida de Sebastián de Aparicio, dando por terminada la charla. Del fondo, un aplauso surgió, primero solitario, después, acompañado de otro y otros más, hasta que se hizo general.

Julián y Aldo se sumaron levantándose y aplaudiendo al narrador que, sin dejar correr más allá las cosas, tras agradecer con una leve inclinación de cabeza, se encaminó rápidamente al interior de la casa.

 

 

 

 

Ya todos desayunaban cuando Ricardo bajó. Desde hacía buen tiempo, a pesar de sus desvelos, se levantaba temprano, como antes, allá en los lejanos tiempos de su juventud.

-Buenos días a todos...

-Buenos días, corearon los presentes.

-Qué te pasó viejito? preguntó Carlos curioso.

-Me siento un poco cansado... pero nada más.

-Un café manito? invitó Lourdes.

-Sí, por favor...

-Oye, dijo cascabelero Julián, ayer te ganaste tus buenos aplausos...

-Tú crees...?

-Bueno, pues todos lo vieron...

-Ahora sí se te fue la liebre mi querido curita...

-Qué? cuestionó intrigado el sacerdote.

-No te diste cuenta de que quienes iniciaron los aplausos fueron los feligreses de Aldo?

-A poco?

-De verdad? preguntó a su vez asombrada Norma.

-Pude darme cuenta porque estaba de pie, y alcancé a ver a quien aplaudió primero...

-Y eso?... qué intenciones traerán? inquirió Riqui.

-No lo sé, pero hay que estar con los ojos bien abiertos...

-Bueno... a otra cosa mariposa, exclamó Jazmín. Me habló Normita, que se vienen a las once. Que si les pueden dar hospedaje porque le dieron unos días a Adolfo y quieren estar en las pláticas de mi papá.

-Andale! Se amontona el público, señaló sonriente Evita.

-Pues ya saben que en la casa todo es colchón de pared a pared, así es que si se acomodan, que se hagan montoncito... indicó Doña Asunción.

-Déjales la recámara de Tere, añadió Lourdes. Ahí caben todos. Son cinco, verdad?

-Sí, aclaró Norma, son ella, Adolfo, Adolfito y las gemelas Estefanía y Amairany

-Quién quiere ir al centro? preguntó Julián.

-A dónde va Padre? indagó Ruth.

-Vamos al mero centro; queremos comprar otros dulces y recorrer lo que era el Mercado La Victoria.

-Vamos, yo voy a comprar un regalito para una bebé que quieren que apadrine mi marido.

-Y tienes coche? cuestionó el sacerdote.

-Sí padre, porqué?

-Pues para que nos lleves! exclamó triunfante.

 

Cerca de las dos de la tarde se escuchó un grito en la puerta:

-Ya llegaron los Aguilar!

Era Carlos, para variar, que imitaba el famoso grito con que se anunciaba una película allá por los años cincuentas y que narraba las peripecias de los hermanos Aguilar.

Norma bajó a recibir a su hija, mientras Jazmín le pedía las llaves de la recámara de Tere a su abuela. Teresa, la segunda de las hijas de Edmundo, había fallecido tras una vida entregada a la familia. Cuando Gabriela escuchó a Jazmín pedir las llaves, evocó aquellas palabras de su tío Ricardo ante la tumba.

Mis hermanas me han pedido que dé las gracias a todos Ustedes, pero antes quisiera dar la despedida a mi hermana Teresa.

"A dónde vas que más valgas..." era una frase que Teresa acostumbraba, heredada de mi padre, para despedir en tono de reclamo bromista a quien se marchaba. Muchos de ustedes podrán pensar, como alguna vez les escuchara decirlo, que Teresa no fue una mujer plena. Por qué? Porque nunca se casó? Porque nunca tuvo hijos? Que equivocados están. Teresa vivió su vida como cualquier otra mujer, pues también amó y fue amada; tuvo su decepción como muchos la hemos tenido. Pero no se arredró, aunque nunca volvió a buscar el amor. Adoptó como hijos a todos sus hermanos y sobrinos, a su padre mismo a quien cuidó hasta su partida.

Todos y cada uno de nosotros recibimos de ella el consejo y el regaño, la llamada de atención y el consuelo, porque todos la aceptamos como confidente. Y para todos tuvo una palabra de aliento, el apoyo necesario, o el reclamo que salía de su enojo. Su cara agria, naturaleza propia, se suavizaba cuando regañaba e incluso usaba la ironía tratando de no lastimar en su reclamo. Decía alguno que vivía enojada, que siempre peleaba, sin comprender siquiera que no era otra cosa que su seriedad acicateada por la preocupación que, valerosamente, siempre supo guardar en el alma.

Teresa no fue una santa, pero tampoco fue común. Le faltó maldad para ser mala y le faltó bondad para ser buena, como grabo en alguno de mis poemas. Su gesto amargo se perdía en su ternura, porque Teresita fue tierna. Fue especial para su familia, tanto como para sus alumnos y compañeros de trabajo.

Pero, quién la escuchaba a ella? Nunca la oí quejarse. Sólo dos veces en su larga vida acudió a mi: la primera, cuando luchaba por el amor; la segunda no hace mucho, cuando me anunciaba que iría a Acapulco a estar conmigo unos días y que diversificaría su programa de visitas, que las haría a más gente, pero más espaciadas, "pues me siento un fardo que ya estorba" decía con lágrimas en los ojos. Ya imaginarán ustedes mi respuesta.

No, Teresa no estorbaba en parte alguna, se sabía ganar la compañía ya lavando trastes, ya acomodando algo mal puesto, pero siempre atenta a ser útil. Si alguien piensa lo contrario, bien puede retirarse en este momento porque no conoció a Teresa, a Teresita, que se supo ganar a pulso el cariñoso mote que le pusiera Edmundo, mi padre, nuestro padre: Teresita del Niño Jesús. Sé que me escucha pues está allá, donde están Mis Viejitos como les llamo a todos los que se nos han adelantado en la partida, mi Padre, el Tío Salvador, Enrique, el Tío Chucho, y mi abuela Isabel, a quienes dedico también uno de mis libros con ese título.

Adios Teresa, no sufrimos tu partida pues pronto te alcanzaremos. A todos Ustedes, que nos acompañan ahora a despedirla, gracias por su presencia en nombre de toda la familia. Que Dios los acompañe como estoy seguro lo hace con Teresita.

 

 

Ricardo vio que Julián le dijo algo a Aldo en el momento en que éste llegara pero, como ya se dirigía a su puesto frente a todos sus escuchas, no preguntó nada.

-Tan grande es la familia, sea de nexo consanguíneo o directo, sea por afinidad política, que bien podríamos presentar a alguien todos los días y no acabaríamos nunca. Me agrada, me agrada mucho ver que el ambiente en que ustedes han crecido, los sobrinos, los hijos de mis hermanos y hermanas, no ha permitido cerrarse a la relación social. Prueba de ello es el disco compacto realizado por Hector, hijo de Yola y Ati, en que incluye a algunas parejas aún no formales, pero que forman ya parte de la familia, como él dice, aunque aquí, entre paréntesis, le digo igualmente que se le han olvidado algunos otros igual de importantes.

Quise hacer esta introducción porque quiero presentarles a Ustedes a Normita, su esposo Adolfo, y sus hijos Adolfito, Estefanía y Amairany que, si bien es cierto que no llevan un nexo consanguíneo directo, son para mi mi yerno, una más de mis hijas y mis nietos, por el simple hecho, primero, de ser hija de Norma, mi adorada esposa, y segundo, por el cariño que nos hemos acostumbrado a brindar mutuamente.

Quiero que les den la bienvenida, una bienvenida calurosa, pues yo más que nadie puedo decirles lo espantoso que se siente el ser tratado con indiferencia, y a veces hasta con desprecio, por una familia a la que arribamos con una nueva relación.

Mientras Normita y su familia se levantaban para ser reconocidos, todos les aplaudieron con cariño, saludándoles de mano los más cercanos.

-Ahora sí, continuemos con nuestra narración. Les recuerdo que los datos referentes directamente a la vida de Sebastián de Aparicio los he tomado del trabajo del Padre Gaspar Calvo Moralejo.

San Lúcar de Barrameda era la salida obligada para las tierras del Nuevo Continente. Allí fue Sebastián buscando trabajo y la oportunidad de poder embarcarse. Un amo lo recibe a su servicio. En las faenas del campo, que tan bien conoce, va pasando los días. Pero el salario es escaso. Así no le era posible realizar sus deseos: enviar algún dinero para sus hermanas y emprender el viaje a América. Nuevamente a buscar trabajo. Otro acaudalado labrador lo recibe a su servicio. Siete años sirvió Sebastián en la nueva casa. Las cosechas parecían multiplicarse desde que Sebastián se hizo cargo de la hacienda. Trabajaba y sabía trabajar. Era un regalo para la vista ver unas viñas tan cuidadas y unos campos de mieses tan bien atendidos. Otra vez y siempre se hace realidad que el trabajo es un tesoro para los hombres.

La penuria económica de Sebastián se fue recobrando. El amo sabía corresponder a la fidelidad y al trabajo del honrado gallego aumentándole el salario y dejándole, como una participación en beneficios, la explotación de unas tierras a su favor. Las pocas exigencias de su vida y el espíritu de ahorro de que estaba animado, hacen que Sebastián pueda ver cumplidos sus deseos. Sus hermanas han recibido ya la dote que Sebastián les había enviado para su matrimonio.

Como hombre tiene también Sebastián sus dificultades. Hay dos mujeres que intentan cambiar el rumbo de su vida. Un hombre trabajador y honrado como él nunca sería mal partido. Supo Sebastián mantenerse firme en la nobleza de sus pensamientos. Y ante la facilidad que le brindaban al pecado y la incitación descarada que le hacían, recordó que el hombre es más hombre cuanto más domina sus instintos. Su dignidad de cristiano está por encima de toda clase de bajezas. En la oración y en el apartarse de las ocasiones con valentía logra la victoria.

El puerto de San Lúcar de Barrameda era hervidero de gentes que iban o llegaban del Nuevo Mundo. Las noticias de los grandes tesoros, de las cosas más incomprensibles y de las aventuras más fantásticas eran conversación obligada que marcaba el ambiente propio de aquel puerto. Todos se sentían conquistadores o encomenderos. También Sebastián se dejó llevar algunas veces por la fantasía. Y cuando sus ahorros se lo permiten empieza a preparar su pasaje. El amo quiere retenerlo consigo. Le ofrece doblar el sueldo que le daba. Pero Sebastián ya lo ha decidido. Se marchará a Méjico, a ese México, así, con “j”, tierra de promesas y bendiciones.

La ilusión de América abrasó el corazón de millares de españoles. Aventureros, soldados, mercaderes, labradores, misioneros, salían frecuentemente del puerto de San Lúcar de Barrameda. Las naves, en meses de navegación, zozobra y molestias, surcaban constantemente los mares. Los Reyes de España daban normas, no siempre atendidas, para encauzar provechosamente esa riada humana. Tuvieron que limitar y condicionar esas emigraciones para que España no se despoblase.

A la Nueva España que nacía más allá de la mar océano tienen que ir hombres ciertamente dispuestos a ganarse la vida, pero sin perjuicio del florecimiento de aquellas regiones y de sus habitantes. A todos los que partían se les ofrecen tierras, exención de impuestos, y otros beneficios; pero a la vez se les exige la inversión de una décima parte de todos sus ingresos en edificios, plantaciones, mejoras que les inviten a permanecer en aquellas tierras y que no puedan llevarse, si se marchan, pues quedarían en «ornato de aquella república y aprovechamiento de otros vecinos... sería causa del acrecentamiento de dicha población», como se dice en la Real Cédula de 16 de febrero de 1533, en defensa de los indios y de los intereses de aquellas tierras. Por la Casa de la Contratación tenían que pasar todos los emigrantes para América.

Desde fines del siglo XV quedó patente el hecho de que los españoles no tenían inclinación por el trabajo manual y que la mano de obra sería la indígena, a la que se sumaría luego la esclava. Se instituyó por esto el repartimiento, entregando grupos de naturales a los españoles para que les utilizaran en labores agrícolas o mineras. La acelerada disminución del número de amerindios por causas diversas, como el desarraigo familiar, el mismo trabajo, etc. aconsejó sustituir el repartimiento por la encomienda, vieja institución feudal que establecía la servidumbre a los señores a cambio de la protección a los siervos. En el caso americano, se entregaba una comunidad indígena a un español, que debía españolizarles y adoctrinarles en la fe, pagando un doctrinero.

-Que es eso de un doctrinero? preguntó Heidi.

-El responsable de impartir la doctrina de la nueva religión a los indios de esa encomienda. Por eso ven en las películas sobre el tema, o en los relatos relacionados, que en casa de cada encomendero había un fraile o sacerdote. Y es que es obvio. Quizá al principio la impartición de la doctrina en las encomiendas fue hecha por un lego, pero a la llegada y multiplicidad de frailes, fueron estos los mejor bienvenidos.

-Gracias tío...

-De nada hija. Los encomendados entregaban al encomendero un capital anual, el tributo en oro o en especie y un capital-trabajo. En ningún caso, el encomendero era propietario de la tierra donde vivían sus encomendados, que seguía siendo de la Corona y entregada en usufructo a la comunidad. Los encomenderos trataron de sacar el mayor rendimiento a los encomendados, manteniendo altos los tributos, pese a que disminuían los tributarios, y exigiéndoles trabajos adicionales, como labrar alguna parcela de maíz para sustento del señor e incluso prestaciones laborales en sus tierras particulares. Esto último era ilegal, pero solucionaba en parte el problema de la falta de mano de obra, cada vez más angustioso.

Volviendo a Calvo, dice: no pierdo la ilusión de poder encontrar algún dato que dé a conocer algo relacionado con el viaje de Sebastián al Nuevo Mundo. Sólo se sabe que en 1533 se hizo a la mar como un emigrante cualquiera.

Las incidencias del viaje no nos son conocidas. Serían, sin duda, las normales en aquellas travesías, incómodas e interminables. Tres meses de navegación -cuando menos- había que tenerlos como seguros. Los biógrafos más antiguos se complacen en recordar que Aparicio era el pasajero cumplidor ejemplar de todos sus deberes a bordo. Si Sebastián era un emigrante de tantos, bien a las claras aparece que no cualquier emigrante era como Sebastián.

El 21 de abril de 1519, Viernes Santo, desembarca Hernán Cortés en México y funda la Villa Rica de la Vera Cruz. Vincula en un solo nombre la riqueza de las nuevas tierras y la fe religiosa del Conquistador, que recordaba así tan solemne fecha. Veracruz sería el puerto principal de la Nueva España al que arribarían pléyades gloriosas de misioneros, legiones de soldados, mercaderes, emigrantes y aventureros. En aquel puerto desembarcaría también, un día hoy desconocido de 1533, como un emigrante más, Sebastián de Aparicio. Tal vez sería en el verano, si tenemos en cuenta lo que dice Fray Toribio de Benavente en 1540: Luego que desembarcan, que es de mayo hasta septiembre cuando vienen de Castilla.

Uno de los principales historiadores de México, el P. Cuevas, describe la llegada al puerto de Vera Cruz de toda aquella eterogénea turba de inmigrantes. Todos llegan mareados, lánguidos, destrozados, después de tres meses de navegación.

La inactividad obligada en los días siguientes al desembarco, la humedad del clima y el calor, las ansias de proseguir las aventuras hacia lo desconocido y de llegar a la misma antigua capital azteca, México, o las noticias que a Veracruz llegan de una nueva ciudad fundada precisamente para los emigrantes, hacen que muy pronto Sebastián dirija sus pasos hacia aquí, la bella ciudad de la Puebla de los Angeles.

Pausadamente, como el día anterior, Ricardo cerró su libreta de apuntes mientras observaba el fondo del jardín, donde se acomodaban los feligreses de Aldo.  Mas esta vez no empezaron ellos el aplauso, sino del mismo frente, de donde estaban sentados los sobrino-nietos, fue de donde brotó el barullo. No sólo fueron aplausos sino porras y gritos a favor del tío Ricardo.

El escritor, descontrolado, agradeció de nueva cuenta las manifestaciones de agrado y cariño y, tomando del brazo a Julián, invitó a Aldo a la cocina.

-Oye, no puedo dejar de preguntarte algo.

-Dime, con confianza...

-Tú les dijiste a tus gentes ayer que aplaudieran?

-No, te lo juro, fue algo espontáneo. Pero debo aclararte que tenemos la costumbre de que en nuestras celebraciones aplaudimos al terminar. Quizá por eso lo hicieron.

-Y ahora? Quién incitó a los chamacos a aplaudir?

-Oye! exclamó Norma medio extrañada. Te molestaron los aplausos de ayer o los de hoy?

-No... tanto como molestarme no, pero sí quiero saber a qué se debieron...

-Ayyyy, pobre incauto! dijo de pronto Julián.

-Porqué incauto? cuestionó medio molesto el escritor.

-En primera, porque no le das el valor que se merece a tu trabajo; en segunda, porque tu memoria es tan pequeña que sospecho que el alemán ese del Alzhaimer te anda correteando!

-Bueno... pero porqué?

-Pues que no recuerdas que allá en mi pueblo*, la mañana aquella en que hablaste a mi gente, también te aplaudieron cariñosamente? Bueno, pues debes aceptar que aquí está pasando lo mismo.

-Hummm...

-Permíteme decirte, con toda honestidad, que eres un buen charlista, pero además, como historiador, estás bien documentado. Eso lo reconoce la gente, lo admira y alaba. Deja la modestia a un lado, si me permites, señaló Aldo un poco cortado.

-Lo creeré y no... ya veremos... contestó el escritor todavía medio dudoso.

-Bueno! Y el cafecito? Hoy no hay? se lamentó Julián.

-Claro que hay padre Julián, contestó de inmediato Niza. Pero antes...

Un nuevo aplauso se dejó escuchar. Muchos de los sobrinos se habían acercado a la cocina al escuchar algo de acritud en la plática de sus mayores. El grupo, con todo y no haber rebasado las puertas, no era tan pequeño. Cuando menos una treintena de ellos estaba ahí. Con su aplauso, rubricaban el cariño que sentían por el viejo tío, sueño de todo sobrino, carcomido por las letras y fabricante de sueños, al que más de uno presumía y otros querían imitar.

Con las mismas, sin decir en lo particular algo, se fueron retirando. Ricardo no lo notaba bien. Algo hacía que su vista fuera borrosa en ese momento.

 

 

 

 

Julián tomó el toro por los cuernos y le preguntó abiertamente a Ricardo:

-Qué te pasa?... te siento agresivo, amargado...

-No sé, francamente... me encuentro nuevamente en esas temporaditas que me dan de inseguridad, temor, desconfianza...

-Esos... mi querido cuñado, son síntomas de depresión y la depresión la puede causar la hipertensión... dijo Ignacio entrando sorpresivamente a la cocina en que desayunaban solitarios Norma, el sacerdote y el escritor.

-Crees que tenga la presión alta? cuestionó preocupada Norma.

-Es lo más seguro, pero lo podemos comprobar fácilmente. Deja ir al auto por mi maletín... pásenlo a la sala...

-Ya vamos a empezar... protestó Ricardo.

-Pues empezamos! dijo enérgica Norma.

Julián asintió con la cabeza y ayudó a su amiga a levantar a Ricardo casi a la fuerza.

-Ya sabes que no me gustan los médicos... aunque sean mis cuñados...

-Y a mi no me gusta cómo te sientes... anda, deja de hacerte el remolón...

Nacho regresó de inmediato con su maletín. Recostó al escritor en el sofá de la sala y procedió a revisarlo mientras le preguntaba algunas cosas relacionadas con sus costumbres alimenticias.

-Si mal no recuerdo, desde que te dio la úlcera hace como treinta años...

-Cuarenta...

-Más a mi favor, cuarenta años... no debías tomar café, refrescos con gas, picantes y todo aquello que fuera irritante...

-Pues ya ves... el médico se equivocó... porque durante cuarenta años he tomado de todo, incluyendo los irritantes, y mi úlcera apenas me molesta de vez en cuando. No Nachito, si me muero, y lo he dicho siempre, será gozando de la vida a plenitud... lo que sí me gustaría es que, si en verdad estos son síntomas de alta presión, me la controlaras para no sentirme así. Me es muy molesto...

-Mira cuñado, la presión alta es uno de los primeros causales de muerte en México... y es algo tan sencillo de controlar, de cuidar...

-Y tengo la presión alta?

-Un poco más del promedio...

-No puede ser causada por la altura? Recuerda que Norma así sufre cuando venimos a México o Puebla...

-Pues ahora tú también... así es que a tomar tu pastillita diaria... y si te sigues sintiéndo mal, te tomas dos...

-Suspendemos las charlas? cuestionó Norma.

-Ah no...! Este desgraciado se muere, pero no nos deja picados... dijo jocoso el galeno...

Todos rieron de buena gana pues se dieron cuenta, por la broma de Nacho, que no había que temer por la salud del escritor.

-Entonces... arriba! deja de hacerte el enfermito, tramposo! y llévanos a visitar algún lugar interesante, clamó Julián al que rodeaban ya Niza, Jazmín, Lucía y Normita.

 

Más con el fin de distraer a Ricardo que en verdad pasear, Julián y Lucía le instaron a llevarles a conocer la Iglesia de Los Remedios, enclavada en la cúspide de las pirámide de Cholula como símbolo de preeminencia española sobre la fe mesoamericana.

Ellos, en la visita de unos días antes, no habían tenido tiempo de visitarla; Ricardo, tenía años de no estar ahí.

No subió, pues la caminata de subida es harto cansada, pero los demás sí. Entre todos, llevaban casi a remolque a Julián, con la complaciente mirada de Lucía, su hermana.

El paseo sirvió al escritor púes regresó de buen talante. Pasó al mercado a comprar barbacoa de borrego, quesos de cabra, pápalo quelite y aguacates para darse un gran atracón con su familia.

 

 

 

Norma le fue a despertar por la tarde para avisarle que ya estaban todos esperándole. Se lavó la cara, se peinó, y bajó con su libreta de apuntes en la mano.

-Fue fundador de esta ciudad de Puebla de Los Angeles Fray Toribio de Benavente, o Motolinía, como lo llamaban los naturales, admirados por su pobreza. Uno de los famosos franciscanos llamados Los Doce Apóstoles de Méjico, según nos cuenta Ramón Ezquerra, del directorio Franciscano.

El 16 de abril de 1531 comenzaba el trazado de la nueva población, dirigido por el infatigable Motolinía. El había dicho ahí la primera misa con que se inician los trabajos de explanación del terreno.

Los franciscanos habían sido los patrocinadores de esta idea. A su instancia, la Audiencia Real autoriza su edificación. La finalidad que se busca con ella es solucionar el grave problema de los emigrantes que llegaban a la Nueva España. Unos estaban a la espera de tener indios a su servicio como encomenderos, y nada hacían en espera de lucrarse sobradamente. Otros, con vagabundear de un sitio a otro, querían ocultar su pereza o el fracaso de su viaje. Muchos que hubiesen querido hacer la América sin dar golpe, andaban arrastrando las lacras de una vida ociosa, sin estabilidad ni ilusiones honradas. De ellos decía Fray Toribio de Benavente, en carta al Emperador Carlos V con fecha de 2 de enero de 1555: Mucha gente que hay ociosa, cuyo oficio es pensar y hacer mal que emigrase a otras tierras donde pudieran hacer algo de provecho.

Para todos estos emigrantes necesitados, para que hiciesen «algo de provecho» querían aquellos benditos franciscanos se estableciese la nueva ciudad, Puebla de los Angeles, entre Veracruz y México, en un lugar sano y fértil. Allí tendrían un hogar, trabajo abundante y remunerador con el laboreo de las tierras dadas a su servicio, y una vida ordenada como en cualquier ciudad de España. Allí podrían vivir cristianamente y ser ejemplo a los indios que se convertían a la fe y para los que quisieran convertirse y dejar su vida nómada y errante por las montañas y espesuras.

Estos eran los propósitos de los fundadores de Puebla. Y en verdad que quedaron cumplidos. Las cuarenta familias que allí se establecieron, como sucede en nuestros días en los poblados nuevos de colonización, tenían unas calles bien trazadas y unas casas acogedoras, campos de labor y medios de vida. Así tiene origen la actual Puebla de los Angeles en 1531.

En los años inmediatos a su fundación, en 1533, llega Sebastián de Aparicio a la ciudad de Puebla. Al no ser muchos todavía sus moradores, le fue fácil encontrar terreno para su cultivo.

Era Sebastián uno de los hombres más a propósito para los fines que se había fundado la ciudad, nos recuerda Calvo Moralejo. Un cristiano viejo, ferviente, sincero, y por eso trabajador y honrado. Sería sin duda un puntal excelente en aquella obra colonizadora y evangelizadora que hacían los misioneros franciscanos. Sabía conjugar admirablemente su piedad auténtica, el sentido religioso de su vida y el trabajo honrado. Era verdad lo que el mismo Sebastián diría en los últimos años de su vida: Siempre he trabajado por el amor de Dios. Fue un auténtico misionero seglar.

Sin duda le tocó pasar momentos difíciles. La misma Puebla pasó por horas de incertidumbre, ante el peligro de no poder subsistir como ciudad. Su fundador, Fray Toribio de Benavente, nos dice que estuvo esta ciudad tan desfavorecida, que estuvo para despoblarse, y ahora ha vuelto en sí y es la mejor ciudad que hay en toda la Nueva España después de Méjico. Esto lo escribe en 1540. También para esta fecha tenía nuestro Sebastián la satisfacción de ver cómo se afianzaba la ciudad y su vida en ella iba contribuyendo a que prosperase.

Las faenas del campo entretienen su actividad durante los primeros años. Pero un hombre práctico como él tenía otras iniciativas que le espoleaban constantemente. Pensaba en la mejora de su posición económica, en ayudar a los indios, en crear otras actividades que le fuesen beneficiosas y con las que pudiese ayudar a otros. Veía un gran campo abierto a su iniciativa que no podía dejar sin provecho.

Dos años después, en 1535, empezaría a poner en práctica sus nuevas y revolucionarias ideas.

Entre los animales importados de España y que, aclimatados a aquellas tierras, habían proliferado abundantemente, figuraba el ganado caballar y vacuno. De tal forma habían llegado a multiplicarse que, en muchos sitios, entre ellos Puebla, era ya ganado cimarrón, salvaje, el que antes había sido doméstico. Los naturales no los utilizaban en su servicio. La libertad y la abundancia de pastos influían notablemente en su multiplicación. Si alguna vez se sacrificaba alguna vaca era para aprovecharle la piel solamente, dejando su cuerpo en el campo, pasto de alimañas y aves de rapiña.

-Tánto así, tío? Porque ahora ya casi no hay ganado... sólo los chipileños se dedican a la ganadería... señaló Berenice.

-Cierto, prácticamente sólo en Chipilo encuentras vacas... confirmó Paola, la veterinaria.

-Por desgracia así es... Sebastián había contemplado muchas veces cómo los inquietos novillos correteaban por aquellas planicies o laderas sin que nadie se lo impidiese y sin que se les buscase utilidad alguna. Y pensó servirse de ellos para el campo. Había que ir en su busca.

Era interesante ver al valeroso y forzudo gallego perseguir y acorralar a los animales hasta llegar a apresarlos, logrando después domar su bravura domesticándolos. Sebastián iniciaba en México una nueva forma de trabajo.

Por entonces ya debió hacerse familiar la figura de Sebastián de Aparicio, jinete en su caballo, recorriendo sus milpas en promesa de cosecha abundante. Se le vio persiguiendo a los vigorosos novillos para lanzarles al galope el lazo que frenara su agilidad y bravura. Era, como alguien ha dicho, la floración primera del charro mejicano, su prototipo, cuya estampa vigorosa y simpática todavía perdura.

Pero el campo requería medios para el transporte de las cosechas, de la leña que se traía del monte. No podía hacerse todo a hombros de los indios. Por Puebla pasaban constantemente las recuas interminables, de las que también formaban parte los indios, llevando a México las mercancías desembarcadas en Veracruz. Para evitar el trabajo agotador de los nativos y buscando una manera más cómoda de transporte y con mayores beneficios, piensa Sebastián en las carretas tiradas por vacas tranquilas que recorren las quebradas tierras de su Gudiña natal en la inolvidable Galicia.

Se pone al habla con otro emigrante, gallego sin duda, carpintero de oficio, y forma con él una pequeña sociedad. Algún tiempo después, la primera carreta que rueda por tierras mexicanas lanza al aire el alegre chirrido de sus ejes. Si a mí me gusta que suenen, podía decir satisfecho. Era cosa admirable y nunca vista para los naturales de esta tierra.

El camino de México a Veracruz, abierto en 1522, no estaba previsto para el tráfico rodado que entonces allí se desconocía. Hay que adaptarlo a la nueva necesidad. Sebastián no se arredra. Solicita permiso de la Audiencia Real y pone manos a la obra. El mismo es ingeniero y contratista, peón y maestro que enseña a los que vienen buscando trabajo.

Cuando está en condiciones, empiezan sus carretas a transportar mercancías desde el puerto a la capital. Se organiza el primer transporte rodado en tierras de México, y quizá de toda América. Lleva en sus carretas el avituallamiento para las naos que parten hacia España, y como retorno, igual que en nuestros días, las mercancías que habían llegado a puerto.

En 1540, Fray Toribio de Benavente diría con alborozo que en Puebla había muchas carretas como en España transportando trigo, maíz, leña... y las que vienen del puerto traen mercaderías y a la vuelta llevan bastimentos y provisiones para los navíos.

El emigrante Aparicio es el primer transportista de México. Bien lo recuerdan ufanos los mexicanos de nuestros días.

-Ahora entiendo porqué es el patrón de los choferes también... comentó Heidi.

-Así es... Sebastián fue el primero en muchas cosas en México... fue el primer charro, el primer domador de reses, el primer constructor e introductor de carretas, el primer constructor y remodelador de carreteras... en fin... todo un innovador que no se paraba en pintas ante la posibilidad de desarrollar una de sus ideas...

-Oye abuelito, reclamó Azuani, cómo estuvo eso de que fue el primer charro mexicano?

-Bueno, la historia de la charrería es interesante, sobre todo porque va directamente relacionada con Sebastián... pero ya hablaremos de ella mañana... haremos un pequeño paréntesis para recordar el porqué estaba prohibido a los naturales, es decir, a los indios, montar a caballo...

-Qué!? exclamaron todos casi simultáneamente.

-A ver... a ver... con calma viejito, exigió Carlos. Quieres decir que los indígenas no podían usar los caballos?.... por qué?

-Bueno, esa historia será precisamente la que escucharemos mañana...

-No tío... no... cuenta... cuenta...

-No... me van a perdonar, pero ya es tarde y muchos de ustedes tienen que trabajar mañana... así es que... adiós! como dicen secamente en el programa de televisión....

Esta ocasión no fue el silencio el que imperó en la partida de los asistentes. Un murmullo de comentarios y preguntas sin respuesta reinó hasta que salió el último de ellos.

-Oye papá... porqué....?

-Hasta mañana...! dijo cortando la pregunta de Jazmín el escritor.

Aldo se rió, extendió la mano a Ricardo y simplemente recalcó:

-Hasta mañana...

Julián, que no se había levantado de su silla, veía con beneplácito la reacción de todos ante esa característica muy propia del escritor: saber en qué momento dejar la plática, despertando el interés del escucha por lo que continuase...

-Ya te sientes bien... dijo para sí refiriéndose a su amigo. Cuando menos, todo está tranquilo...

El sacerdote evocaba los problemas que en otras ocasiones habían surgido, como el fallecimiento de Lupita, o el de la mamá de Silvia, eventos en sí trágicos, pero que desencadenaron en finales felices, como la boda de Gloria, hermana de Silvia, con Fidel, homónimo del yerno de Ricardo y esposo de Niza.

Pensando pensando, el sacerdote se fue quedando dormido. Lucía, su hermana y fiel compañera, codeó ligeramente a Norma señalando con la mirada al medio del jardín. Esta última llamó a Normita y le pidió:

-Baja un cobertor de la recámara y tapa discretamente a Julián. Procura no despertarlo, pero tápalo porque ya está haciendo fresco.

 

 

 

 

 

 

Cuales crees tú que sean los motivos para que no se haya dado la canonización de Sebastián? preguntó Ricardo a Julián.

-La verdad no lo sé... qué te dijo el fraile encargado de la causa?

-Todo y nada... me da la impresión de que no existe mucho interés en lo que hacen... y conste... dije que sólo me da la impresión...

-Esa podría ser un motivo para la tardanza...

-Sí, pero no me gustaría -conociendo el intenso y profundo trabajo que significa todo esto- denigrar el esfuerzo que los franciscanos han puesto en ello.

-Y por qué tuviste esa impresión...

-Por la forma de recibirme... muy fría... casi indolente...

-Quieres que vayamos a visitarles de nueva cuenta? Quizá a un sacerdote no se le cierren tanto...

-No sería mala la idea...

 

 

Si de caballos se trata, inició Ricardo diciendo esa tarde, la historia de la charrería no podría relatarse sin la existencia de Sebastián de Aparicio. Va de cuento...

Cuando los conquistadores españoles desembarcaron con Cortés en México en 1519, traían consigo 14 caballos. Para la población indígena que nunca había visto antes al animal, caballo y jinete confundían en un solo ser; para los españoles en cambio, el noble bruto constituía un indispensable medio de transporte y conquista.

Con las huestes del extremeño llegaron 16 caballos que en Tabasco hicieron por primera vez su aparición bélica con pretales y cascabeles, mostrando el arte de montar a los aborígenes.

Por el lienzo de Tlaxcala, conocemos las 17 marcas de los hierros quemadores; además, se aprecian caballeros montados que llevan el muslo vertical y a partir de la rodilla la pierna se dobla hacia atrás, para conservar el contacto con el flanco del caballo.

Los caballos traían un arnés o armadura llamada barda; era de baqueta o de fierro o de ambas cosas, y les protegía cabeza, cuello, el pecho parte de las piernas y las ancas. Los caballeros portaban armadura, a veces mallas, yelmo y rodela.

La caballería fue un arma de gran provecho en la conquista, y aun muchos años después, exploraba e iba al descubierto a buen trecho de los infantes. Existen unos estribos, hallados en los médanos de Veracruz: son romos por la parte que roza la barriga del caballo, y hacia afuera y por debajo del pie llevan cuchillas, así se comprende por qué los jinetes también se defendían con los pies.

Hasta 1619, los caballos estaban prohibidos para los indígenas y los criollos, aunque fueran descendientes de reyes.

 Conocido es que la legislación europea fue inflexible para castigar a los infractores hasta con la pena de muerte.

-Con la pena de muerte?! Pero... por qué? preguntó Riqui.

-Por temor hijo, por temor. Si consideramos que el caballo había sido esencial en la conquista, debían de guardarse muy bien de que los indígenas aprendieran a montar y usaran a los animales como arma en contra de los propios españoles...

-Y porqué la prohibición abarcaba también a los criollos? cuestionó Mundo.

-Porque los españoles tenía recelo -en su momento- de que los criollos reclamaran la Nueva España como suya, como su tierra... lo que al final de cuentas vino a suceder a principios del siglo XIX... en 1810... cuando se buscó la independencia...

En 1619 , el virrey Luis de Tovar Godínez otorgó el primer permiso escrito para que 20 indígenas en la Hacienda de San Javier, en Pachuca, actual capital de Hidalgo, pudieran montar libremente caballos con silla, freno y espuelas. Las necesidades rurales variaron las circunstancias, pues se precisó de la ayuda de los aborígenes para la guerra y los servicios rurales.

Cuando los indios y los mestizos, al principio considerados bastardos, quedaron frente a los caballos y los bovinos tuvo lugar la más remota escena charra y cuando se integraron a las faenas campiranas, primero a pie y luego montados, ofrecieron el más antiguo cuadro de la charrería mexicana, que nació en forma modesta y con previo permiso oficial.

Con el tiempo, el jinete mexicano se haría famoso por su destreza como vaquero, pero hubo de pasar mucho tiempo para que formara parte de la civilización a caballo, ya que la discriminación racial retrasó el proceso; sin embargo, desde el siglo de la conquista, se reconoció en España la calidad de nuestros primeros jinetes.

Desde fechas tempranas del siglo XVI, en la Nueva España, hubo crianza de caballos, yeguas y bovinos. Cuando los conquistadores y después los colonizadores eventualmente perdieron sus monturas, en las empresas de conquista y pacificación, la caballada extraviada se reprodujo en las montañas, la selva y los campos de agostadero y nacieron buen número de potros y potrancas que los indios domaron y amansaron para su servicio. Por eso los fierros sirvieron para localizar los mostrencos y también para responsabilizar a los dueños por los destrozos y daños causados en sus campos por estos animales.

Pero nos estamos adelantando... Los indios y los mestizos tuvieron, como ya dijimos, impedimento expreso para montar a caballo: El indio, aun el descendiente de reyes, no podía ser caballero, pues sería enjuiciado bajo pena de muerte. En 1572, consignan la prohibición para que éstos anduvieran a caballo o en mula; todavía el 11 de enero de 1611, la legislación indiana estableció: no consientan que los indios traigan armas y anden a caballo.

En la vida práctica atendieron junto con los mestizos las necesidades rurales de las estancias ganaderas, de los criadores de vacas, yeguas, poseedores de su hierro marcador que estaban registrados en el ayuntamiento, y se conoce la lista de las primeras 24 personas dedicadas a estos menesteres, mismos que padecieron necesidad de pasturas y hierbas. Hubo entonces mucho trabajo para los herraderos; en un tiempo, incluso, fue más barato herrar con plata que con hierro, ya que este último era más caro por ser de importación. Cristóbal Ruíz está considerado por la historia como el primer herrador allá por 1525.

Al principio, los españoles les tramitaron a los indígenas los permisos requeridos para montar y para lo referente a su indumentaria. A partir de su miseria confeccionaron sus atuendos. Debemos recordar que desde la época precortesiana ya tejían telas de algodón; así, cuando conocieron la lana, usaron este material, lo mismo que las fibras de maguey, la lechuguilla o el algodón para hacer reatas y, poco a poco, todo fue tomando carácter y estilo; con pieles de venado confeccionaron prendas para protegerse sobre el caballo a realizar las faenas campiranas, y aprendieron a elaborar sus propios fustes en una época en que, inclusive, para los españoles era difícil la adquisición de equipos y clásicos de la jineta y arreos. Por eso hubo muchas mixtificaciones y un estilo peculiar para montar, enjaezar a los caballos y para ataviarse.

A Don Luis de Velasco I, los charros lo toman como el inventor de la silla vaquera y del freno mexicano.

Don Luis de Velasco I merece un espacio especial en este relato, porque con su sello gobernante (1550-1565) favoreció a los caballeros y dio auge a la cría de caballos; tal ambiente acusa a su época.

Suárez de Peralta, historiador contemporáneo, gran jinete y autor de un libro de equinos, narra que don Luis de Velasco I fue amante de los Indios y que tenía la mejor caballeriza de caballos... los mejores del mundo y muchos, y muy liberal de darlos a quien le parecía.

-Perdón por la ignorancia pero... quién fue Luis de Velasco...? preguntó tímidamente Daniel.

-Fue Virrey de la Nueva España. La gente de a caballo participaba en diversos actos solemnes, o simplemente montaba por gusto. Cuando la frecuencia de los alardes fue menguando, tomó gran forma y tradición el paseo del Pendón, para conmemorar el 13 de agosto, día de San Hipólito.

En aquella época con el virrey, todas las autoridades y religiosos desfilaban ostentando aparejos de lujo en las sillas de montar y en las espuelas, además de joyas, marchando desde los mejor ataviados hasta los viejos conquistadores con sus armaduras y yelmos aboyados, que por sí mismos aludían a todas las batallas en que habían participado. Al decaer este paseo, tomaron auge los juegos de cañas.

No había caballero que no se empeñara en participar en dichos juegos, cuyo desarrollo y lujo fue proverbial. Se celebraban para festejar la llegada de los virreyes, la dedicación de un templo, la jura de un monarca, los onomásticos de los principales, etc. se realizaban en la Plaza del Volador, donde se ponían graderías y cajones, adornados con ricas colgaduras del Oriente; los sirvientes llevaban las varas para "alancear" toros, y las cuadrillas de cuatro a diez caballeros hacían entradas y evolucionaban simulando combates, hacían alardes de habilidad y todo era digno de admiración.

En el siglo XVI, el virrey Velasco I emprendió la conquista de Querétaro, guerreando contra los chichimecas, y autorizó bestias y armas para dos caciques aliados que fueron los pioneros de la charrería: Nicolás Montañéz de San Luis, descendiente de nobles de Tula y Jilotepec. Asimismo, es importante el instructor portugués dominico, fray Pedro Barrientos, quien enseñó a los indios la cría y conservación de los caballos y el arte de dominarlos, montarlos y correrlos.

Pero a quien se reconoce como máximo profesor de equitación, es el beato Sebastián de Aparicio, considerado mentor en las labores del campo como la siembra y pizca, carga y desgrane de maíz, cosecha de trigo, frijol y tareas de riego, guía de los indígenas en la realización de las faenas de domesticación y aprovechamiento de las bestias en tiro, carga y después a la silla, instruyó a los arrieros, inventó una carreta tirada por dos bueyes para sustituir la carga de los naturales y enseñó a manejar una buena yunta.

Aparicio adquirió la hacienda de Careaga, como ya veremos más adelante, ubicada entre Azcapotzalco y Tlalnepantla y en ella se dedicó a la agricultura y a la ganadería, lo mismo que a enseñar a los aborígenes a sembrar maíz y trigo. Adiestró a estos a la doma de bovinos y, cautelosamente, en la de caballos, práctica o habilidad que era exclusiva para los españoles. Por esto, se le tiene como el verdadero precursor de la charrería, arte local que poco a poco se extendió desde la mesa central; principalmente del actual estado de Hidalgo, a los confines del Virreinato.

Los criadores de caballos que proveyeran a los expedicionarios fueron los que propiamente armaron el espacio o zona para que naciera la charrería.

Para fines del siglo XVIII, la Nueva España era francamente una tierra de jinetes y ya había aparecido el charro mexicano con sus propios rasgos.

Los charros fueron determinantes en la lucha para obtener la independencia política y después para mantenerla. A partir de 1810 son mexicanos patriotas y ya con derecho a tener caballos y ser caballeros, representaron el insuperable arma de la caballería, pues las cargas causan mucho daño y los equinos son insustituibles en los terrenos difíciles. Los charros que montan con galanura pueden penetrar en la montaña por los sitios más intrincados, por veredas o abriendo brechas y en la selva o por los breñales y mezquitales.

La monta en la silla mexicana, con reata, sarape y armas con tapaderas en los estribos, ofrece muchas ventajas en el terreno práctico; como también el llevar chaparreras. Esto cobra sentido si recordamos que el verdadero charro es quien jinetea, colea y laza pues la reata sirvió de arma adicional y brutal, para mantener al enemigo, para capturar cañones gringos, zuavos belgas y austriacos.

Desde la conquista, los indios conocieron las cargas de caballería con la lanza en ristre; pacificada la tierra, tanto los indios como los mestizos admiraron la monta, los juegos de cañas y las sortijas; y vieron "alancear" y "desjarretear" toros. Cuando fueron vaqueros y se improvisaron como charros, cuidaron el ganado menor y mayor y lo arriaron primero con garrochas de otate y después usando maravillosamente la reata.

-Oye tío... y porqué se les llamaba chinacos allá por la guerra de independencia a que te refieres? cuestionó Alethia.

-El indio llamó china a su mujer -recordando sobre todo a la China Poblana, llegada a Acapulco en la Nao de China- que ya para entonces era la imagen significante de la mujer provinciana mexicana; la china llamó a su hombre chinaco, y de ellos abundan cuadros con escenas costumbristas donde aparecen con su indumentaria, que varía según la época. La evolución de la vestimenta es esencial para la charrería, porque del calzón blanco se llegó al traje vaquero o campirano y de éste al de plateado, de chinaco, de rural y de charro, quien con la china poblana representa la esencia de lo mexicano.

-Abuelito... cuéntanos de la China Poblana... pidió Estefanía.

-Cuenta la leyenda que una princesa china llegó a la Nueva España en la nao de Filipinas; la dama, recordando su origen, confeccionaba sus trajes al estilo de su tierra, mismos que se copiaron; pasado el tiempo, acabó sus días en Puebla entregada a la Religión y en una total pobreza. Como se dedicó a hacer obras de caridad, fue muy querida por los poblanos de aquella época y sus restos, se dice, están sepultados en el Templo de la Compañía.

Las mujeres compraban en las ferias objetos y paño de seda provenientes de la nao de Filipinas, que luego cosían para usarlos como falda, sobre todo de colores rojo y verde, que combinaban con su blanca blusa, surgiendo así el típico traje de la china poblana.

Geográficamente los charros tienen una zona de influencia, pues este arte nació en los estados de Hidalgo y de México y se extendió a los limítrofes con el D.F. del Centro se desplazó hacia el Bajío y tomó sus características en Guanajuato, San Luis Potosí, Michoacán, Guerrero, Colima y especialmente en Jalisco, donde la indumentaria configuró al "típico" charro y a su "china poblana".

La Revolución Mexicana significó la lucha armada del ejército federal contra el pueblo mestizo, por lo general bien montado y convencido de su causa. Los charros "entrenados" en las faenas campiranas de los ranchos y de las haciendas como miembros de las defensas civiles, lucharon en los estados de Chihuahua, Durango y Coahuila, prestos a vencer al enemigo.

Los Rurales como corporación, dependieron en un principio de la Secretaría de Guerra (1861-1866) y posteriormente, hasta su disolución, de la Secretaría de Gobernación. Como voluntarios fueron leales, honrados y siempre prestaron un buen servicio y, como charros, fueron amantes del orden; se vestían con la clásica indumentaria y llevaban sombrero gris galoneado de plata; los jefes traían anchos galones. El general Francisco M. Ramírez. "príncipe de la charrería" que había peleado en las guerras de Reforma e Intervención, fue su último inspector general durante el porfirismo.

Sin minimizar la importancia de las infanterías y de la artillería, hay que reconocer que las batallas más espectaculares de la revolución las protagonizó con decisión y maña la gente montada, mostrando en sus acciones la destreza y el oficio campiranos, como ya lo habíamos visto aquí el 5 de mayo de 1862 ante la invasión francesa.

La revolución nos heredó magníficos jinetes. Todavía es notable la fuerza montada del ejército y, con ella, los charros que oficialmente están considerados reserva armada, razón que les autoriza concluir las paradas militares del 16 de septiembre.

La Charrería es la práctica de la equitación a la usanza nacional y de las diversas formas de jaripeo. Es una de las tradiciones más representativas de nuestra cultura; en ella se exalta el valor, la intrepidez y la hombría del charro; el brío y la estampa del caballo, enmarcados en una fiesta de música y color.

Todos los ejercicios charros que se practican en la actualidad tuvieron su origen en el campo, con las tareas de domesticación y crianza de ganado; es decir, se desarrollaron con la ganadería, que requería de la destreza y la valentía del hombre de campo para realizar los trabajos propios del oficio.

Al finalizar la Revolución los hacendados y la gente del campo se traslada a las ciudades extrañando las faenas campiranas buscando espacios para practicarlas.

De esta forma el 14 de Septiembre de 1919, nace en Guadalajara la Asociación de Charros de Jalisco y el 4 de Junio de 1920 la Nacional de Charros en la capital de la República, convirtiéndose en los semilleros de las asociaciones que poco a poco se crearon en toda la República Mexicana. Tal ha sido la presencia del charro mexicano como figura tradicional, que en 1931 el entonces presidente de la República Ing. Pascual Ortiz Rubio destinó el 14 de Septiembre como Día del Charro, en honor de la Asociación de Charros de Jalisco.

El año de 1933 el general Abelardo L. Rodríguez, emite un decreto presidencial, dando a la Charrería el título de único Deporte Nacional. Así mismo, ante el creciente número de asociaciones en todo el país, se forma la Federación Nacional de Charros para garantizar la práctica organizada de este deporte, que cuenta actualmente con colegio de jueces varonil y femenil, coordinación de locutores, delegada de escaramuzas, así como leyes, estatutos y reglamentos que rigen a los deportistas guardianes de esta tradición.

-Oye mano... interrumpió Lourdes... ahora que me acuerdo... creo que tú también le hiciste un tiempo a la charreada... no?

-Huuuuyy... pero hablas de hace medio siglo...

-Cuenta abuelito... cuenta... urgieron Fidelito, Estefanía y Amayrani.

-Bueno, en realidad fue por aquellas épocas en que ya vivía solo y regresara a Puebla. Un amigo me presentó al Dr. René Santillana, de muy gratos recuerdos y al que yo considero padre y protector de la charrería en Puebla y sus derredores, quien me invitó a formar parte de la Asociación. Yo no tenía caballo... ni forma de mantenerlo, para ser sinceros... pero él me ofreció uno, un negro tostado hermosísimo, y me enseñó las primeras suertes... aunque jamás fui miembro activo.

-Cuánto tiempo te dedicaste a la charrería? preguntó Norma.

-Unos cuatro o cinco años... fue de esas cosas que hice sólo para darme gusto... además, no había charros profesionales... jamás los ha habido con excepción de algunos cantantes, como Tony Aguilar... o Joan Sebastian... los demás son voluntarios, por gusto pues... pero ya alargamos la charla de hoy... así es que... hasta mañana jóvenes... y se dio media vuelta antes de que alguien abriera la boca, con el brazo derecho extendido a guisa de despedida.

 

 

 

 

Ricardo comentaba con Julián que Aldo se había mantenido al margen, que no había hecho observaciones o anotación alguna durante las charlas.

-Quieres que lo sondee? preguntó el sacerdote...

-Podrías hacerme el favor... no quiero estar con la tentación...

-Bueno... no te preocupes. Yo me encargo... por cierto... ni una sola observación tampoco ha salido de tus labios respecto al libro sobre Sebastián...

-No te pudiste aguantar...verdad viejito canijo?

-Ohhhh...

-Ahora eres tú el que no debe preocuparse... dile a nuestro querido arzobispo que también saldrá un libro sobre el beato... y no por ustedes....! entendido? advirtió más en tono de broma que de molestia.

 

 

-Ora viejito... a cumplir con sus obligaciones narraderas... dijo Carlos que ya se había tardado para urgir a su padre con la sorna de siempre.

-Buenas tardes a todos... recordando que Sebastián decide, asociado con otro inmigrante, fabricar carretas, debemos observar que no le fue mal con sus felices ocurrencias.

Su honradez a carta cabal y la fidelidad con que cumple los compromisos le hacen merecedor de la confianza que en él depositan sus clientes, cada vez más numerosos. Para poder atenderlos no le queda otra solución que aumentar sus carretas. El negocio de las carretas de Sebastián iba ciertamente sobre ruedas.

La ampliación de su industria de transporte y tal vez la perspectiva de nuevas posibilidades, hacia 1542, le animan a trasladarse a la misma capital del Virreinato. Uno de sus biógrafos, Sánchez Parejo, puntualiza que antes de poner en práctica esta decisión apartó la compañía que tenía hecha, es decir, deshizo la sociedad con su amigo el carpintero.

Sin duda que Sebastián de Aparicio tiene que estar incluido en el número de aquellos españoles de quienes Fray Toribio de Benavente escribiría al Emperador Carlos V, en 2 de enero de 1555: Acá hay muchos labradores y oficiales y otros muchos que por su industria y sudor tienen qué comer.

Son pocos los datos que hoy se poseen de las andanzas del emigrante gallego en su nuevo destino. Se pueden, no obstante, deducir fácilmente. Por aquellos años, el Real y Minas de Ntra. Sra. de los Remedios, en tierras de Zacatecas, crecía en importancia y nombradía por sus ricos yacimientos mineros, principalmente de plata. El transporte del precioso metal hasta la capital azteca, a lomos de jumentos, era por demás difícil y arriesgado. La falta de caminos y los frecuentes ataques de los chichimecas feroces, que se defendían de los conquistadores, hacían más arriesgada la aventura. Esto mismo debió ilusionar a Sebastián. Le hizo recordar sus primeros tiempos de Veracruz a Puebla, y decide poner de lleno manos a la obra.

Letona resume toda su actuación diciendo que se propuso abrir el camino hacia Zacatecas y que logró su intento. Las carretas de Sebastián comienzan a circular por la nueva ruta. Fue el mayor y mejor comercio del Reino.

El trazado del camino a Zacatecas no fue ciertamente nada fácil. Muchos dirían que era una temeridad su intento. Sebastián, con una cuerda osadía y con infinito trabajo, logra su propósito. Las ingentes dificultades de la arriesgada empresa se vencen con aquel su modo de ser humilde, constante, sufrido, alegre. Carga sobre sus hombros y su economía la responsabilidad de la obra. Siempre estaba en los sitios más difíciles por la dureza del trabajo o por la peligrosidad del mismo. El peligro no provenía solamente del complicado trazado y realización del camino. Era la tenaz oposición de los chichimecas no sólo a los conquistadores, sino también a los pioneros del progreso.

Sebastián había sabido granjearse el afecto de los indios. Y no los temía. Siempre los atendía con prodigalidad en lo que necesitasen. Entre el ganado de sus carretas nunca faltaba un novillo domado que regalarles, o abundancia de maíz o frijoles que ofrecerles. Los aceptaba también a trabajar bajo sus órdenes y enseñanza, pagándoles religiosamente. Cuidaba con afecto a quienes le servían. Cuando era necesario sabía interceder por los indios ante otros amos menos solícitos y arreglar las disensiones que entre ellos surgiesen.

Para los chichimecas, la presencia y el nombre de Sebastián era más que suficiente garantía de paz y honradez, de trato fraterno y de preocupación solícita. Los chichimecas amaban a Sebastián. Por eso lo ayudaron grandemente en las obras que realizaba. El camino de Zacatecas supo también del trabajo de los mismos indios a quienes pagaba con caritativa justicia. Así ponía en práctica las disposiciones de los monarcas españoles para el trato de los indios. Ellos también tenían para Sebastián detalles constantes de agradecimiento: Le traían frutos y otros regalillos, mostrándose deseosos de quererle servir y agradar.

En las carretas de Sebastián empezó a llegar un día a México la plata que se extraía de las minas de Zacatecas. Muchas veces hizo rendición de sus mercancías en la Casa de la Moneda, fundada en México en 1535. Y otras tantas veces se comprobó la honradez del carretero y la seguridad de poner en sus manos tan codicioso tesoro.

En uno de estos viajes llega Sebastián a México desde Santa María de Zacatecas con su valiosa carga. En la Plaza Mayor, como en cualquier mercado de nuestros días, los puestos de venta extienden sus mercancías sobre el suelo. Un cacharrero tiene expuesta su frágil mercancía esperando a los clientes. Las chirriantes melodías de los ejes de las carretas anuncian la llegaba de Sebastián. Los bueyes, de andar cansino, no ven obstáculo alguno en los puestos de la plaza. Y una de las carretas aplasta con su peso las vasijas de barro. Es una verdadera cacharrería la que se arma. Los gritos y denuestos del vendedor no hacen mella en el paso tranquilo de los bueyes. Aparicio, que iba en la última carreta, no se ha enterado del percance ocurrido. Al advertirlo trata de arreglar aquel desaguisado y pagar al irritado vendedor los destrozos ocasionados en sus mercancías. Pero éste no se aviene a razones. Gritos, insultos y amenazas se suceden sin fin. Con la espada en la mano desafía a Sebastián a que, si es hombre, mida con él sus fuerzas. Al no valer otras razones, muy tranquilo, Sebastián desenvaina también su espada. Y con repugnancia se apresta al singular combate.

Muy poco necesita Aparicio para dar pronto en tierra con el bravucón e irritable cacharrero. Pocas eran sus fuerzas y argucias para quien estaba acostumbrado a domar furiosos novillos. Rápidamente le ha puesto Sebastián la rodilla sobre el pecho. Con el pomo de su espada le hace unos breves ademanes en el rostro. ¿Quieres más todavía?, parece decirle. Acobardado, sobre el mismo polvo de su derrota y temiendo no sería fácil desentenderse de tan vigoroso contrincante, le pide que, por amor de Dios, le perdone. No quiere oír otra cosa. Se incorpora Sebastián, ayuda a levantarse al abatido cacharrero, le tiende su mano en señal de amistad y le dice bondadoso: De buen mediador te has valido.

Cuando muchos años después Aparicio recordaba este hecho, decía también que no había sentido el menor enojo por las injurias que le habían dirigido. Y que lo único que le disgustaba era haberle podido causar el menor daño a su enemigo.

Sebastián gozaba del merecido prestigio que su honradez sin tacha y su hombría de bien le granjeaban entre los españoles y los nativos. Para él todos eran igualmente hijos de Dios: hermanos a quienes había que ayudar siempre.

Por la plaza de México iba en una ocasión en que el alguacil llevaba preso a un pobre hombre. Debía tres mil pesos y no podía pagarlos. Pregunta Sebastián el porqué de la detención de aquel hombre, a quien conocía. El alguacil le indica el motivo, pero no se aviene a las palabras de Sebastián, que le ruega lo deje en libertad, afirmando que él pagará la deuda. El alguacil no quiere oír razones y no accede a sus deseos.

Providencialmente, acierta a pasar por allí el juez. Sebastián le pide clemencia y se ofrece a pagar la deuda de los tres mil pesos. El juez, que conoce su honradez, se fía de su palabra y ordena la libertad del preso. Poco después éste pagaba su deuda con el dinero que Sebastián le proporciona. Nunca Sebastián quiso recobrarlo. Se lo regaló para que atendiese a su mujer y a sus hijos.

Sebastián no conocía el ocio. Muchos eran sus trabajos; muchas fueron también sus ganancias. Aparicio, el Rico le llamaban, no sin motivo. De sus riquezas participaban siempre los indios y los necesitados. Hacerse el encontradizo con Sebastián, cuando iba con sus carretas, era cómodo medio de transporte. Siempre tenía sitio para el caminante de aquellas rutas solitarias y peligrosas. Y nunca faltaba un trozo de pan de maíz con que obsequiarlo.

Fue mucho lo que trabajó Sebastián en aquellos diez años. Los inconvenientes de la edad, que no se detiene, el desahogo de su posición económica y la nostalgia de una vida más tranquila y sosegada mueven al primer transportista mexicano a vender sus carretas. Dejará el transporte para volver de nuevo a la agricultura. Es en 1552 cuando vende su cuadrilla de carros. No fue mal negocio aquella venta.

Se dice fácil, pero durante diez años no sólo fabricó y vendió carretas, sino que también abrió carreteras y caminos por todo el bajío.

Norma misma no puede imaginarse que, en nuestras últimas vacaciones, en cada kilómetro recorrido, podía verse a Sebastián y a su gente desbrozando el campo, trazando la ruta, abriendo el paso por el que ella y nosotros viajábamos cómodamente.

Con el dinero que la venta de sus carretas le proporciona compra una hermosa heredad, la Hacienda de Careaga, a una legua de distancia de la ciudad de México. Está situada entre Tlalnepantla y Atzcapotzalco. Para el cultivo de tan gran propiedad necesitaba ganado abundante. A tal fin compra una hacienda ganadera en Chapultepec, a una media legua de distancia de México, y otra vez se hace labrador el que fuera transportista famoso.

Pronto las tierras de Sebastián pregonan el diligente cuidado de su dueño. Al adquirirlas ha cumplido las disposiciones dadas por los Reyes de España. Todos los españoles que llegaban a aquellas tierras tenían que invertir obligatoriamente una parte de sus ganancias en edificios, plantaciones, mejoras de los cultivos, etc. Algo que los obligase a permanecer allí con más estabilidad y fijeza, evitando así una movilidad excesiva. Y en caso de que se decidieran a marcharse, quedasen las tierras cultivadas en beneficio de la Nueva España.

Para estar más cerca de sus tierras y de sus ganados y mejor atenderlos, Sebastián abandona la ciudad. Establece su vivienda en Tlalnepantla por algunos años, la que todavía se conserva después de su muerte.

El hogar de Aparicio era la casa de todos. Refrigerio de sedientos, hartura de hambrientos, posada de peregrinos, alivio de caminantes, albergue y roca de los miserables indios, dice Sánchez Parejo.

Proporcionaba las semillas, los aperos de labranza, las parejas de bueyes, el dinero para atender a toda clase de necesidades. Enseñaba a trabajar las tierras y a hacer las siembras en el momento oportuno. Jamás acudió a los tribunales en defensa de sus intereses conculcados, ni reclamó sus derechos cuando fueron lesionados por alguien. Perdonó muchas veces a las viudas las deudas contraídas por sus esposos.

Era el consejero sensato y prudente, al que todos acudían confiados. El mejor vecino de todos los contornos. Enemigo de chismorreos y maledicencias. Amigo de sembrar la paz entre todos. Los indios a él acudían con una confianza sin límites. El era su mediador cuando querían librarse de injustas opresiones de amos desaprensivos. Tened, por Dios, lástima de estos pobres -decía-, que son antojadizos y no tienen más voluntad de servir que conforme los tratáis. Les daba trabajo en sus tierras, o procuraba que otros se lo proporcionasen. Siempre tenía la palabra sincera de la comprensión que necesitaban. Sebastián era su maestro en el cultivo del campo. Les enseñaba a preparar las sementeras y a segar las mieses; a trillar el trigo y aventar la paja; a seleccionar semillas o buscar el mejor mercado para vender sus productos.

También para ellos había siempre en casa de Aparicio el dinero necesario para las horas de escasez, sin los inconvenientes de la usura y sin el sonrojo de pedirlo como de limosna. Sus préstamos eran, con frecuencia, donación graciosa.

Su palabra era la mejor garantía en cualquiera de los muchos problemas que nunca faltan en la convivencia de cada día. Es respetado, querido y a veces, muchas veces mejor dicho, envidiado. La maledicencia llegó también a querer salpicarlo en ocasiones. Su conducta clara y transparente fue su mejor defensa.

-Eso dicen todavía... no? señaló Miguel. Que era un charro borracho, pendenciero, mujeriego y jugador...

-Como lo dicen de otros cuando éxito tienen... y ustedes bien saben de eso. En estas fechas, como en aquellas, el triunfador, el responsable, el hombre de éxito siempre es materia de envidia y recelo. Pero...

Pronto en el trabajo y siempre infatigable. Su vestido sencillo era como el de cualquier mexicano. Sabía, no obstante, vestir con distinción en ocasiones señaladas. Se conocía la austeridad monacal de su vida. Frugal comida, unas tortillas, mojadas en un poco de chile, la típica salsa, como cualquiera de los nativos. Los domingos y en las fiestas añadía un poco de carne cocida con sal. Para el sueño no conocía la cama. Tenía suficiente con una manta tendida en el suelo, o con un petate sobre el que recostaba su fatigado cuerpo. A veces pasaba la noche montado en su caballo recorriendo su heredad para protegerla de los animales nocivos. Más de una vez lo vieron dormido sobre la caballería, apoyado en la lanza que descansaba en el suelo. Aunque debemos reconocer que ni tanto que queme al santo... ni tanto que no le alumbre. quizá algunos de sus biógrafos exageran un poquitín en cuanto a sus bondades o formas de vida, como en esta última parte.

Los domingos eran días de descanso. Cumplidos sus deberes religiosos, se entretenía con los amigos jugando con gran maestría a la barra. No le gustaba la bebida. En su presencia nadie profería chocarrerías o blasfemias. Todos los días rezaba el Rosario en casa, siguiendo la piadosa costumbre de su hogar paterno. Con frecuencia invocaba la protección de Santiago Apóstol, cuyo sepulcro se venera en su Galicia inolvidable y de quien era sumamente devoto.

Su vida de trabajo no era consecuencia de un egoísmo desmedido, sino fruto de su íntimo convencimiento del deber que todo hombre tiene de trabajar y de hacer productivas las cualidades que Dios otorga. Cuanto mayor era el fruto de su trabajo, más abundante era su caridad sincera para todos los que por amor a Dios le pedían ayuda. En todo el tiempo que fue señor de carros y labranza no ganó cosa mal ganada, ni que le remordiese la conciencia a la restitución, recuerda Sánchez Parejo.

La forma de vida seguida por Aparicio fue constante; lo mismo cuando años después, a sus cincuenta y cinco de edad, se trasladó a vivir a Atzcapotzalco. La buena fama y prestigio de su nombre le acompañan. No faltó quien se alegrase de su venida contando participar de sus bienes.

Un hidalgo del país, más rico en pretensiones de nobleza que en abundancia de bienes de fortuna, pensó que el honrado labrador no sería mal partido para su hija. De esta forma volverían a unirse la nobleza del linaje con los bienes que escaseaban. Trató de granjearse la amistad del hacendado y hacendoso gallego. Un día, lo invita a pasar por su casa una tarde cualquiera. Quiere tratar con él un asunto que podría interesarle. Sebastián acepta. Es atendido con amabilidad estudiada. Como al acaso recae la conversación en lo que allí interesa. Le propone a Sebastián casarse con la hija, joven y agraciada, del hidalgo caballero. Decía no encontrar mejores manos que las de Sebastián para confiarle su orgullo de padre. Un poco aturdido por la inesperada propuesta, y sin perder la serenidad, declina la proposición que le hacen; pero a la vez pregunta por la dote que querían para la joven. Seiscientos pesos, le responde el padre, entre esperanzado y reticente. Pues esos mismos le doy yo para regalo de la joven -añade Sebastián-. Vayan a recogerlos a mi casa. Y cortó la conversación.

-Orale! Seiscientos pesos, que supongo era un titipuchal de lana en esa época, pagó por su propia libertad! exclamó entusiasmado Porfirio, al que de inmediato le dio un codazo sensiblero Amira.

-Oiga Don Ricardo, intervino Claudia, a mi también se me hace como que le exageran al decir que era muy bueno y que rezaba mucho y que.... tantas cosas...

-Puede ser; yo también, como hice notar hace un momento, siento que sus biógrafos quieren hacerlo santo desde su nacimiento, pero veo que... si bien no era un mal hombre, tampoco era el que pintan. Considero que la espiritualidad de Sebastián se despierta ante la muerte de sus esposas... que ya veremos más adelante... pero no antes. Quizá haya sido el hombron noble... ese que conocemos en todas partes como el niñote buenazo... me gusta más creerlo así... pero que, sin olvidar a Dios y las costumbres de la época, llevara una vida monacal como aseguran. En fin... yo, como siempre, sólo relato lo que existe, para que mis escuchas lo analicen, busquen más información si les interesa, y al final saquen sus propias conclusiones.... y con esto los dejo... gracias por escucharme y buenas noches... como mañana es domingo, nos vemos hasta el lunes por la tarde... déjenme descansar un día... gracias nuevamente...

El aplauso se volvió a escuchar. Sólo que esta vez Ricardo se esperó ahí, de pie, firme y sin moverse, para recibirlo con beneplácito.

Unos segundos después, se alejaba dejando que Julián platicara con Aldo. Fue a la cocina, y ni siquiera le dieron tiempo de pedir su cafecito. Ya estaba servido. Su hija Niza y su hermana Lourdes le esperaban muy quietecitas a la cabecera de la mesa.

Norma se les quedó viendo y soltó la risa. Jazmín y Fidel hicieron lo mismo.

-Oye mano... reclamó Lulú, mira a tu vieja y a tus hijos ehhh? Se están riendo de nosotras...

La que se dio cuenta de la pose que habían tomado fue Niza que, también riéndose dijo:

-Ya tía... pues es que nosotros fuimos las culpables... estamos aquí como chefs de pueblo esperando al patrón...

Lourdes no tuvo más que soltar la carcajada también. Ricardo, que sólo había estado escuchando, dijo entre broma y serio:

-Lo que les agradezco con infinito cariño. Y no era tanto la pose... sino la cara de bobas que tenían las dos en ese momento...

Las abrazó, y le dio un beso cariñoso en la frente a cada una.
 
 

La noche anterior Julián se le hizo el desaparecido a Ricardo. Por eso, esa mañana, cuando bajaron a desayunar, fue por quien primero preguntó el escritor.

-Salió muy temprano... dijo que lo esperaras a desayunar, que no se tardaba, que iba por tamales... informó su hermana Judith que había llegado temprano.

-Denme un cafecito entonces para esperarlo... contestó resignado.

De pronto, notó que las mujeres presentes se afanaban por arreglar el recinto familiar más de lo normal.

-Y ahora? Qué hacen ustedes? esperan visitas?

-Pues para que te digo que no... si sí! aclaró Lourdes parodiando a un popular personaje de la televisión.

-Ahhh... y quién viene?

En eso, tocaron el timbre de la puerta.

-Ahí están... dijo Judith.

-Yo abro, se acomidió Jazmín.

Julián entró como una exhalación, dejó casi botadas dos bolsas de papel de estrasa llenas de tamales sobre la mesa, y dio media vuelta con dirección al medio baño que se encontraba bajo las escaleras. Ricardo sólo le vio sorprendido, pero se sorprendió más cuando, tras él, entraba Aldo cargando varios depósitos desechables con jugo de naranja.

-Hola, dijo simplemente, buenos días...

-Buenos días, replicó todavía asorado el escritor.

-Espero que alcance el jugo, porque sólo traemos diez litros... creo que somos muchos...

-Sómos? dijo Ricardo saliendo de su asombro...

-Qué?... no te dijo Julián?... me invitó a desayunar hoy... y pues... aquí estoy...

-Par de cínicos, dijo el escritor... y cómplices, para acabarla de amolar...

Norma y Judith, que se habían quedado mudas esperando la reacción de Ricardo, sonrieron y entraron en actividad.

-Te sirvo, viejo?

-Todavía... todavía... dijo soezmente, pero en broma el comploteado marido.

Todos rieron de buena gana. Julián salió del baño y entró a la cocina pidiendo sus tamales, ignorando la invitación que hiciera a Aldo. El escritor se le quedó viendo y, de pronto, le dijo:

-Y a qué entraste al baño que ni la cadena jalaste, viejo hipócrita! Me tuviste miedo, verdad ingrato?

-De qué? se hizo el ignorante el cura.

-Anda... come que se te van a atragantar los tamales, dijo Jazmín conciliadora a su padre.

-Montoneros... alcanzó a decir todavía antes de dar la primera mordida a la torta de tamal que le habían preparado.

 

En un rincón del jardín, buscando el sol y su calorcito, se ubicaron los tres amigos para platicar.

-Julián me dijo, abiertamente, que tenías una duda...

-Hablador... gruñó simplemente el escritor dirigiendo la mirada al sacerdote que se encogió de hombros y sonrió ladinamente.

-Cual es tu duda? cuestionó Aldo.

-Que no has dicho esta boca es mía...

-Y qué?... preferirías que te estuviera interrumpiendo o contradiciendo a todas horas?

-Por lo menos así sabría a qué atenerme...

-Mira Ricardo... creemos en lo mismo... le rezamos a los mismos entes divinos... las divergencias que pudiese haber entre la iglesia católica y nosotros se están dilucidando en Roma... así es que para qué nos hacemos bolas? Si pensara que algo de lo que dices no corresponde a la realidad, o difiere con lo que yo sé, ya te hubiera hecho la observación, tenlo por seguro... pero no ha sido así... al menos hasta el momento... aunque hay algo que sí me gustaría comentar contigo...

-Qué...?

-Qué tanto sabes respecto al proceso de santificación?

-Bueno... entre lo de Juan Diego y lo de Sebastián he tenido que rascarle un poco al sistema que se lleva... por qué?

-Porque eso sí me interesa... quiero saber un poco respecto a esto...

-Y eso?

-Aunque no lo creas... me gustaría mucho ayudar en la causa de Sebastián...

-Vaya... eso sí que es sorpresa! Y porqué no te habla de ello Julián?

-Te tenías que desquitar escritorcito de segunda! Ya sabía que buscarías la revancha... así es que... reconozco abierta y sinceramente que, en esa materia, no sé gran cosa, pero si sé que tú sabes... así es que... despepita!

-Ya me hecharon a perder mi domingo... pero ahí va... conforme a un antiguo axioma de la Iglesia, la regla de la oración es la regla de la fe lex orandi, lex credendi o, dicho en otras palabras, para saber en qué creen los cristianos hay que escuchar sus oraciones.

Aparte de todo lo demás, la veneración de los santos era un acto litúrgico. A los santos se les recordaba e invocaba, y a ellos se rezaba por dondequiera que se reunieran cristianos en adoración. En tales ocasiones, sus nombres eran leídos en voz alta, como una lista de honor de los bienaventurados. De ahí deriva el significado originario de canonización: inscribir el nombre de alguien en un canon o lista de santos.

Kenneth L. Woodward, un autor de amplios conocimientos que perteneció al Opus Dei, en su obra La Fabricación de los Santos, señala que durante los primeros siglos de nuestra era, tales listas eran numerosas. A las listas de mártires, los llamados martirologios, siguieron diversos calendarios ordenados que indicaban el nombre y el lugar de entierro de cada santo. Las iglesias locales poseían sus propios calendarios, que reflejaban el canon de la región y a veces eran intercambiados con los de otras iglesias locales. También los monasterios e incluso las naciones tenían santorales propios. No fue hasta el siglo XVII, después de la Reforma protestante, que se estableció un canon universal para la Iglesia entera.

Pero el proceso efectivo de la creación de santos era, como hemos visto, mucho más complejo, imprevisible y, sin duda, más difícil de controlar que la mera compilación de listas.

Del siglo V al siglo X, los obispos fueron desempeñando un papel mucho más directo en la supervisión de los cultos emergentes. Antes de agregar un nuevo nombre al calendario local, los obispos insistían en que los solicitantes presentaran informes escritos -las llamadas vitae, y de donde se desprende el famoso curriculum vitae- sobre vida, virtudes y muerte del candidato, así como informaciones sobre sus milagros y, en su caso, acerca de su martirio.

Los prelados más exigentes pedían además testimonios presenciales, sobre todo tratándose de milagros. Hay que anotar, sin embargo, que esos procedimientos rudimentarios servían más para asegurarse de la reputación de santidad del candidato que para examinar su dignidad o virtud personal. En consecuencia, las vitae leídas a los obispos tendían a ser relatos estereotipados y enriquecidos con leyendas y excesos hagiográficos, y los testimonios eran a menudo de tercera mano o meros rumores. Avanzada ya la Edad Media, la lista de milagros atribuidos a los santos incluía, por ejemplo, varias resurrecciones de muertos.

-Qué es la hagiografía? preguntó sin reticencia Aldo.

-El estudio de la vida de los santos...

-Gracias.

-Una vez obtenida la aprobación del obispo o del sínodo regional, el cuerpo era exhumado y trasladado -la traslación- a un altar, acto que venía a simbolizar la canonización oficial. Por último, se le asignaba al nuevo santo un día para la celebración litúrgica de su fiesta y se inscribía su nombre en el santoral local. De esa manera informal la canonización se convirtió gradualmente en una función eclesiástica.

Poco a poco, sin embargo, los obispos iban cayendo en la cuenta de que había serias razones para escudriñar con mayor cuidado las vidas de los candidatos antes de otorgarles el beneplácito episcopal. Incluso San Agustín había reconocido el peligro de permitir el culto a los herejes: en su época, los donatistas, que más tarde acabarían condenados por herejes, eran notorios por su pasión por el martirio, llegando en ocasiones a pedir a otros que los mataran. ¿Cómo podía la Iglesia venerar a unos santos cuyo martirio no era auténtico o que renegaban de la fe ortodoxa? Y, en cuanto a los milagros, ¿quién podía saber si no fueron realizados con la ayuda del diablo? Era evidente que hacía falta alguna forma de control de calidad.

Hacia finales del siglo X, había una creciente tendencia a encargar los honores de la canonización a los Papas, en virtud de su autoridad suprema. De esa manera, al agregar al culto una especie de sello oficial, se esperaba una mayor probabilidad de que el santo fuese reconocido más allá de la comunidad local. Este parece haber sido el modesto motivo detrás de la canonización del obispo Udalrico de Augsburgo, en 993, el primer caso autentificado de convalidación papal de un culto. A instancias del sucesor de Udalrico, el Papa Juan XV escuchó el informe sobre la vida y milagros del obispo y autorizó el traslado de sus restos. Habrían de pasar, sin embargo, siete siglos más hasta que el entero proceso de creación de santos quedara firmemente sometido al control papal.

Para que ello sucediera, debían realizarse previamente dos condiciones históricas: un extraordinario refinamiento de los procedimientos de creación de santos y, por otra parte, la consolidación de la autoridad que el Papa ejercía sobre la Iglesia.

Ninguna de las dos se cumplió instantáneamente ni sin conflictos. Como era de esperar, la extensión del control papal sobre el proceso de creación de santos, aun siendo gradual, no fue siempre recibida con entusiasmo al norte de los Alpes.

En primer lugar, muchos santos habían muerto hacía largo tiempo y eran objeto de vigorosos cultos locales. ¿Quién era el Papa, después de tantos años, para negarles validez? ¿Y cómo podían él o sus legados llevar a cabo una investigación retrospectiva sobre la vida de un santo para decidir si realmente merecía la veneración del pueblo? Y, finalmente, había la inevitable tensión entre la Iglesia del centro -Roma- y las Iglesias de la periferia, que ilustra muy bien un famoso incidente que se produjo en Inglaterra después de la conquista normanda.

-Papá, quieres un taquito de carnitas? Trajo Fidel para todos, dijo Niza interrumpiendo.

-Gracias hija, te lo acepto porque ya hace hambre...

-Usted padre?

-Qué pregunta... tráelos que verás no han de durar... contestó el sacerdote.

Mientras Niza cuestionaba, Norma y Jazmín colocaban una mesita al centro del trío de sillas en donde estaban los amigos sentados. Lourdes colocó unos vasos y abrió una coca-cola familiar.

Ricardo, que daba la espalda al jardín quedando de frente al árbol de su padre, escuchó un murmullo posterior al que no hizo caso, continuando.

-En efecto, en 1078 ocupó la sede de Canterbury el arzobispo Lanfranc, un puntilloso italiano enamorado de las costumbres normandas. Lanfranc tendía a tomar a los anglosajones que estaban a su cargo por cristianos rústicos cuyos santos locales eran de dudosa calidad.

Conversando con el monje inglés Anselmo, Lanfranc le preguntó si pensaba que la Santa Sede debía convalidar el culto de un arzobispo anterior de Canterbury: Alphege. Este era un monje anglosajón, ampliamente venerado como mártir y héroe nacional. En 1011, una horda de daneses merodeadores había ocupado Canterbury y aprisionado a Alphege, exigiendo acto seguido una suma exorbitante de rescate. Alphege se negó y prohibió a la gente que pagara por él. Por ese motivo fue muerto en 1012 a manos de daneses borrachos que blandían los huesos de un buey, con lo cual se convirtió en el primero, aunque no en el último, arzobispo mártir de Canterbury.

A Lanfranc no lo convencían las pruebas de que Alphege hubiera sido asesinado por negarse a abjurar de Cristo, como requería la tradición, y no por motivos puramente políticos. Anselmo, que más tarde sería él mismo canonizado, contestó con la observación de que Juan Bautista tampoco fue asesinado por negarse a abjurar de Cristo y, sin embargo, era considerado un santo de la Iglesia. Lanfranc se rindió inmediatamente ante la evidencia de tal analogía y autorizó el culto de Alphege sin más investigación.

En el transcurso de las décadas siguientes, la intervención papal en la creación de santos fue haciéndose más pronunciada. Con cada vez mayor frecuencia, los Papas exigían pruebas de milagros y virtudes en forma de declaraciones de testigos fiables. En un caso memorable, el Papa Urbano II (1088-1099) se negó a canonizar al abad Gurloes hasta que los monjes no le presentaran testigos oculares que atestiguaran haber presenciado los milagros atribuidos a éste. En el siglo siguiente, el Papa Alejandro III (1159-1181) reprendió en una carta, dirigida al rey Kol de Suecia, a un obispo local por tolerar el culto a un monje que resultó muerto en una pendencia de borrachos, a pesar de que los habitantes del lugar aseguraban que se habían obrado milagros a través de su intercesión. Alejandro observó que los monjes pendencieros no eran el tipo de ejemplo de santidad que la Iglesia deseaba ver imitado por sus fieles.

Alejandro III fue el primero de lo que llegaría a ser, con algunas interrupciones, una larga línea de grandes Papas juristas medievales que convertirían a la Iglesia católica romana en el primer Estado europeo regido por leyes.

Al igual que otras dimensiones de la actividad eclesiástica, la creación de santos vino a colocarse gradualmente bajo la jurisdicción de la Santa Sede y sus juristas. En 1170, Alejandro decretó que nadie podía recibir veneración local sin la autorización papal, cualesquiera fuesen su reputación de santidad o sus milagros. Dicho decreto, sin embargo, no puso fin inmediato a las canonizaciones episcopales ni eliminó la sed popular de nuevos cultos.

En 1234, el Papa Gregorio IX publicó sus Decretales, colección de leyes pontificias, en las que afirmó la jurisdicción absoluta del pontífice romano sobre todas las causas de santos, declarándola obligatoria para la Iglesia universal. Dado que los santos eran objeto de devoción de la Iglesia entera, razonaba Gregorio, sólo el Papa, con su jurisdicción universal, tenía el derecho de canonizar.

A partir de entonces, el proceso de canonización se volvió cada vez más meticuloso. El reglamento exigía esencialmente la creación de tribunales locales con delegados papales que escuchaban las declaraciones de los testigos que estaban allí para confirmar las virtudes y los milagros del candidato. Estos últimos eran sometidos a un escrutinio particularmente severo. En 1247, por ejemplo, unos cardenales delegados por el Papa para informar sobre los milagros de San Edmundo de Abingdon comentaron sardónicamente que, de los santos antiguos, muy pocos habrían llegado a ser canonizados de haber tenido que someterse a examen tan estricto. Al mismo tiempo, la Santa Sede trataba de cortar de raíz los nuevos cultos que brotaban espontáneamente, al prohibir la publicación de libros sobre los milagros o las revelaciones de los santos locales no oficiales, así como la exposición pública de sus imágenes con halo o rayos de luz alrededor de la cabeza.

Aun así, no fue hasta el siglo XIV, con el traslado de la corte papal a Aviñón, que los papas lograron instituir métodos bien reglamentados para investigar las vidas de los nuevos candidatos a la santidad. Por muy "prisioneros" que fuesen del puño de terciopelo de los monarcas franceses, los Papas de Aviñón -1309/1377-transformaron la curia romana en una burocracia eficiente.

Gracias a sus reformas canónicas, los procedimientos de canonización adquirieron la forma explícita de un proceso legal en toda regla entre los solicitantes, a los que representaba un procurador oficial o defensor de la causa, y el Papa, representado por una nueva especie de funcionario de la curia, el promotor de la fe, más conocido popularmente, de ahí en adelante y por más de seis siglos, como el abogado del diablo. Además, la Santa Sede exigía, antes de tomar en consideración una causa, que el proceso en favor del candidato fuese solicitado mediante cartas de reyes, príncipes y otras personas prominentes y honradas, lo cual incluía, obviamente, a los obispos.

En otras palabras, la vox populi no bastaba para comprobar la reputación de santidad si no recibía el apoyo de las elites de la Iglesia. Los procesos se prolongaban a menudo durante meses y se celebraban localmente. El proceso del ermitaño agustino San Nicolás de Tolentino, por ejemplo, duró desde el 7 de julio hasta el 28 de septiembre de 1325; declararon en él trescientos setenta y un testigos. Resulta poco sorprendente, pues, que entre los años 1200 y 1334 se produjeran sólo veintiséis canonizaciones papales.

A pesar de esas medidas, el período comprendido entre 1200 y 1500 asistió a la más amplia difusión del culto de los santos en toda la historia de la Iglesia occidental. Cada ciudad y cada pueblo veneraba a su propio santo patrón, y el ascenso de las órdenes mendicantes agregaba nuevos nombres a las listas.

Frente a una situación cada vez más anárquica, el papado introdujo una nueva distinción: de entonces en adelante, tenían derecho a ser llamados saneti -santos- solamente aquellos que hubieran sido canonizados por el Papa, mientras que los que eran venerados sólo localmente o por determinadas órdenes religiosas recibían el nombre de beati -beatos-.

Se toleraban así los cultos locales y se reservaba, sin embargo, el reconocimiento oficial a aquellos siervos de Dios cuyas vidas y virtudes ofrecían, a los ojos de los hacedores de santos pontificios, los mejores ejemplos a la cristiandad entera.

Esta distinción, que parece haber sido motivada, en su origen, por consideraciones prácticas, suscitó pronto un debate teológico de cierta envergadura y que continúa hasta el día de hoy: ¿es la solemne declaración de santidad -la canonización- un acto infalible del Papa?

Los juristas canónicos tienden a negarlo, mientras que los teólogos, en general, responden afirmativamente. Pero en un punto reinaba unanimidad entre los teólogos medievales: La beatificación no incluía ninguna garantía de que el siervo de Dios se hallaba realmente en el Paraíso, mientras que la canonización sí lo implicaba, con cierta probabilidad o con toda certeza, según el parecer de cada teólogo. Al final, la beatificación fue incorporada en el procedimiento de canonización, y comenzó el debate teológico acerca de la infalibilidad de las decisiones de beatificación.

 

Ricardo hizo una pausa para estirarse cuando notó que estaba obscureciendo.

-Oigan... pues qué horas son?

-Las seis y media de la tarde, le contestó una voz que venía de atrás de él.

El escritor volteó y pudo ver, sentados en el pasto, tendidos sobre cobijas, y algunos que otros en sillas que sacaron del comedor, a muchos de los sobrinos que, avisados de la charla que tenía, llegaron corriendo para escuchar.

-Y ustedes? qué no había dicho que nos veíamos hasta el lunes?

-Pues sí, contestó Raúl, pero nos avisaron y, al menos yo, no me pude resisitir a venir...

-Es que lo que estoy platicando con el pastor y este viejito cura rebelde no es referente a Sebastián...

-Pero igualmente interesante, dijo sonriente Atilano, Notario Público, esposo de Yolanda, y al que le chocaba que le llamaran así. Prefería el de Ricardo, pero el escritor jamás había dejado de llamarle Ati.

-Jesús! El tiempo se me pasó volando. Perdona Aldo, no quería entretenerte tanto...

-Bien aprovechado el día, querido amigo... indicó con sinceridad el pastor.

-Bueno... lo de los tacos de carnitas ya fue hace muchas horas, reclamó Julián hambriento... qué? no hay nada que comer en esta casa? No los bendecirá Dios por feos y traviesos...

-Que la boca se te haga chicharrón, exclamó en juguetona expresión airada el escritor.

-Ahhhh quedaron chicharrones... pues vengan que al fin y al cabo de algo me he de morir... exclamó jubiloso Julián haciéndose el sordo.

-Gracias hijos... en verdad gracias... no pensé que les interesara tanto lo que cuento...

-Es que dices cada barbajanada que haces reír, dijo con una burla simulada Ignacio, el médico esposo de Judith y que gozaba con hacer desatinar al escritor.

-Ahhh sí... reclamó Ricardo y empezó a repetir... Nacho, Nacho, Nacho, Nacho...

Atilano, siguiéndole la corriente, le dijo:

-Ya Ricardo, ya, déjate de decir tanta barbajanada... lo que causó la risa de los demás haciendo sonrojar al simpático galeno.

-Bueno, ustedes siganse divirtiendo, que yo me voy al cafecito con tamales recalentados, sentenció Julián.

Los demás le siguieron, incluídos notario, médico, escritor y pastor.

 

 

 

 

Una llamada telefónica levantó a Ricardo, que se encontraba desayunando.

-Te habla el Arzobispo Barrenechea, dijo medio cortada Lourdes.

-Bueno...? contestó dudoso.

-Mi querido amigo... cómo has estado?

El escritor reconoció de inmediato la voz de Edmundo.

-Hola...! exclamó con gusto. A qué se debe el milagro?

-Saludándo al amigo... cómo van esas charlas...? Llegó Julián por alla...? me pidió permiso para ir...

-Sí, aquí está, goza de cabal salud para desgracia de sus amigos y feligreses, y las charlas van bien... tú, cómo estás?

-Bien, bendito sea Dios, aunque la verdad no sé si para beneplácito o desgracia de mis feligreses... contestó parodiando la broma el escritor.

-Ya ni la burla perdonas...

-Aprovechando el viaje, mi querido Ricardo... alguna vez me habló Julián de tus intenciones de escribir la Historia de la Iglesia... persisten?

-Naturalmente que persisten... incluso le decía al Padre Juan Carlos que la oportunidad de tener abiertas las puertas el Archivo Secreto Vaticano enriquecerá grandemente el resultado de la investigación.

-Perfecto... pues no dudes en pedir ayuda...

-Lo tendré muy en cuenta, mi estimado Edmundo...

-Pues que Dios quede contigo, y recibe mis bendiciones...

-Gracias Su Eminencia, que nunca salen sobrando...

Al colgar, tenía con la boca abierta a Niza, Fidel, Normita y Adolfo.

-Oye papá... en verdad ese era un arzobispo...? o es otra de tus bromas...

-No... no es broma... contestó Julián interviniendo... es el Arzobispo de Acapulco, mi ahijado, y buen amigo de tu padre...

-Andele suegro... entonces con usted es con quien hay que hablar para eso de las palancas en la salvada... no? exclamó en triunfante broma Fidel.

Normita y Adolfo soltaron la carcajada.

-Ahí me aparta un lugarcito, reclamó Adolfo.

 

 

-No fueron muchos los años que vivió Aparicio en Atzcapotzalco, señaló Ricardo al iniciar su charla. Pero desde que él llegara a Puebla, hasta ese momento, 1562, mucho había sucedido en su entorno.

En 1534 Paulo III sube al trono Papal y se establece el Virreinato de la Nueva España, creando un año después, Carlos I, el cargo de Virrey de Nueva España, nombrando a Antonio de Mendoza 1er. Virrey. Mientras tanto Toribio de Benavente evangeliza la región de Atzalan-Nautla de Veracruz, el obispo Julián de Garcés funda en Perote el hospital de Nuestra Señora de Belén y se crea la Diócesis de Oaxaca.

En 1536 fundan los franciscanos el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco y se crea la Diócesis de Michoacán. Al año siguiente, Paulo III proclama la bula Sublimis Deus sic dilexit humanum, et infra, que concede a los indígenas la racionalidad de los seres humanos y los aleja de ser objeto de la esclavitud.

En 1539 se instala la primera imprenta en Nueva España y en el nuevo mundo, y se crea la Diócesis de Chiapas, con sede en San Cristóbal de la Casas.

En 1540 Francisco de Montejo, hijo, funda San Francisco de Campeche. Al año siguiente, Antonio de Mendoza funda la Nueva Valladolid, hoy Morelia, y en 1542 Francisco de Montejo, hijo, funda Mérida, Yucatán. Ese mismo año se crea el Virreinato del Perú y Carlos I emite las Leyes Nuevas para Nueva España.

En 1545 una Bula de Paulo III crea el arzobispado de México, y un año después se crea la Arquidiócesis de México siendo Fray Juan de Zumárraga nombrado primer Arzobispo de México.

-A ver a ver... cómo está eso? reclamó Adolfo. En uno de sus libros usted dice que las apariciones de la Virgen de Guadalupe fueron en 1531 y, para entonces, Zumárraga ya era arzobispo... no?

-Y así es, sólo que el pobre de Zumárraga tuvo que esperar mucho tiempo para que se hiciera oficial su nombramiento... si bien ya ejercía como arzobispo electo, lo consagran en España en 1534 y es hasta 1546 cuando se crea la arquidiócesis.

-Qué quiere decir eso de electo, abuelito? cuestionó Fidelito.

-Pues que si bien realizaba todas las funciones de arzobispo, como ya señalamos, jamás se le dio posesión oficialmente. No hubo una ceremonia de consagración que es la que le eleva oficialmente a ese rango...

-Es decir que no era arzobispo...?

-Sí era arzobispo... pues se le había nombrado, pero no se oficializó en mucho tiempo.

Tres años más tarde, se crea la Diócesis de Guadalajara y en 1550 Luis de Velasco asume el cargo de Virrey de Nueva España.

Carlos V funda en 1551 la Universidad de México, que inaugura Luis de Velasco.

En 1556 Felipe II sube al trono de España y en 1560 negros esclavos y libres fundan en La Antigua, el Hospital de Nuestra Señora.

En 1561 se crea la Diócesis de Yucatán.

Esa es la historia de un mundo cambiante con celeridad... como cambiante fue la vida de Sebastián.

La abundancia de ganado que tiene en Chapultepec le mueve a marcharse a vivir en aquella heredad.

Los achaques de sus muchos años, 60 para ese entonces, la grave enfermedad de que se vio acometido, y las súplicas insistentes de los amigos, le habían hecho pensar muchas veces en la conveniencia que para él sería contraer matrimonio. Así evitaba la soledad de su casa y podía tener siempre quien le atendiese.

Para Sebastián, estas razones no eran suficientemente fuertes como para hacerle desistir de su decidido propósito de permanecer soltero. Sobre todas estas conveniencias humanas él prefería la guarda de su virginidad. Esta era la única razón por la que no se había casado. No dejan, sin embargo, de pesar mucho las razones de quienes le aconsejan el matrimonio. En alguna de sus enfermedades había tenido que ser llevado a casa de un amigo para poder atenderlo. El peso de los años no tardaría en dejarse sentir. No puede continuar solo.

Sebastián piensa en todo esto. Y, sobre todo, acude a la oración, pidiéndole al Señor que le ilumine en tan decisivo momento. Sería el más importante de su vida. Pone también diligencia humana consultando a su confesor para que le oriente. Hay una circunstancia, providencial sin duda, que le hace comprender que Dios quiere de él que contraiga matrimonio. Un amigo de Aparicio tiene una hija casadera. Podía ser una solución para Sebastián y un buen partido para la joven, lo que al padre le interesaba, y le propone la idea. Todo está decidido. A sus sesenta años, en 1562, en la iglesia franciscana del convento de Tacuba, Sebastián de Aparicio contrae matrimonio.

Es un padre cariñoso y amante para con la joven esposa. Ella está de acuerdo con su esposo en la proposición que le hace: los dos continuarán siendo vírgenes por amor a Dios. Para la joven esposa no faltaban ni el lecho blando y abrigado, ni las atenciones constantes. Sebastián se desvivía por ella. El continúa su misma vida de privaciones y de trabajos. Su lecho sigue siendo el suelo y su comida tan frugal como siempre. Reza con su esposa el Rosario todos los días. Así le es más fácil vencer las sugerencias de la carne y las tentaciones del demonio, que quiere apartarlo de su decidido empeño.

La vida de continencia de Sebastián llega a conocimiento de sus suegros. Tal vez piensen que al no tener descendencia se les cierran sus esperanzas de una abundante herencia previsible, y quizá no a plazo largo dada su edad. Y esto no les agrada. Suponen que esa actitud del anciano esposo pueda ser debida a falta de amor, o por una impotencia, consecuencia de sus muchos años. Tratan por eso de amenazarle con entablar un proceso para que sea declarada judicialmente la nulidad de aquel matrimonio.

En este medio tiempo la joven esposa ha caído enferma. Su dolencia se agrava con rapidez y fallece todavía en el primer año de su matrimonio. En la misma iglesia donde fue la boda se celebraron con solemnidad los funerales y el entierro. Sebastián hace entrega a los padres de su difunta esposa de los 2000 pesos que le había asignado como dote. Sólo encuentra consuelo para su dolor en la oración incesante.

La dolorosa circunstancia que le oprime le decide a cambiar nuevamente de domicilio. Otra vez se encamina a Atzcapotzalco. Tiene bastante trabajo en su heredad, aparte de la constante atención al ganado.

A los dos años del fallecimiento de su esposa decide casarse nuevamente. Los consejos insistentes de los amigos y las sugerencias de otro conocido suyo, que le presenta a su hija para que la proteja con su nombre y dinero, deciden a Sebastián a contraer un segundo matrimonio. María Esteban comparte con el anciano Aparicio el gran secreto de su vida virgen y lo acepta. Será para él como una hija cariñosa con su padre. También ahora la incomprensión, la chismorrería y las palabras injuriosas contra el Santo viejo no cesan. Sebastián sabe callar y ofrecer al Señor su renuncia.

Postrado en cama por grave dolencia, hace testamento, en el que deja por heredera a su esposa, si le sobrevive. El enfermo empieza a recuperarse. Su constitución robusta vence la enfermedad. Algún tiempo después, Sebastián sigue su vida ordinaria de trabajos y austeridades.

Un día, mientras él ha salido a recorrer los campos, su joven esposa espera el regreso de Sebastián cogiendo fruta en un árbol. Se desgaja una rama y María Esteban cae al suelo, quedando malherida. Cuando Sebastián llega a casa se encuentra con el doloroso espectáculo. No son suficientes los cuidados médicos para que pueda evitarse su fallecimiento. Sebastián de Aparicio queda viudo por segunda vez. Fueron apenas ocho meses los que había durado este último matrimonio. En la iglesia de los dominicos de Atzcapotzalco se celebran con solemnidad los funerales. A los padres de María Esteban les entrega los 2000 pesos de la dote y el ajuar que le había pertenecido.

Años más tarde, al referirse a sus dos esposas, diría de ellas Sebastián que había criado dos palomitas para el cielo blancas como la leche.

En México una de las tradiciones más antiguas ha sido festejar el culto a los muertos. Esta tradición se ha convertido en un vaso comunicante entre los mexicanos de todos los tiempos y por ello forma parte fundamental de su identidad. La manera de cómo los mexicanos perciben a la muerte los hace distinguirse de las demás naciones. Octavio Paz decía que la muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Tenía razón. La vida como la muerte no son actos solemnes; se les trata de tú a tú. A la muerte no se le asocia con un ritual trágico y doloroso de separación, por el contrario, el Día de Muertos recuerda que la muerte permanece siempre cercana a la vida.

Tanto la tradición prehispánica de los antiguos mexicanos, como la católica, han considerado a la muerte como una continuación de la vida. Estas dos ideas han permitido que desde hace más de cuatrocientos años, se celebren en México a los muertos los primeros días de cada mes de noviembre. Aparentemente el primero de estos festejos ocurrió en 1563, cuando el religioso Sebastián de Aparicio colocó una ofrenda de muertos en la Hacienda de Careaga.

-Otra que cargarle al muerto! exclamó alegre Carlos.

-En verdad tío? preguntó Lorena. También Sebastián fue el creador del día de muertos?

-Y no sólo eso, sino que les va a sombrar de dónde viene el dato...

-Cuenta... cuenta... urgen todos.

-Nuestro informante, es decir, el autor del artículo de donde tomé estos datos, señala que la Fiesta del Día de Muertos es una de las más populares entre la población. Cada 1 y 2 de noviembre se ponen ofrendas para que los difuntos regresen a visitar a sus deudos. El primer día se hace la ofrenda a los niños que está hecha con frutas, dulces y juguetes, aparte de las velas, del incienso, del copal, de las flores de cempasúchil, del papel picado, de los crucifijos, de algún santito, de las alfombras de pétalos y por supuesto de los panes de muertos cubiertos de ajonjolí y las calaveras de azúcar.

Al día siguiente se ponen las ofrendas para los adultos difuntos, que incluyen todo lo anterior -salvo los juguetes- y comida picante, bebidas alcohólicas y también cigarros, dependiendo del gusto, de las aficiones y hasta de los vicios del muertito.

Ustedes conocen bien los altares de muertos. Todas las ofrendas tienen calaveras representadas en múltiples formas: la catrina, la dientona, la tilica, la flaca, la parca y muchas otras que toman del patrón de las famosas calaveras de Posadas o de la inventiva popular. Las ofrendas son el puente a través del cual se reencuentran vivos y muertos. En estas festividades departen y comparten bebidas y alimentos, juguetes y también alguna otra prenda, muebles o enseres con los cuales se hubiere encariñado el difunto.

-Pero quién es el autor, tío... reclama Brenda.

-El Día de Muertos, continúa el escritor ignorando el reclamo, no se festeja con la solemnidad acostumbrada en el mundo occidental. En México, cada año, a los difuntitos se les apapacha como a uno más de la familia. Eso también lo hace ver Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad: Para el habitante de New York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.

Siempre es bueno recordar que las tradiciones tienen más fuerza que el cambio que la historia produce. Su resguardo lo encuentran en las más profundas convicciones del pueblo. Ahí donde no llegan ni guerras, ni confrontaciones políticas, ni discusiones ideológicas. Es donde los mexicanos nos reencontramos, aunque para muchos pase inadvertido un día como el de muertos.

-Tíooooo....!!!! Quién es el autor?!

-Nada más ni nada menos que Santiago Creel Miranda, que fuera en el sexenio de Vicente Fox Secretario de Gobernación y precandidato del Partido Acción Nacional a la Presidencia de la República, en un artículo fechado en  México, D.F., el 3 de noviembre de 1999.

-Yaaaa... dice Atilano incrédulo. Nos estás cotorreando!

-De ninguna manera. Puedo mostrarles el artículo, inserto en el portal de Catholic.Net y para quien Santiago escribe con cierta regularidad.

A quienes les interese, pueden entrar tecleando precisamente esas siglas. A los que no.... váyase al demonio! exclamó en tono de broma al tiempo que se levantaba, dando por concluía la charla de ese día.

-El cafecito.... que ya van los viejitos...!!! gritó Julián cual pregonero.

Lourdes, que todavía estaba sentada, reaccionó de pronto levantándose apresurada diciendo:

-Voy... voy... que soy lenta!

Esta vez el propio Ricardo no les había dado tiempo de aplaudir; no le gustaba mucho eso, le hacía sentirse incómodo. No negaba que hubo una época en que sí le atraía sentirse el centro de atención, pero también esa etapa pasó. Qué no había experimentado en la vida? Hizo lo que quiso, tuvo lo que quiso, y logró lo que quiso, como él mismo decía. Quizá de ahí su ahora hasta exagerada calma en el hacer.

-Cuándo continuamos con lo de la fabricación de los santos? le preguntó Aldo.

-Cuando quieras... y ellos me dejen... dijo sonriendo el escritor.

 

 

 

 

 

 

 

Julián llegó totalmente decepcionado tras su visita al convento de Santa Clara. Esa mañana había ido con su hermana Lucía y los hijos de Ricardo a recorrer museos. Pero... tras visitar Santa Clara, Julián se enfureció y pidió se regresaran a casa.

-Es una vergüenza.... una verdadera vergüenza... le dijo a Ricardo apenas entró a la sala.

-Que te da vergüenza viejito escandaloso?

-El saqueo de que han hecho víctima al acervo cultural poblano...!

-Ya... fuiste a los museos... verdad?

-Museos! ni el nombre se merecen...! Se han llevado las reliquias, las antigüedades... y, burlonamente, han dejado juguetitos de plástico en su lugar...!

-Oye papá... es cierto...! porqué no escribes algo sobre eso?

-Si ya lo escribí.... hace muchos años denuncié todas esas barbaridades.... y ni el eco respondió. Por desgracia, tuvimos algunos gobernadores de uñas bastante largas y muy poca vergüenza... pero creo que los que se llevaron las palmas fueron Gonzalo Bautista O’farril, Mariano Piña Olaya y Manuel Bartlett Díaz. Los dos últimos ni poblanos fueron, lo que deja mucho más de que hablar de Bautista O’farril por ser poblano de cepa.

Ellos saquearon museos y conventos. Precisamente la denuncia de la que hablo la hice cuando nos dimos cuenta de que el convento de Santa Clara había sido saqueado... en un fin de semana!

-Cómo...? en un fin de semana?

-Así es... el viernes estaba tal cual. Para el lunes, no quedaba ni el diez por ciento de su acervo museográfico. Se llevaron hasta el corazón petrificado de Santa Clara...

-Caray... y los gobernadores que llegaron no hicieron nada?

-Pues el que tenía un poco de ganas de renovar algunas cosas era Guillermo jiménez Morales, pero se rodeó de una serie de rufianes que para qué les cuento.

-Papá... debías de escribir sobre eso... un libro... o algo...

-Ya veremos... ya veremos... no quisiera remover viejas heridas...

-Bueno... y qué nadie se apiada de este anciano sacerdote para darle de comer algo, y así evitar que le dé una embolia del coraje?

-Aquí le traigo carnitas... pa’que no llore, exclamó Nacho dejando sobre la mesa varios bultos envueltos en papel de estrasa.

-Y para los demás? preguntó bromeando el cura.

 

 

Riqui entró pensando despertar a su padre de la siesta que todas las tardes tomaba, pero lo encontró peinándose.

-Ya están listos? preguntó el escritor al verlo.

-Ya padre... pero te diré que cada día veo más gente...

-Yo también... yo también...

Al salir, Ricardo pudo notar que, efectivamente, se veía más gente de la asidua.

-Buenas tardes... por lo que veo tenemos más participantes... que levante la mano los reciern llegados...

Un grupo de cerca de quince jóvenes, ubicados bajo el árbol de su padre, levantaron con cierta timidez la mano.

-Y ustedes...? de dónde vienen...?

-Son de un grupito de terapia que tenemos, contestó vivamente Teresita, la vecina. Espero que no te incomode que les haya invitado...

-De ninguna manera, sólo que prácticamente estamos terminando...

-No importa... lo que quiero es que se den cuenta de que una idea bien puede unificar a cien mentes de ideas disímbolas...

-Vaya! Pues bienvenidos todos... empezaremos recordando que otra vez Sebastián había quedado libre de los compromisos de su matrimonio. La muerte de su segunda esposa ha avivado en su corazón las ansias de soledad y retiro. Solamente en la oración encontraba alivio a su pena. Sus grandes posesiones, que tanto envidiaban otros, sólo servían para aumentar el vacío de su corazón.

La enfermedad hace presa en su cuerpo robusto. Aparicio está desahuciado. Diligente, hace testamento de todos sus bienes en favor del pobre convento de dominicos de Atzcapotzalco, para él tan lleno de recuerdos. Dejaba también a aquellos religiosos de administradores para que una parte del capital la empleasen en favor de los indios mexicanos, sus amigos de siempre. Aquel testamento no pudo cumplirse. Sebastián se recupera de su enfermedad y vuelve a sus antiguos trabajos y austeridades.

Poco a poco se va propalando el rumor de que Aparicio el Rico quiere retirarse a un convento. Su manera de vestir mucho más sencilla, las horas largas que pasa en la iglesia, la ilusión que se le nota cada vez menor por sus tierras y ganados, las frecuentes visitas al cercano convento franciscano de Tlalnepantla, son suficientes para acrecentar los rumores. En esta ocasión no iban, ciertamente, desorientados.

No faltaron los consejos previsores de los amigos que ponderaban las dificultades de la vida religiosa para un hombre de su edad y posición. Eran también necesarios en la sociedad hombres tan caritativos como él era. Ni faltó tampoco el ataque de un toro enfurecido, que con dificultad logra vencer Sebastián y en el que él veía una estratagema del demonio para disuadirlo. Hasta su mismo confesor daba evasivas y largas a sus deseos. Pensaba que por sus muchos años no tenía edad para comenzar una nueva forma de vida.

Sebastián había pedido al Señor que le iluminase y ya había tomado la decisión. Por amor de Dios daría sus bienes a los pobres e ingresaría en un pobre convento franciscano. Así se lo manifiesta un día a su confesor: Padre, yo estoy con ánimo de dejar mi hacienda a los pobres, e irme a un convento a servir a Dios lo poco que me resta de vida, para recobrar de este modo algo de lo mucho que he perdido.

Cuando Aparicio tomaba una resolución era hombre tesonero para ponerla por obra. Pide a su confesor le oriente y autorice para realizar sus deseos.

Hubo frailes que se oponían a su admisión solamente porque era muy viejo, y no podría con las austeridades que señala la Regla. Ellos mismos serían más tarde testigos de lo infundado de sus temores.

El convento de las clarisas de México está en los primeros años de su fundación. Grandes problemas se le presentaban. La pobreza de medios materiales no era uno de los menores. Ante la insistencia de Sebastián le sugiere el confesor que sería del agrado de Dios que las ayudase con sus bienes. Padre, delo por hecho, respondió Sebastián, mas de mi persona ¿qué he de hacer después? Esto era, en verdad, su preocupación. Lo que en verdad le interesaba. Entrar en un convento a sus años no parecía consejo prudente. Por eso su confesor le indica que, como prueba, podría quedarse en el convento de clarisas como donado, atendiendo la iglesia, la portería, haciendo los recados que las religiosas necesitasen. Para Sebastián era inspiración del cielo la orientación de su confesor. Sin dudarlo, puso manos a la obra.

Aquí sí me gustaría hacer un comentario. Hay que reconocer que no cualquiera es lo suficientemente fuerte o firme para deshacerse de sus bienes y entrar de vil criado con aquellos a quiene beneficia.

El 20 de diciembre de 1573 firmaba el notario la cesión que Sebastián hacía de sus fincas en favor de las pobres clarisas. Tendrían un valor sobre los 20.000 pesos. Por consejo precavido del confesor deja otros mil a su disposición por si llegase a necesitarlos. Aunque, como Aparicio decía: Si no perseverase en mi nueva vida, no importa; volvería a trabajar de nuevo, pues Dios me ha dado buena salud para ello.

-Tío... y el Notario no sería mi tío Atilano? cuestionó Miguelito riendo.

-Vas a ver chamaco... sentenció el esposo de Yolanda.

-Sebastián inaugura un camino inexplorado en su vida al servicio de las pobres clarisas. En México se comenta la noticia. El antiguo carretero de Zacatecas es ahora criado en un convento de monjas de clausura. La sencillez de Sebastián le hacía ver el cambio como lo más natural, algo sin importancia. Ahora servía a Dios sirviendo a sus almas escogidas.

Conocedor de la dureza de otros trabajos, comenzó por someterse a la monotonía del quehacer diario. No es duro, pero cansa y obliga. Tocar las campanas, barrer, limpiar el polvo, hacer recados, ayudar a misa...

Esto último era, sin duda, lo que más le costaba. Los latines no se habían hecho para su cabeza. No eran pequeños sus apuros al tener que responder al sacerdote la mitad en mal romance y la otra mitad en peor latín, como dice su biógrafo. Pero eso le importaba poco. Entiéndame Dios, que es a quien deseo agradar; que lo demás importa poco decirlo en latín o en romance, había respondido en una ocasión siendo ya el fraile de las carretas.

Los meses van pasando en su nuevo oficio y Sebastián pide con más insistencia vestir el hábito de hermano lego franciscano. Su constancia, serenidad y el fervor de su alegría en cumplir sus menesteres favorecen el logro de sus deseos.

El donado de las clarisas daba señales ciertas de vocación. Aquella su caridad, sumisión y desprendimiento de todo abogaban en su favor. Así lo entendieron los superiores franciscanos. El 9 de junio de 1574 vestía Sebastián el hábito franciscano, como novicio, en el convento de San Francisco, de México. Siendo de edad de setenta años, poco más o menos, se dirá en el libro correspondiente. Exactamente tenía setenta y dos años y casi cinco meses.

La nueva forma de vida la abrazó Fray Sebastián de Aparicio con decisión y entereza. Cierto que bien las necesitaba. A las dificultades propias de la vida religiosa se unían sus muchos años en contraste con la juventud de los otros novicios y con sus bromas, a veces molestas. Por si fuera poco, las horribles tentaciones del demonio, que llegaba a presentársele en formas diversas, apenas le dejaban tranquilo. Se permitía, incluso, maltratarlo con palabras y golpes que dejaban claras huellas en su cuerpo. Eran frecuentes las noches que pasaba sin poder descansar, en continua lucha contra el demonio. Su pobre celda se convertía en campo de batalla. Una purificación más por la que Dios hacía pasar a su fiel siervo.

Si alguna vez el desaliento quiso abrir brecha en su espíritu, en la oración sencilla e ingenua y en el rezo del Rosario, el hombre de fe sincera y filial devoción a la Virgen encontraba la tranquilidad de su alma. El mismo San Francisco, el Seráfico Padre, se presentó a consolarlo varias veces y prometerle total victoria.

Entre luchas constantes triunfa con la gracia su voluntad decidida. El 13 de junio de 1575 podía hacer su profesión pronunciando emocionado aquellas añoradas palabras: Yo, Fray Sebastián de Aparicio, hago voto y prometo a Dios vivir en obediencia, sin cosa alguna propia y en castidad, vivir el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo guardando la Regla de los frailes menores... . Como no sabe escribir ni firmar, el acta de su profesión religiosa, y en su nombre, es firmada por Fray Alfonso Peinado.

Su primer destino fue, a los pocos días, el convento de Santiago, en Tecali, muy cercano a su Puebla de los Angeles. Buen comienzo bajo la protección de Santiago Apóstol. Le recordaba aquella inmortal Compostela, en su Galicia natal, donde se venera el sepulcro del Santo Apóstol, a quien Fray Sebastián invocaba diariamente. Con la bendición del Superior se puso en marcha, y a pie hizo el camino desde México hacia su nuevo convento.

Cocinero, sacristán, hortelano, portero... a todo atendía y a todos servía Fray Aparicio con amor, sencillez y una alegría envidiable; siempre seguro de que se servirá Dios de lo que con buena voluntad hiciéremos. Y en buena voluntad nadie le ganaba. Trabajo y oración fue su vida. Siempre el Rosario entre sus robustos dedos, si el quehacer no se lo impedía. Fue una constante de su vida religiosa, como lo había sido de seglar.

Cerca de un año tan sólo estuvo Fray Sebastián en el convento de Santiago de Tecali. En el gran convento de Puebla de los Angeles hacía falta un limosnero. La comunidad la formaban un centenar de religiosos con los estudiantes de filosofía y teología y los enfermos que se recogían en aquella enfermería o venían de las misiones para recuperarse de sus dolencias. Allí va destinado. Sus muchos años no le habían quitado el vigor y la energía para poder llevar las carretas y recoger la limosna.

Los moradores de la ciudad de Puebla, por la que tanto trabajó Sebastián, volvían a tener entre ellos al transportista acaudalado, que fue a establecerse en el mismo México, convertido ahora en un fraile franciscano, humilde limosnero del querido convento.

Los misioneros franciscanos son los infatigables apóstoles de México. Siempre en primera fila. Siempre defensores y al servicio de los indios mexicanos. Les enseñaban el catecismo, a leer y escribir, formas diversas de trabajos manuales, a cultivar la tierra... saben llenar de ilusión otra vez su vida de pueblo vencido.

Y como no hay arte ninguna que no tengan habilidad para aprenderla y usarla, dirá de ellos Fray Bernardino de Sahagún, van estableciendo así las bases de la nueva sociedad que empieza. Los frailes, como recompensa de su trabajo, para poder vivir, no tienen más que las limosnas que las gentes les ofrecen agradecidas. Siguen el consejo de San Francisco: Acudir a la mesa del Señor pidiendo limosna. Y esto precisamente como fruto de su trabajo.

Era mucho lo que se necesitaba para mantener a los religiosos que vivían en el convento de Puebla de los Angeles. En medio de sus penalidades y privaciones nunca les faltó la ayuda de Dios. De su pobreza daban también los frailes a los que a la puerta del convento llamaban pidiendo ayuda. Siempre será verdad que lo poco compartido con caridad siempre es mucho.

Fray Sebastián comienza su oficio de limosnero. Puebla de los Angeles y los pueblos de su contorno se familiarizan con la presencia del bendito fraile. Ya viene Aparicio, decían las gentes gozosas comunicándose su presencia. Siguiendo a sus biógrafos podía quedar delineada su imagen con estos rasgos: Era un fraile venerable por su ancianidad. Su rostro agradable y atractivo derramaba simpatía. El hábito, pobre y zurcido. A sus espaldas un sombrero de paja con el que nunca se protegía de las inclemencias del tiempo. Al hombro, una pequeña bota de vino, su compañera. En sus manos robustas la aguijada para conducir los bueyes y el inseparable Rosario. Y los pies hechos una criba de llagas, corriendo sangre. Las tierras del Valle de Atlixco, Malacatepec, del Valle de San Pablo de Acatzingo, Tepeaca, Huejotzingo, San Felipe, Tlaxcala... se alegraban con su presencia bendita y lo recibían como regalo del cielo. Se había hecho para todos familiar el saludo del fraile de las carretas: Guárdeos Dios, hermanos, ¿hay qué dar, por Dios, a San Francisco? Y las limosnas de trigo, maíz, leña... llenaban las carretas de Fray Aparicio.

Nunca fue inoportuno cuando pedía. Aconsejaba a los otros limosneros: No pidáis a los pobres, que harto hacen los miserables en sustentarse en su pobreza. Por eso, los mismos pobres a él acudían buscando ayuda. Y si sabían pedirla por amor de Dios, todo estaba logrado. Hasta su misma ropa les entregaba. Y cuando el superior, Fray Pedro de Castañeda, le preguntaba sobre ello, la respuesta de Fray Sebastián era rápida: Mas que me dé cien azotes, que no tengo de dejar de dar lo que me piden por amor de Dios.

La noche le sorprendía muchas veces con sus carretas por los caminos intransitables. Desuncía los bueyes y les buscaba en las proximidades pasto jugoso donde no pudieran hacer daño en las fincas vecinas. Después de una larga oración se acostaba en el suelo, debajo de la carreta. Así contemplaba el cielo a satisfacción y agradecía a Dios tanta misericordia.

Siempre tenía en sus labios palabras de consuelo. Los que con él se encontraban por los caminos lo consideraban como una suerte grande. Serían después testigos y pregoneros de su caridad y sencillez, verdaderamente franciscanas. Hagamos lo que tenemos de obligación, lo demás no importa nada, le había dicho a un religioso. En esa frase parece condensarse toda su vida.

Más elocuente en su sencillez fue esta respuesta a otro religioso que le decía que con aquella facha con que llegaba de camino provocaba la hilaridad de todos: Ríanse de mí o no se rían; sirva yo a Dios, que es lo que importa, que lo demás no me importa un clavo. No se encontrarían palabras más exactas que mejor retratasen la riqueza de su espíritu.

Era un hombre consecuente con su fe sincera. No entendía de teologías complicadas. Las ciencias de los hombres para él eran de interés muy escaso. Sabía, eso sí, amar a Dios. Y sólo eso le basta.

Cuando regresaba al convento con sus carros cargados, no necesitaba celda donde retirarse a descansar. En el mismo corral, debajo de una carreta, era feliz tumbado en el suelo. No quería dormir bajo cubierto. Quería que al abrir los ojos, al despertarse, nada le impidiese ver el cielo y bendecir cada vez a Dios por su bondad amorosa.

No todos comprendían esta su manera de proceder. La consideraban fruto de su formación tan escasa o de la cortedad de su mente. Pero el mismo Sebastián dejó confundido al Padre Guardián que algo de esto pensaba cuando en los últimos días de su vida le dice estas palabras: Piensa, Padre Guardián, que el dormir yo en el campo y fuera de techado es por mi gusto; no, sino porque este bellaco gusanillo del cuerpo padezca, porque si no hacemos penitencia no iremos al cielo. Y esto, añadía, porque era amigo de Dios y moriría por él mil muertes. Era el amor toda la teología que Fray Sebastián Aparicio sabía y practicaba.

Si alguien ha señalado por ahí que Sebastián fue, en su juventud y madurez, un charro borracho, pendenciero, jugador y enamorado, conocerle como fraile podría hacer cambiar esa visión que de él se tiene incluso todavía.

Y yo me pregunto, como siempre, el que Sebastian haya sido, en su momento y edad, tal y cual lo pintan sus detractores, no le purifican y ennoblecen los últimos años de su vida? Yo creo que sí. Aceptando, sin conceder, como se dice en la abogacía, que Sebastián hubiese sido una oveja negra, su entrega a Dios y humildad final bien que le lavó la piel para blanquearla.

Sea con él, y en su memoria, la plática de este día, rogando a ustedes que esta noche, ya casi al final de nuestras reuniones, eleven una plegaria más por su canonización. Buenas noches a todos....

 

 

 

 

Aldo llegó temprano a casa de Ricardo. El escritor apenas se había levantado y, como todos los días, en pijama tomaba su primer café en la cocina.

-Buenos días... perdón por la irrupción...

-Adelante Aldo... qué andas haciendo tan temprano?

-Pues traje algo para ustedes... me dijeron que uno de los platillo típicos que te gustan son las picaditas y los tlatloyos...

-Hombre... gracias...

-Dónde ponemos todo?

-Pues yo creo que aquí en la mesa, dijo Lourdes...

-En la mesa?... perdón... creo que no me expliqué bien... traigo a una señora con su hija, su bracero, su comal.... y demás implementos para que prepare los tlatloyos que ustedes quieran...

-Qué....!!! Vaya, éste se parece a mi compadre Celerino...

-Por qué papá? preguntó Niza.

-Porque una vez llegó a la casa con un taquero para que todos los que estabamos asistiendo a las pláticas de mi papá comieran. Se colocó a la orilla de la banqueta y hasta los vecinos le entraron a los tacos de carnitas... aclaró Jazmín.

-Bueno, bueno, exclamó Julián, mucha plática y poca acción... yo opino que se pongan en el jardín, junto a la cisterna, para que no afecten el pasto que tanto quiere doña Asunción...

-Sea pues... y de una buena vez que se vayan por más masa, porque se me hace que no va a alcanzar la que trae la señora... advirtió el escritor.

-Eso crees, rió Aldo.

 

Ya en plena degustación del exquisito platillo típico mexicano, el escritor agradeció el gesto al pastor.

-Se te agradece la puntada... pero, cómo se te ocurrió?

-Pues, en realidad, todo surgió porque pregunté qué te gustaba y me dijeron que todo lo típico. Ya habías comido semitas, tamales, tortas... te faltaban los tlatloyos... así es que le dije a Doña Celia, que vende en la esquina de mi casa, si me haría el favor de ayudarme en la idea y... pues... aquí estamos...

-Puedo hacerte una pregunta?

-Claro...

-Por qué lo haces...?

Julián se quedó atento a la respuesta. Nuevamente Ricardo caía en la desatención y la desconfianza.

-Podría contestarte que lo hice porque me caes bien... o porque te admiro... o porque es una forma de agradecer tu charla... pero no! Lo hice simplemente porque se me pegó la gana... y yo siempre hago lo que se me pega la gana....!

Todos los que ahí estaba soltaron la carcajada. Sobre todo el sacerdote. Una vez más, Aldo le daba la buena y las malas a Ricardo que, al no haber otra, igualmente retomó la respuesta con resignación y reconocimiento.

-Una más a tu cuenta... ni modo, quién me manda andar de preguntón... pero gracias... sea cual sea la razón... gracias en verdad.

-Vamos mi querido amigo, no hay nada que agradecer... lo que hago siempre es de corazón...

-Beso... beso... beso... corearon todos.

-Váyanse a volar! exclamó el escritor.

 

 

-Dos debilidades tenía Sebastián que eran a todos notorias: los coristas y los novillos.

-Las coristas!!! preguntó escandalizada Clara.

-Los coristas... masculinos y referente al coro, grupo de canto... aclaró Ricardo. Los religiosos jóvenes destinados al rezo en el coro desde que profesan hasta que se ordenan sacerdotes, en las órdenes religiosas se denominan coristas. Se preparan en la oración y el estudio para el presbiterado. En plena juventud, ofrecida a Dios con alegría, entre los dieciséis y los veinticuatro años, ordinariamente, son los niños de la comunidad. Aparicio era para ellos el abuelo cariñoso que los comprende y los anima con sus palabras y su ejemplo. Era feliz entre ellos. Y los coristas esperaban ilusionados la venida del bendito limosnero. Eran sus novillejos, como él gustaba de llamarlos. Siempre se acordaba de traerles de sus correrías frutas o golosinas que le daban para su propio regalo. Con estos cariñitos no faltaban el consejo oportuno o la advertencia amorosa.

Ahora bien, si con el nombre de novillejos designaba sonriente Sebastián a sus religiosos estudiantes... cuando les hablaba a sus novillos se refería a ellos como sus coristillas. La afectividad de su alma seráfica se vuelca a raudales en esos diminutivos, que gozosamente permutaba en su empleo preciso. También para sus coristillas tenía Aparicio guardadas en su manga mazorcas de maíz apetitoso o las hojas de verdura codiciada. Con su lengua áspera sabían aquellos coristillas buscar en la manga del bendito fraile lo que tanto les apetecía. Y lamían agradecidos el hábito y sus pies descalzos. Páginas inéditas de auténticas Florecillas franciscanas que hermosean las tierras de México.

Un día, los estudiantes rodeaban a Sebastián. Tal vez les hablaba de la muerte, que por sus muchos años ya veía cercana. Uno de los estudiantes, con seriedad afectada, le interrumpe para decirle que cómo se le ocurre hablar si ya efectivamente está muerto de puro viejo, y por eso tenían que enterrarlo. No hizo falta nada más para que uno trajera unas parihuelas. Colocaron en ellas al bendito viejo y se organiza un cortejo fúnebre por el claustro del convento. Los pausados sones del Miserere se oían impresionantes. Estás muerto, Fray Sebastián, le decían, y vamos a enterrarte. Y allá iban, serios, nuestros estudiantes con el beato sobre las parihuelas. El Padre Guardián oye desde su celda el canto del Miserere y se extraña. ¿Qué pasa?, se pregunta. Sale presuroso al claustro a ver qué ocurre y se encuentra con el fúnebre cortejo. ¿Qué es eso, Fray Sebastián? dice entre asustado y enérgico. Al oír la voz del superior, rompe Aparicio su silencio con estas palabras: Nada, Padre Guardián, que me decían los novillejos éstos que yo estaba muerto y que tenían que enterrarme, y yo pensé que si ellos lo decían sería verdad. No hubo duelo en aquel entierro. La comitiva se deshizo prontamente. Unos y otros celebraron de distinto modo la ocurrencia de los estudiantes y la ingenuidad de Sebastián de Aparicio.

Con sus coristillas o novillos tenía también Sebastián sus bromas. Les había escogido nombres con que designarlos: a uno Gachupín, que era como el jefe de la manada; a otro, Blanquillo, a un tercero Aceituno. Conocían al bendito viejo y se le acercaban cariñosos y zalameros. Sebastián les hablaba como si le entendieran y les inculcaba a estos coristillas las cualidades necesarias a su vida animal. Entre ellas, claro está, el que fueran dóciles para el trabajo y que no hiciesen daño a nadie. Que las palabras del sencillo franciscano eran obedecidas por los animales habrá ocasión de recordarlo.

Lo único que a Sebastián le desagradaba en su vida andante de carretero, buscando limosnas para sus hermanos, era no poder participar todos los días con los otros religiosos en los actos de culto. Cuando se aproximaban las fechas de Pascua o en otras solemnidades del calendario, dejaba tranquilamente en el monte sus ganados y se venía al convento. Era para él un regalo asistir a la misa mayor y comulgar en tan santos días. El Superior le preguntó una vez que cómo había abandonado la hacienda en el monte, con peligro de que los ladrones se la llevaran. Allá queda mi Padre San Francisco -respondió Sebastián- cuya hacienda es ésa; él la guardará, y yo os aseguro que no faltará nada. No en vano se había preocupado el santo lego de decirle así al Seráfico Padre: Padre San Francisco, vuestra hacienda es ésta; mirad por ella mientras voy a oír misa y encomendarme a Dios. Y nunca le faltó nada. No podía decir lo mismo cuando dejaba al cuidado de los animales a un indito que en ocasiones le ayudaba con las carretas. San Francisco cumplía mejor los encargos que Sebastián le hacía. Por eso se marchaba confiado y tranquilo a oír misa. Todo quedaba en buenas manos.

En una ocasión, con su limosna regresaba Aparicio desde Tlaxcala hacia Puebla, cuando el eje de una de las carretas se partió. El fraile carretero no puede descargar cuanto lleva y ponerse a componerla. Pero sí puede invocar a San Francisco. Prosigue su marcha decidido hacia el convento. La carreta, con el eje roto, va rodando normalmente. En el convento esperan a Sebastián para que fuese con urgencia a recoger otra limosna. Ante la dificultad que expone, el Superior ha debido decirle que se las arregle lo mejor que pueda y que cuanto antes se ponga en camino.

Sebastián, que quiere ser diligente en cumplir la obediencia, invoca de nuevo a San Francisco y sin vacilar emprende otra vez el camino. Alguien que ha visto que la carreta está imposible para rodar lo más mínimo sin que se caiga la rueda, le pregunta admirado: Pero Padre Aparicio, ¿qué es esto? Sebastián, con la sonrisa más ingenua iluminando su rostro curtido, responde con sencillez: ¿Qué va a ser?, que mi Padre San Francisco va teniendo la rueda para que no se salga el eje.

No dejaba, sin embargo, de poner la diligencia necesaria en la solución de sus problemas. Hacía de su parte lo que podía. Como en aquella ocasión en que está a punto de salírsele una rueda y caérsele la carga de leña que en el carro traía. Se quita el manto, desunce los bueyes, se coloca debajo del carro y a sus 95 años pone su hombro vigoroso sosteniendo la carga, mientras hábilmente ajusta la rueda. Puede ya seguir su camino. El testigo que refiere el hecho, un labrador, conocía por experiencia que ni cuatro hombres podrían haberlo realizado.

Los discípulos piden un día al Señor que les enseñe a orar. Y Cristo Jesús enseña a los suyos el Padrenuestro. Es la oración perfecta, repetida incesantemente en todas las lenguas de los hombres. Todos, en verdad, llamamos a Dios nuestro Padre. Cuando Francisco de Asís en su Regla manda rezar a los frailes, pone en labios de todos sus hijos no obligados al rezo de las Horas Canónicas la recitación a lo largo de cada día de setenta y seis veces el Padrenuestro. Es la oración del Señor.

Fray Sebastián de Aparicio, al profesar a sus 73 años la vida franciscana, ya estaba acostumbrado a rezar el Padrenuestro. Con el Avemaría lo repetía muchas veces en sus jornadas llenas de trabajos y preocupaciones. Para él no era monótona y cansada esta oración. El amor la hacía siempre nueva y distinta. La que espontáneamente venía a sus labios. Puede por eso llamarse a Fray Sebastián el santo del Padrenuestro. Es ésta la oración de los sencillos de corazón. De los que dicen que no saben rezar. De aquellos a los que nada se les ocurre cuando tienen que ponerse a hablar con Dios nuestro Padre. Sebastián la repetía con fe y la vivía ilusionado. El mismo Señor se complacía en manifestarle la inagotable riqueza de sus palabras.

La vida entera de Aparicio se resume en la respuesta que el bendito lego franciscano da a las preguntas de otro religioso: Lo que yo hago es hacer lo que me manda la obediencia: duermo donde puedo, como lo que Dios me envía, visto lo que me da el convento; pero lo mejor es no perder a Dios de vista, que con eso vivo seguro. Una forma actual y práctica de repetir: «Hágase tu voluntad». Sólo no perdiendo a Dios de vista podía Aparicio haber vivido su vida de fe sincera. Pues si no fuera así, ¿quién había de pasar la vida que yo paso? A Él le ofrezco los trabajos ordinarios de cada día, y a mi Padre San Francisco, por quienes los hago; ellos me lo reciban en descuento de mis pecados para que con eso me salve. La respuesta de Sebastián no puede superarse.

Para el hombre inmerso en los mil quehaceres de cada día, para el que por la fe sabe que está aquí de paso, que la vida es un peregrinar hacia Dios, recordando a San Pablo, es un consuelo ver el ejemplo del bendito emigrante que supo siempre cumplir la voluntad de Dios, porque siempre fueron buenos amigos. Una fórmula sencilla de vivir el Evangelio. Ejemplo que sigue siendo actual todavía. El biógrafo Sánchez Parejo resume toda la vida de Fr. Sebastián en esta frase: Toda su confianza y cuidado estaba puesto en sólo Dios; Él era su compañía, su comida, su bebida, su techo y amparo, y como dijo su Padre San Francisco, "y todas sus cosas". En la vida de Fray Sebastián de Aparicio, Dios siempre estaba presente. Era centro de toda su actividad humana. Y esa presencia la hacía más asequible a su manera de ser, de hombre sencillo y sin estudios, con el pensamiento frecuente del Dios humanado, Cristo Jesús, nuestro Señor. Era base de su vida penitente y austera. La imagen del Señor Crucificado era el mejor de los razonamientos que pudiera ofrecérsele. Y con el recuerdo de la Pasión, la Eucaristía. El Santísimo Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo permanente en nuestros sagrarios le hacían revivir el sacrificio de Cristo en la santa misa, a la que no siempre le era posible asistir. Sabía que el mismo Señor continuaba inmolándose en el sagrario y eso le era suficiente. Contemplar el sagrario, ver una imagen de Cristo en la cruz era su mejor libro de meditación.

Y como un medio para esta presencia continua de Dios en su vida era la devoción a la Virgen. Desde que en el hogar paterno aprendió el rezo del Rosario, lo tuvo siempre como devoción favorita. Ya se ha dicho que la aguijada para conducir sus bueyes y el Rosario de Nuestra Señora no faltaban nunca en sus manos. En el pensamiento y en el corazón de Fray Aparicio, cuando domaba los novillos o abría el camino de Zacatecas, cuando cuidaba en las noches sus mieses o recogía las limosnas con sus carretas, estaba siempre Dios a la vista.

Una docena de bueyes solía tener el bendito limosnero del convento de Puebla. Los necesitaba para tirar de sus carretas. Causaba admiración lo sumisos que todos estaban a su voz de mando o a su insinuación más leve. Los mismos jóvenes estudiantes franciscanos se entretenían llevándole forraje a Sebastián para que lo distribuyera entre el ganado. Todos los bueyes, por turno, iban recibiendo el bocado apetitoso de su mano, sin que, llevados de su instinto, tratasen de arrebatárselo unos a los otros, y si esto ocurría, a la voz de su boyero se retiraban tranquilos.

Imposible fuera que un hombre solo, anciano y achacoso como Sebastián, pudiera dominar los bueyes con aquella facilidad suma. Los llamaba para uncirlos al carro y venían sin resistencia. Cuando a las noches los dejaba en libertad, antes de ponerse el fraile en oración y de echarse a descansar debajo de su carreta tenía siempre unas palabras afectuosas para sus coristillas: que fueran a tal sitio determinado, que no entrasen en los sembrados, que no pelearan entre ellos... Al que era como el capitán de la boyada le encargaba los vigilase para que cumplieran sus recomendaciones y para que a la mañana siguiente estuviesen a tiempo para empezar el trabajo. No faltaba ningún buey a la hora precisa. Los dueños de las heredades nunca pudieron decir que los bueyes de Fray Sebastián hubieran estropeado su labranza.

Una buena mujer, bienhechora constante del bendito limosnero del convento franciscano, vio con asombro que los bueyes de Sebastián pastaban en sus milpas. Padre Aparicio -le dice acongojada- sus bueyes me estropean el sembrado. Y él le responde: No se preocupe hermana, mis bueyes no hacen daño. Obedientes a la voz de Sebastián que los llama, se retiran de los maizales. Ni una mazorca había sido arrancada por el apetito insaciable del ganado. Ni una sola planta había sido partida por la pisada de los bueyes. Era verdad lo que de ellos decía el fraile de las carretas.

Ricardo guardó silencio. Se levantó y acalló con una seña los primeros intentos de aplauso.

-Gracias a todos... pero les ruego no aplaudir. Prefiero mil veces otro tipo de manifestación gustosa, pero dedicada a Sebastián.

-Oye tío, llamó Hiromi, y podrías decirnos cómo va el proceso de canonización del Beato?

-Ya hace unos días platicaba con Aldo y Julián sobre eso, algunos metiches llegaron y escucharon parte de la plática. Al terminar con la vida de Sebastián, revisaremos el proceso, cómo funciona, qué se hace y hasta dónde estamos en este momento.

-Podemos hacer algo nosotros? cuestionó Nury.

-Claro que sí, por principio de cuentas escribir cartas, muchas cartas pidiendo su canonización; pero creo que sería mejor esperar para ver qué dicen los encargados de su causa.

-Hace muchos milagros... qué eso no se toma en cuenta? insistió Graciela.

-Hay formas. Ya platicaremos de ellas y de la diferencia que hay entre los milagros. Mientras tanto... que pasen buenas noches...

 

 

 

 

Caminando plácidamente por las amplias avenidas del Paseo Bravo uno de los dos grandes y tradicionales parques de la angelópolis, Julián comentaba con Ricardo su actitud para con Aldo, el pastor.

-No dejas de verlo con desconfianza, verdad?

-Sí... hay algo en él que no me permite abrirme por completo; siento que juega sucio, por lo bajo... no lo siento sincero pues!

-Porqué no hablas con él, a solas, con franqueza.

-Ajá...y qué le voy a preguntar?

-No se trata de que le preguntes... sondéalo, búscale, encuentra el fondo... tú sabes hacerlo...

-Con una condición... que tú también lo intentes...

-Bueno... si eso te tranquiliza...

 

Entraron al Santuario de Guadalupe, ubicado en la parte norte del Paseo Bravo, sobre la avenida Reforma, a tan sólo una calle de la casa en que Ricardo pasara algunos de los más emocionantes años de su juventud.

Entre el Santuario y aquella vieja casona, mediaba una edificio tipo castillo medieval que había servido como penitenciaría estatal, ahora dedicado a la cultura.

El templo, también conocido como La Villita pues a él llegaban todas las peregrinaciones que en diciembre se hacían en honor y fervor a la Virgen de Gudalupe, había sido visitado repetidas veces por el escritor, entonces niño, vestido de indito con sandalias de cartón, y llevado por la inolvidable Doña Isabel, su abuela, y Asunción, su madre, tal y como lo consignara en uno de sus libros: Soy Guadalupano... y qué?

Como su guardia personal, estaba ella encabezando al séquito celestial con la ayuda y apoyo de Cristo, y a quienes seguían San Sebastián y San Judas Tadeo. Con una escolta de ese tamaño... qué temor a algo iba a tener Ricardo?

Era una caminata de recuerdos. Tras la visita al templo, llevó a Julián a conocer por fuera la casona de Reforma y entraron un rato a la ex-penitenciaría que mucho más atrás fuera el Fuerte de San Xavier, uno de los bastiones de defensa de la ciudad de Puebla junto con los fuertes de Loreto y Guadalupe.

Curiosamente, ahí, en uno se los salones dedicados a eventos, estaban reunido un grupo de gentes que hablaban de religión. La voz, al pasar, les llamó la atención. Regresaron un par de pasos para descubrir que el que hablaba era Aldo. Hermosa oportunidad de verle en acción y escucharle.

A una seña de Julián, se colaron con el mayor sigilo.

-...Dios es Dios, sólo hay uno conformado por la trinidad. Pero la figura de Cristo es preponderante, es él sólo hijo de Dios Padre, la unción del Espíritu Santo, el Salvador de los hombres y único mediador de ellos ante aquellos. Son seres divinos a diferencia de aquellos a quienes llaman santos, todos de procedencia humana que, aunque generadores de acciones sublimes, no debieran recibir culto sino a lo más reconocimiento por su entereza, bondad o arrepentimiento; seres que podrán haberse salvado y moren en las habitaciones celestiales, pero jamás intercesores divinos y menos fabricantes de milagros.

Es Cristo pues, la imagen central, el único objeto de adoración y para eso nos hemos reunido, pues no nos salva el que maneja el barco, sino el heróico marino que se lanza al agua, lucha con el mar embravecido, y alcanza hasta nosotros su mano bendita y salvadora...

Ricardo volteó a ver a Julián, quien sólo levantó los hombros en señal de extrañeza. Salieron con el mismo sigilo que con que entraron.

-Lo que acabamos de escuchar me acabó de descontrolar, dijo asombrado el escritor. Cómo demonios me muestra interés en la vida de Sebastián, cómo me pide que le explique el proceso de canonización, cuando el maldito ni siquiera acepta o cree en los santos??!!

-Pues, sí... en verdad es raro... pero creo que es ahora cuando  mayor razón debemos enfrentarlo.

 

 

Esa tarde, Ricardo saludó secamente a Aldo, sentado como siempre a su lado. Sin más preámbulos empezó.

-El Padre Gaspar Calvo Moralejo nos recuerda que estaba atareado Fray Sebastián en el acarreo de la piedra necesaria para la cerca del convento de Puebla de los Angeles. Uno de los bueyes no podía seguir trabajando por su fatiga y Aparicio lo deja en libertad. Pero no puede interrumpir el trabajo para no perder aquel día. No lejos ha visto una vaca, de las que se crían en el monte, que pasta tranquila con su ternerillo. Se le aproxima, le echa al cuello su cordón y, sin la menor resistencia, el animal le sigue. La pone bajo el yugo y el animal, con toda mansedumbre, ayuda en su trabajo al fraile carretero. El ternerillo, con incesantes mugidos, protestaba al verse privado de su madre. Aparicio le ordena que la espere allí mismo y que cese en sus lamentos. No se oyó un nuevo mugido. Era ya el quinto viaje a eso del mediodía. Fray Sebastián le da permiso para que se acerque a mamar en las ubres repletas de la madre... y le obedece al momento. Por la tarde, cuando terminó el trabajo, el becerrillo y su madre retozaban nuevamente en libertad. El fraile de las carretas ya no los necesitaba.

Cuando le hacía falta algún buey lo pedía de limosna. Solamente quería los que menos necesitaban sus dueños porque no estaban hechos a someterse al yugo o por su demasiada bravura. Sebastián se quitaba su cordón, lo ponía al pescuezo del buey, y era entonces ya fácil uncirlo a las carretas del bendito fraile. Cuando la gente veía estas cosas y elogiaba su santidad y vida penitente, respondía que era San Francisco quien lo amansaba porque tenía falta de sus servicios.

No solamente le obedecían a él en persona; incluso cuando se les mandaba algo en su nombre sabían aceptar con docilidad las órdenes que se les daban. Sin poder andar mucho por las molestias de su hernia, no le era fácil recoger su ganado, y encarga a unos niños pequeños que se lo traigan. La madre de uno de ellos le hizo ver a Sebastián que los niños eran muy pequeños -el mayor no llegaría a los siete años- para que pudieran traer los bueyes. No importa, le respondió, los bueyes les harán caso. A la voz de los pequeños, «que os llama Fray Aparicio», vinieron todos sin la menor resistencia.

Una ocasión, en el camino de Atlixco a Puebla había hecho un alto con sus carretas cargadas de trigo. Sin advertirlo, se han parado cerca de unos grandes hormigueros. Ni que decir tiene que las hormigas sí advirtieron pronto la abundancia del grano. Trabajaron tan afanosamente que cuando Sebastián se da cuenta ya la carga estaba muy disminuida. Se entretenían afanosas e incansables las hormigas llevándose aquella abundancia de provisiones. Se oye de pronto la voz de Sebastián: De San Francisco es el trigo que habéis hurtado, mirad lo que hacéis. A la mañana siguiente, cuando Fray Aparicio va a comenzar su marcha, la carga de trigo estaba completa. Ni un solo grano había desaparecido.

Duermo donde puedo, había respondido Sebastián a cierto religioso. Si sus carretas pudieran hablarnos habrían dicho que todos los caminos y en cualquiera de las cuatro estaciones del año eran lecho adecuado para que el bendito fraile que las conduce pudiera descansar en la noche. Dios velaba su sueño.

Fueron muchas las veces que las lluvias lo sorprendieron en su descanso nocturno. Cuando Sebastián se levantaba del suelo, quedaba enjuta la marca del espacio que había ocupado su cuerpo. El no se había mojado lo más mínimo. Como ni siquiera se había humedecido el grano de las carretas apenas tapado y que había encomendado a Dios mismo. No estaba a la intemperie. Su fe lo protegía constantemente.

Ando tan cansado y afligido de mis enfermedades -le decía a otro religioso en los últimos años-, que ya me traen apurado. Menos mal que todo se lo tenía ofrecido al Señor, pues si no fuera por su amor es imposible tolerarlo. Por eso el Señor, en recompensa, le protegía visiblemente de las inclemencias del tiempo, o mandaba a sus ángeles que lo ayudaran en un vado difícil. Hasta el mismo Apóstol Santiago, de quien era tan devoto, se presentó a proteger al fraile gallego y su carreta, arrastrada por las aguas. Para el hombre de fe sincera y profunda, que siempre acepta la voluntad de Dios, a quien sinceramente ama, y la busca en todo el quehacer de su vida, todo es posible. Dios nunca falla ni deja a la intemperie, sin su protección, a quien le busca constantemente. Tiene más solicitud por nosotros que por las flores del campo que Él viste de hermosura. Si una madre no se olvida de su hijo, Dios no puede nunca olvidarnos. La vida de Sebastián de Aparicio es un mensaje continuo de esa Divina Providencia que nos ama y protege.

Las limosnas que venían en sus carretas eran primeramente compartidas por los pobres que le salían al encuentro. Así, Fray Aparicio era limosnero de Dios para sus hermanos los necesitados. Y cuando le pedían el favor de sus oraciones, que los encomendase a Dios, el mismo Señor, por Sebastián, resucitaba a un niño atropellado por una carreta desbocada, curaba a un enfermo que se moría sin remedio, hacía feliz un alumbramiento cuando peligraba la vida hasta de la misma madre. Nadie quedaba sin la protección que Sebastián pudiera ofrecer a todo el que por amor a Dios se lo pedía.

Según la máxima del mínimo y dulce Francisco de Asís, tanto es el hombre cuanto es en la presencia de Dios y nada más. El buen o mal concepto, la opinión que de uno se tenga, no pueden dar lugar a que la propia estima se adueñe del humano corazón. Sería engañarse a uno mismo. El bendito fraile de las carretas era fiel cumplidor de esta doctrina. Prefería ser olvidado por todos. Que nadie lo tuviera en consideración. Ni siquiera para que le ofreciesen una silla. Él solía, por eso, sentarse en el suelo. Tenía una frase para explicar este modo de proceder tan suyo: Mejor está la tierra sobre la tierra.

Dios honró a su siervo con algunas gracias extraordinarias: visiones de la Santísima Virgen, Santiago, San Francisco, San Diego... Los éxtasis en que en ocasiones se le vio elevado en el aire, pudieron ser conocidos en parte por las declaraciones de algunos testigos que se asombraron ante estas maravillosas señales. Fray Sebastián no pierde a Dios de vista en su vida. Es su mejor y más viejo amigo. Y Dios ensalza al hombre sencillo que por su amor quiere vivir en el olvido de todos. Con la renuncia que hizo de su ser en aras del amor a Dios, ponía en práctica el consejo del gran San Buenaventura: «Ama ser ignorado y tenido en nada. Es más provechoso que ser alabado por los hombres».

 

El 20 de enero de 1600 había cumplido Fray Sebastián de Aparicio noventa y ocho años. Pero, sin duda, ni siquiera se detuvo a precisar los años de su existencia. Al verlo trabajar incansable nadie podía suponerse su edad. A él tampoco parecía importarle. Inasequible al desaliento, proseguía su vida penitente y trabajadora, más lleno de Dios, a quien no perdía de vista. Aquella fecha aniversario la pasó Sebastián trabajando con sus carretas con la misma ilusión que en sus años mozos, cuando él las introdujo en estas mismas tierras mexicanas.

Las molestias de su hernia iban, no obstante, en aumento. Difícilmente podía contenerlas. Sus fuerzas decrecían. Su voluntad, siempre vigorosa, trataba de sobreponerse a la fatiga y a los dolores. Pero ya todo era inútil. Día a día desmejoraba sensiblemente.

Del monte de Tlaxcala venía Sebastián de Aparicio con un carro de leña. Era la tarde del domingo 20 de febrero de 1600. En el camino se había sentido indispuesto. Fuertes dolores, acompañados de náuseas y vómitos, le habían acometido con insistencia. La hernia se le estrangulaba. Llega al convento desfallecido. No puede más. Al primer religioso que ve le encarga que avise a Fray Juan de San Buenaventura, que lo espera en la puerta de la huerta. Allí, sobre el suelo donde acostumbraba, se acostó por última vez mirando al cielo el fraile de las carretas.

Juan de San Buenaventura es otro fraile, también de Galicia, a quien Sebastián tiene más confianza. Le pide que en un comal le traiga unos salvados calientes para aplicar a la hernia. El remedio esta vez no sería suficiente.

El Padre Guardián, al enterarse de lo que ocurre, dispone el traslado inmediato a la enfermería, y el médico le ordenaría guardar cama. Eran los primeros y los últimos días que Fray Aparicio ocupaba una celda y descansaba en un lecho. Fueron cinco jornadas fatigosas entre zozobras y esperanzas. Los vómitos no desaparecen. No puede comulgar. Sebastián manifiesta sus deseos de que le traigan el Santísimo a su celda para adorarlo, al menos por última vez. Sería un gran consuelo para su espíritu. Ha pedido también, por favor, le permitan postrarse en el suelo. Desde allí adora, ensimismado, el Cuerpo Sagrado de Cristo, que recibe espiritualmente. Y en el suelo, tierra sobre tierra, recibe fervoroso el sacramento de la Santa Unción.

En aquellas últimas horas de su vida el Padre Guardián le presenta un crucifijo, exhortándole a un acto de dolor de sus culpas. ¿Ahora habíamos de aguardar a eso? Muchos días ha que somos amigos viejos, responde Sebastián. ¿Quién podía dar mejor y más sabia respuesta? Gracias a Dios -dijo a otro religioso que lo animaba-, no tengo cosa que me dé pena y el demonio no tiene que ver en mí, que ya está vencido y se ha ido para quien es. Todo lo veo en paz. El Señor sea bendito. Ahora el demonio, como él mismo había afirmado, le importa menos que un mosquito.

El día 25 de febrero de 1600, según los registros, hacia las siete de la tarde, Fray Sebastián, postrado en tierra como otro San Francisco, con lucidez admirable, se prepara a recibir la visita de la muerte. Su vida se extingue por momentos. Los religiosos de la comunidad se han reunido en su celda sin que nadie les avise. Han comenzado a cantar El Credo. El rostro del enfermo se ilumina. Al repetirlo por segunda vez y llegar al se encarnó de María la Virgen, Jesús, suspira Sebastián... y en los brazos de Fray Juan de San Buenaventura, que lo sostenía, entrega su alma en las manos amorosas de Dios nuestro Padre. Fray Sebastián Aparicio lo había amado locamente hasta su último suspiro. Los dos amigos viejos se han encontrado para siempre. Sebastián de Aparicio, el emigrante español, supo abrirse en México el camino que le llevó a la Patria definitiva. Su emigración había terminado.

Las gentes no se cansaban de contemplar los despojos mortales del fraile de las carretas. Había un no sé qué inexplicable en aquel cuerpo flexible y sonrosado. Varias veces tuvieron los frailes que amortajar el cadáver porque otras tantas su hábito desaparecía. Todos querían llevarse un trozo como reliquia. El aroma que se sintió en su celda a su fallecimiento seguía percibiéndose a su alrededor y en las cosas que estuvieron en contacto suyo.

El martes 29 de febrero se le pudo, por fin, dar sepultura en la iglesia de San Francisco. Sobre aquellos santos despojos fue cayendo la cal viva y la tierra que lo abrazaba amorosa. Tierra sobre tierra, como él había dicho. En Puebla de los Angeles no se había visto un entierro tan concurrido. Las curaciones milagrosas de los últimos días eran rúbrica divina para aquella vida más sobrenatural que humana.

 

Ricardo quedó callado, con la cabeza baja; los demás hicieron lo mismo, como si se hubiesen puesto de acuerdo para guardar ese minuto de silencio que se les otorga como homenaje a los muertos.

Ayudó a levantarse a Julián y, sin voltear siquiera a verlo, ordenó más que solicitar a Aldo que les alcanzara en el comedor.

Para todos, la reunión a puerta cerrada, pero que los cristales de las vidrieras permitían observar, era extraña. Algunos quisieron quedarse al menos a observar, pero un enérgico manotazo de Julián les hizo retirarse de los alrededores.

-Por una mera casualidad, durante un recorrido por mi viejo barrio, al entrar a la Penitenciaría, pudimos escuchar parte de tu perorata... me podrías decir, ahora sí, abierta y sinceramente, qué es lo que buscas al participar en mis charlas? Me argumentaste que querías saber más sobre la causa de los santos, beatificación y canonización, dijiste también que querías ayudar en la causa de Sebastián, pero te escuché muy claramente decir que no crees en los santos....

-Ya acabaste? contestó preguntando Aldo tras salir de su asombró por la repentina llamada.

-Sí, creo que he sido muy claro...

-Escuchaste, sí, pero no escuchaste... como otras veces... todo! Mira, nosotros no pertenecemos a una secta o rama de la religión; ni a los evangélicos, ni a los mormones, ni a nadie... simplemente nos reunimos -y unas cuantas gentes- a escuchar la palabra de Jesús. De ahí nuestro calificativo de cristianos; no es que no creamos en los santos, pero sí hacemos una diferenciación muy marcada entre la procedencia divina de Cristo y la humana de esos santos.

Soy un firme creyente, pero excluido de la iglesia romana por lo que muchos: la falta de credibilidad en sus representantes y en su sistema para llevar el dogma en vez de la fe. Te aclaro que me auto-excluí, no me excluyeron.

De ahí surgió en mi la inquietud de regar la palabra de Cristo. Como en tu caso, primero fueron unos cuantos escuchas, luego decenas, ahora son cientos. No somos muchos, pero me da gusto cobijar a aquellos que también se autoexcluyen de la iglesia romana, antes de que vayan a parar a alguna secta que les desoriente más aún.

Alguna vez platicaste de esos momentos de duda, de incertidumbre que has tenido. Bueno... yo también los tengo, y muy fuertes. Sobre todo en relación a los santos. Surgió todo porque uno de mis hijos me dijo: pues yo no sé porqué tantos santos, si son gente, hombres como nosotros...

Por alguna razón, pues yo tampoco creo en las coincidencias, fue por esos días en que Lourdes me habló de tus charlas y quise venir, pues se trataba de un santo, sobre todo de un santo polémico. Por eso estoy aquí. Porque quiero saber más sobre los santos, cómo se investigan, cómo se proponen, cómo se llevan a la santidad...

Perdona si en algún momento actué como si estuviese complotando tus charlas o tu presencia... pero no soy más que un insignificante hombre con visos de pastor que quiere lo mejor para sus ovejas...

Julián y Ricardo se habían quedado mudos. Esperaban alguna argumentación, una defensa de parte de su antagonista, pero les volvió a comer el corazón con su humildad.

-Nuevamente no tengo palabras para pedirte una disculpa... u ofrecértela, como quieras concederlo, dijo el escritor sumido en la vergüenza.

-Y nuevamente te digo que no tienes porque pedirla, o darla pues.

-Cuenta con nosotros en lo que podamos ayudar para despejar tus dudas, agregó Julián muy serio.

-Sólo quiero escucharte... dijo Aldo colocando la mano en el hombro de Ricardo.

Los dos se dieron un fuerte abrazo, ante la mirada estupefacta de los hijos del escritor y sus hermanos, que habían presenciado todo desde fuera.

Julián, abriendo las puertas del comedor, anunció solemne:

-Señores, es la hora del cafecito... y que sirvan uno más para nuestro amigo Aldo.

Lourdes, al ver cuántos eran aún, indicó a Julián que se sentaran en la mesa del comedor.

-Sea, niña buena... tus deseos son órdenes para estos viejos cascarrabias.

Los demás sonrieron todavía un poco desorientados.

 

 

 

Norma agitó levemente al todavía dormido escritor para avisarle que Aldo le esperaba en la sala.

-A esta hora? pero si todavía es de madrugada!

-No tanto, contestó amorosa la maestra, ya son más de las nueve. Te dejamos dormir porque ayer te sentí muy tenso y... luego con eso del comedor...

-Gracias amor... contestó con sinceridad Ricardo mientras salía de la cama. Dile a Aldo que bajo enseguida...

 

-Puedo saber a qué se debe la desmañanada?

-Vengo a invitarte a mi plática de hoy...

-Qué...?¡ Y eso?

-Pues quiero que escuches lo que le voy a decir a mi grey...

-Y Julián, preguntó a Lourdes.

-Está en el jardín. Desayunó temprano y está jugando con la Peque.

-Ya le dijiste a él? cuestionó dirigiéndose al pastor.

-Claro! Si ya sé que no das paso sin huarache...

-Ahhh... ya me dijiste huarache! reclamó el sacerdote que entraba en ese momento.

-Perdón... en realidad fue un simple dicho... exclamó Aldo medio apenado.

-Bueno... deja que me arregle un poco y vamos. A qué hora es tu charla?

-A las diez y media... tenemos tiempo.

 

 

Esa tarde, Ricardo empezó su plática con la presentación de un nuevo amigo.

-Buenas tardes jóvenes... hoy quiero presentarles a un nuevo amigo. Sin embargo, antes quisiera hacerles saber un sentimiento que se despertó en mí.

Varias veces, tanto en mis charlas como en mis libros, ha hablado sobre la reconciliación de las iglesias, que no religiones pues al final de cuentas creemos en un sólo Dios pero con variantes que nosotros mismos habíamos convertido en insalvables al paso del tiempo.

Como buen ser humano, caí varias veces igualmente en el error de hacer totalmente lo contrario de lo que predico. Hablo de calma, cuando soy colérico casi por costumbre; hablo de entereza, cuando me derrumbo ahora por casi todo; mi debilidad me ha llevado, incluso, a la ingratitud que yo mismo tanto condeno.

Pero hay un aspecto que debo sancionar ahora de mi propia debilidad: la incomprensión. Me apena reconocer que cuando narro los avatares de esa reconciliación tan buscada por los últimos Papas, sobre todo por Juan Pablo II, yo mismo me olvido de hacerlo.

Presentado a ustedes desde su llegada, Aldo, el pastor cristiano que nos acompaña cotidianamente, ha sido cruel e injustamente calificado por mí, cuando lo que pregono es totalmente lo contrario. Ayer, en una charla abierta y sincera, desapareció para mí el Aldo el pastor, para dar paso a Aldo, el amigo, a quien quiero presentarles ahora y a quien ruego recibamos con un caluroso y fraternal abrazo.

Todos aplaudieron de pie. Algunos no alcanzaban a entender de qué demonios se trataba, pero percibían un nuevo ambiente, más laxo, más amable.

 

-Gracias a todos por su comprensión. Sigamos. Abierto el proceso de su beatificación, hasta 968 milagros atribuidos a Sebastián llegaron a figurar en las actas, con toda la documentación correspondiente, y los 568 testigos que declaran no dejan lugar a dudas sobre algo tan evidente.

Desde entonces son incontables los que cada día ponen por mediador en sus plegarias al humilde limosnero del convento franciscano de Puebla, a Fray Sebastián de Aparicio, el fraile de las carretas. Fue beatificado por el papa Pío VI el 17 de mayo de 1789, y desde entonces se lucha por que alcance la canonización.

Pero... alguien preguntaba por ahí.... qué demonios es la canonización? cómo se realiza? quiénes intervienen? No tiene objeto meternos en antiguedades históricas que podrían enredarles más que ayudarles, pero sí debemos ver un poco en retrospectiva cómo se da, en la época moderna, el proceso de santificación.

Al principio de la comunidad católica -cosa ya platicada a Aldo- fueron primero los propios fieles los que elevaban a la santidad a algunos de sus prohombres; luego, se impuso la autoridad eclesial que más tarde se concentró en los Obispos, luego en los Arzobispos, y finalmente en el propio Papa.

Para esto, claro, debieron pasar varios siglos, muchas polémicas, y mil avatares.

La época medieval dio rienda suelta a una de las principales polémicas: cómo elevar a la calidad de santo a un hombre que, aunque lo fuese, era importante sólo para su comunidad local, o regional en el mejor de los casos.

Antes de 1270, la santidad se concedía a una amplia y variopinta gama de candidatos: obispos que ejemplificaron el empleo justo de la autoridad y de la riqueza; legos que trabajaron en pro de la justicia social; penitentes cuya conversión y arrepentimiento de su anterior vida pecaminosa suministraban a los creyentes de a pie ejemplos listos para emular; reformadores monásticos y, ante todo, los mediterráneos fundadores de nuevas órdenes mendicantes, como Domingo de Guzmán y Francisco de Asís.

Hacia finales del siglo, sin embargo, el número y la variedad de personas aceptadas para la investigación formal por parte de la curia romana empezó a decrecer.

Según se infiere a partir de las causas que tuvieron éxito, lo que interesaba eran candidatos cuya virtud no se prestara a ninguna confusión con los logros meramente humanos. En general, favorecieron a aquellos siervos de Dios que abrazaron formas radicales de pobreza, castidad y obediencia: sendas de renuncia que distinguían la vida "religiosa" de la de los legos.

En resumen, la tendencia principal de las canonizaciones era el abandono de los bienhechores públicos, reyes y obispos amables, en favor de los ascetas que renunciaban al mundo y de los defensores intelectuales de la fe; muchos de ellos, gratificados también con extraordinarias experiencias místicas.

Por otro lado, los santos predilectos de Roma no gozaban de mucha popularidad entre los cristianos de a pie -San Francisco de Asís constituye la excepción-. En primer lugar, a la gran masa de los creyentes no les interesaban los santos como ejemplos morales, sino como patronos espirituales que protegían a la población de plagas y de tormentas. En segundo lugar, las virtudes morales, ascéticas e intelectuales, ejemplificadas por los santos canonizados por el Papa, no eran fáciles de cultivar fuera de monasterios y conventos.

A ese respecto, la división entre los santos oficiales y los santos locales o populares reflejaba la creciente tensión que existía dentro de la Iglesia entre el santo como ejemplo de virtudes y el santo como taumaturgo o milagrero.

Así pues, el desarrollo de la canonización, como proceso papal, implicó un desplazamiento del acento desde la preocupación popular por los milagros hacia la preocupación de las élites por la virtud. Las pruebas de milagros continuaban ciertamente siendo necesarias para verificar la reputación de santidad del candidato, pero sólo un riguroso examen de su vida podía demostrar la presencia de la virtud.

El extremo llegó cuando el Papa Inocencio IV (1243-1259) declaró que la santidad requería una vida de "virtud continua e ininterrumpida", o sea, la perfección.

A finales de la Edad Media, el culto de los santos se caracterizaba, en consecuencia, por una paradoja. Por un lado, se amplió la brecha entre los santos oficiales, canonizados por el papa, y los santos locales y populares, no oficiales; por el otro lado, había una convergencia entre las representaciones populares de la santidad y las de las élites: ambos veían en las señales de lo sobrenatural pruebas de santidad, aunque interpretaban esas señales de manera muy diferente. De todos modos, el santo era visto como alguien a quien Dios había predestinado a una vida que rebasaba las capacidades de los mortales, salvo de unas pocas almas cristianas. Aun así los humildes pecadores tenían motivos de esperanza: según la enseñanza de la Iglesia, los pocos perfectos habían producido, con su tenaz abnegación, un "tesoro" o unos méritos vicarios de los cuales podían beneficiarse las masas espiritualmente débiles. Era esa economía espiritual la que desafió, en su momento debido, un monje alemán atormentado por la conciencia. En nombre de un Evangelio más puro, Martín Lutero rechazó tanto a los "atletas" espirituales favorecidos por Roma como a los patronos espirituales milagreros invocados por el creyente común.

Debe ustedes recordar que la edad media se caracterizó por las cruzadas, la lucha eterna por rescatar los santos lugares, y por ende se dio una religiosidad tan amplia como degradada.

La cristiandad medieval era efectivamente en gran medida una cultura de los santos. Cada ciudad y cada pueblo tenía su santo patrono y cada iglesia, sus reliquias. Los países tenían también sus patronos, como San Jorge para Inglaterra o San Patricio para Irlanda. Cada oficio veneraba a un patrono y, al adoptar con el bautismo el nombre de un santo, todo cristiano tenía un abogado en el Paraíso. Los santos curaban enfermedades y protegían a los creyentes contra desgracias y espíritus malignos; también castigaban a los pecadores. Los creyentes no sólo rezaban a los santos, sino que además juraban por ellos. A medida que se multiplicaba el número de santos, lo hacían también las fiestas en su honor y las peregrinaciones a sus santuarios. Para quienes sabían leer, las vidas de los santos eran los "best-sellers" medievales, pleno equivalente de la narrativa de ficción moderna; para los analfabetos, había imágenes y estatuas e iconografía de todas clases.

En resumen, en vísperas de la Reforma protestante, Europa era una sociedad empapada de santos, de sus pertrechos y doctrinas. Era, según nos recuerda el historiador holandés Johan Huizinga, una sociedad en la que "los excesos y abusos eran resultado de una extrema familiaridad con lo sagrado (...). Una parte demasiado grande de la fe viva. se había cristalizado en la veneración de los santos, lo cual hizo brotar un anhelo vehemente de algo más espiritual".

Las causas de la Reforma protestante fueron ciertamente múltiples, pero el efecto más palpable que tuvo sobre los creyentes comunes, fue el colapso de las estructuras espirituales mediadoras que representaba el culto de los santos. De un día para otro, las reliquias y las estatuas desaparecieron de los santuarios reformados. El púlpito reemplazó el altar, las palabras a las imágenes, el oído a la vista, el símbolo se limitó a ser meramente símbolo.

La Reforma atacaba el culto de los santos, y en ninguna parte de los territorios en litigio halló la menor resistencia. En fuerte contraste con la creencia en la brujería y en la demonología, que conservaron plenamente su terreno en los países protestantes, tanto en el clero como entre los legos, los santos cayeron sin que nadie diera un golpe en su defensa.

De todos los reformadores protestantes, la reacción de Lutero frente a los santos era la más interesante y la más complicada. Su decisión de hacerse monje fue precipitada por una tempestad, durante la cual rezó a Santa Ana e hizo votos de entrar en un convento si sobrevivía. Pero, finalmente, perdió la fe en el poder de los santos... y en sus reliquias. En 1520 publicó un panfleto anónimo en el que parodiaba la colección de reliquias del arzobispo de Maguncia, entre las cuales enumeraba "un pedacito del cuerno izquierdo de Moisés, tres llamas de la zarza de Moisés del monte Sinaí, dos plumas y un huevo del Espíritu Santo" y cosas por el estilo. Pero el catálogo auténtico de las reliquias del arzobispo era ya de por sí su propia parodia: entre otros objetos sagrados incluía un pedazo de tierra del sitio en donde Cristo enseñó el padrenuestro, una de las monedas de plata que cobró Judas por traicionar a Jesucristo y restos del maná que recibieron los israelitas en el desierto.

La respuesta de Roma fue ambigua. Por un lado, el Concilio de Trento (1545-1563) reafirmó vigorosamente el culto de los santos y de sus reliquias, declarando que "sólo hombres de mentalidad irreligiosa niegan que los santos, que gozan de eterna bienaventuranza en el Paraíso, deban ser invocados".

Por otro lado, empujó a la Iglesia hacia la reforma. Numerosos nombres fueron eliminados de los rebosantes santorales, dejando sitio para adiciones posteriores. La reforma detallada de los procedimientos llegó en 1588, cuando el Papa Sixto V creó la Congregación de Ritos y encargó a sus funcionarios la responsabilidad de preparar las canonizaciones papales y de verificar la autenticidad de las reliquias. Pero no fue hasta el pontificado de Urbano VIII (1623-1644) que el papado obtuvo por fin el control completo de la creación de santos.

-Huy... entonces lo de los santos sí ha sido un verdadero relajo, dijo casi preguntando Miguelito.

-Bueno, hay que tener en consideración -como lo digo siempre y para todas las cosas- la realidad del entorno; cómo pensaban, cuales eran sus costumbres, en fín, la forma de vida en ese entonces.

Además, hay que tomar en cuenta que quienes llegan a encabezar movimientos que pasan a la historia no siempre los empiezan con esa real idea ni los intereses dejan de existir.

-Qué quieres decir con eso? cuestionó a su vez Nacho.

-Pues que, por ejemplo, Hidalgo, la Corregidora, y Aldama en realidad no buscaban la independencia de México, sino simplemente tener los mismos derechos, como criollos, que los españoles, y que se supone ya asentaba la Constitución de Cadiz pero no se aplicaba sobre todo en la Nueva España. Al verse descubiertos, tuvieron que echar mano del pueblo al que, para que se levantara en armas, sí le ofrecieron la independencia absoluta. Si no lo hacían así, si les decían que lo que querían era que los criollos tuvieran iguales derechos que los españoles, los indios, al darse cuenta de que no sacaban beneficio o provecho alguno, no les hubiesen apoyado.

Así Lutero, públicamente adoptó una posición que reflejaba el pensar y sentir de muchos fieles respecto a la iglesia y sus errores, pero en realidad no era tan sincero. Por ejemplo, negaba la existencia de los santos, pero guardaba en su haber reliquias como un supuesto pedazo de la cruz en que Cristo fue crucificado, haciendo con esto y su veneración, santa a la propia cruz; guardaba también otra reliquia de San Agustín, uno de los doctores de la iglesia, sí, pero santo al fin.... y qué me dicen del pedacito del cuerno de Moises? paradójico, no?

Bueno, pues por ahora creo que ha sido suficiente. mañana hablaremos de la “fabricación de santos” -como le dicen por ahí algunos detractores- en la época moderna.

Buenas noches a todos...

 

 

 

 

El desayuno de Aldo en casa de la mamá de Ricardo se volvía costumbre con el beneplácito -ahora sí- del propio escritor, doña Asunción, Norma, Lourdes, y Julián.

-Qué trajiste ahora? preguntó cinicamente el sacerdote.

-Sólo gelatinas, pues me dijo Lourdes que haría chilaquiles y carne asada, contestó medio ciscado el pastor.

-Bueno, dijo en tono bromista Julián, puedes pasar aunque sea sólo con gelatinas...

Ricardo, que bajaba en esos instantes, fue recibido por la Peque, pequeña perrita maltés que se había convertido en la adoración de él y de su esposa.

El animalito le hacía unas fiestas indescriptibles cada mañana, pero ese día más que nunca.

-Qué te pasa? qué quieres?

Y la perrita saltaba encaminándose a la puerta del jardín.

-Ahhh ya sé... quieres correr?

Cuando abrió la puerta, Peque salió corriendo pero volteando de vez en vez para no perder de vista a su amo.

Ubicado ya al centro del jardín, el escritor simulaba tirarle un golpe cada vez que ella se acercaba, lo que hacía que la perrita corriera como desaforada dando vueltas a su derredor. Nueva detención, nuevo amago, y vamos a correr de vuelta.

Así lo hicieron, hombre y perrita, por casi quince minutos, hasta que el propio animalito se fue a echar a su lado.

-Ya te cansaste, verdad?

Peque sólo elevó la cabeza para ver a su amo que se inclinó para levantarla en vilo, y así entraron a la cocina.

-Claro, primero el perro que tus amigos, dijo Julián fingiendo molestia.

-Es que no hay nadie más fiel... contestó Ricardo sonriente, mientras dejaba en el piso al animalito consentido.

-Te sirvo mano? preguntó Lourdes.

-Deja, yo le sirvo, señaló Norma levantándose del lugar que ocupaba.

-No... no te procupes, yo le sirvo...

Norma entonces hizo a un lado la silla para que su marido se acomodara en el lugar de junto.

-Caray... cómo se atienden, dijo jocoso... mira nada más, carne asada y chilaquilitos... bueno, pues tendré que sacrificarme, porque son nuestro últimos días aquí...

-Cómo que tus últimos días? preguntó inquieto Aldo.

-Sí, ya tenemos más de quince días en Puebla; se supone que eran nuestras vacaciones, y ya ves... pero algún día teníamos que regresar a casa, no crees?

Aldo sólo bajó la vista ante la contundencia de los argumentos. Sin embargo, Doña Asunción dijo con voz de niña chiquita:

-Y no puedes quedarte otros días más? Me vas a dejar solita?

-Ja... madre... que vas a estar solita con tanta palomilla a tu lado; solos nosotros, que ya nada más somos Norma y yo. Quizá por eso hemos volcado tanto amor en la perrita....

-Ajá...y entonces yo? reclamó Jazmin.

-Estás y no estás... eres el fantasmita de la casa, dijo bromista el escritor.

-Pero te queremos, agregó Norma de inmediato.

 

Esa tarde, tras platicar con su esposa, Ricardo le anunciaba a todos que sólo estarían tres días más en Puebla. Que aprovecharía ese día sábado, el mismo domingo, y el lunes, porque partirían el martes por la mañana.

-Oye tío... alárgala, no? exclamó Paola

-Que más quisiera, pero hay compromisos que cumplir...

-Y trabajar... recalcó Norma.

-Bueno, aprovechemos el tiempo. El Papa Urbano definió los procedimientos canónicos por los que habían de regirse las beatificaciones y las canonizaciones. En consecuencia, quedaron sólo dos caminos hacia la santidad: uno, la estrecha puerta delantera del procedimiento formal y papal, y otro, la puerta trasera, aún más angosta, de la beatificación o la canonización "equipolentes" (equivalentes) para aquellos cultos que, en el momento del decreto de Urbano, tenían ya por lo menos un siglo de práctica.

Lo que había sido un reconocimiento espontáneo por parte de la comunidad local se convirtió en una investigación retroactiva, conducida por hombres que no conocieron personalmente al siervo de Dios.

Hubo de pasar otro siglo hasta que Prospero Lambertini, un brillante especialista en derecho canónico, que ascendió desde las filas de la Congregación de Ritos hasta convertirse en el Papa Benedicto XIV, se propuso la tarea de revisar y clarificar la teoría y práctica eclesiásticas de la creación de santos. Los cinco volúmenes de su extensa y magistral obra "De Servorum Dei beatificatione et Beatorum canonizatione" (Sobre la beatificación de los siervos de Dios y la canonización de los beatos), publicados entre 1734 y 1738, son aún en la actualidad el texto básico sobre el tema.

En los siglos siguientes, los refinamientos del proceso de creación de santos se debieron mayormente a influencias exteriores. La evolución de la historia como ciencia crítica, por ejemplo, afectó gradualmente la manera en que la Congregación manejaba los textos. Y, lo que es más importante, la evolución de la medicina científica redujo en grado considerable el número y la variedad de "favores divinos" aceptables como milagros. Pero la "ciencia" decisiva seguía siendo el derecho canónico con sus exigencias. La prueba fundamental la seguían constituyendo los testimonios presenciales; el objetivo principal era comprobar el martirio o las virtudes heroicas. Incluso el término técnico usado por la Iglesia, "processus" o proceso, tiene claras connotaciones jurídicas. En consecuencia, si el propósito de la canonización papal, tal como se formó en la era moderna, fue el de alcanzar la verdad teológica -de saber si el candidato estaba realmente con Dios en el Paraíso- tanto la forma como, lo cual es más importante, el espíritu del proceso... eran judiciales.

En 1917, el reglamento formal para la creación de santos fue incorporado al Código de Derecho Canónico. Para quienes no eran estudiosos del derecho canónico o no leían latín, el entero proceso fue expuesto pormenorizadamente por un clérigo católico británico, Canon Macken, en un libro publicado en 1910. Como los santos que produce, el sistema había adquirido, a lo largo de cuatro siglos de refinamiento, una cierta reputación hagiográfica propia por la precisión jurídica que mostraba en el descubrimiento y la verificación de los santos auténticos. Macken declara:

La “fiera luz que bate un trono" no es nada en comparación con esta investigación sumamente cuidadosa y elaborada. Todos los procedimientos se llevan a cabo con un esmero y una formalidad mucho mayores que en los más importantes pleitos judiciales. La historia de una jurisprudencia secular no puede ofrecernos nada que se parezca ni aproximadamente a la extremada circunspección que se observa en esas investigaciones(...)

En los procesos de canonización, todo se reduce a ciencia exacta. Los procedimientos legales de las naciones civilizadas se basan en gran medida en los métodos establecidos de la Iglesia. Pero en ninguna otra parte hallamos la misma severa regularidad y estricta disciplina que se practica en esos exámenes. En todas las fases se observa un máximo de diligencia y precisión, y, mirando el asunto desde un punto de vista puramente humano, es preciso admitir que, si existe alguna institución, algún método de investigación conocido que sea capaz de alcanzar el pleno conocimiento de la verdad, entonces el procedimiento sereno y reflexivo de la Iglesia es el que con mayor derecho puede aspirar a tal distinción. El gran objetivo de todas las investigaciones, desde el principio hasta el fin, es excluir toda posibilidad de error o engaño y asegurar que la verdad reluzca en todo su esplendor".

Para 1983, los procedimientos por los que se hacen los santos habían cambiado drásticamente. Algunas de las formalidades jurídicas continuaban siendo ciertamente las mismas, pero la dinámica subyacente había sufrido un cambio de orientación.

A fin de apreciar la importancia de ese giro, es preciso comprender el contexto jurídico en que se produjo. En la Iglesia de Roma, nada cambia jamás por entero y, así, muchas de aquellas estructuras y prácticas jurídicas permanecen intactas. Sólo después de ver cómo el sistema había funcionado durante la mayor parte del siglo XX podremos apreciar la profunda y poco comprendida revolución que se ha producido en la creación de santos durante lo que fue el pontificado de Juan Pablo II.

En la práctica, el proceso de creación de santos involucraba -y todavía involucra- una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes: promoción, financiación y publicidad por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe -el llamado "abogado del diablo"- y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del Papa tienen fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización.

Quienes se encargan del proceso de elevar a un propuesto a la santidad, forman parte de una congregación sui géneris: la Congregación para la Causa de los Santos.

La Congregación para la Causa de los Santos ocupa el tercer piso del Palacio de las Congregaciones, un edificio en forma de L, de ladrillo reluciente y pálido travertino, situado en el lado oriental de la plaza de Pío XII, casi tocando los amplios brazos ovales de la plaza de San Pedro.

Dentro del Vaticano es un edificio moderno, construido en tiempos de Mussolini, con cierta atención a una modesta dignidad eclesiástica. Los pasillos de la congregación, desnudos y sin adornos, están sombreados al atardecer y resuenan con eco apagado cada vez que pasan, apresurados, los monseñores sumidos en la disputa. La mayoría de los despachos son pequeños, como los de los profesores universitarios, y cuentan con un mínimo de equipo técnico. Hasta 1985 no había, por ejemplo, otra manera de copiar los documentos que con papel carbón; ahora, la congregación dispone de dos fotocopiadoras regalo de benefactores estadounidenses, e incluso de computadoras.

Desde sus aposentos en una esquina del edificio, el cardenal prefecto de la congregación mira sobre la plaza de San Pedro a las ventanas del Palacio Apostólico, donde los muros están adornados con tapices, la Guardia Suiza se cuadra con rápido movimiento... y las fotocopiadoras están a mano, listas para usar.

En 1988, en el cuarto centenario de la fundación de la congregación, el hombre que estaba a cargo de la misma era el cardenal Pietro Palazzini, un prelado elegante, ligeramente encorvado y medio calvo bajo el solideo escarlata. Palazzini entró en el seminario a la edad de once años y, en medio siglo de servicio a la Iglesia, no trabajó nunca fuera del Vaticano ni ejerció mucha influencia en su interior. Pero es un superviviente.

Cuando el Papa Juan XXIII ocupó el Palacio Apostólico, se quejó de ciertos tradicionalistas dentro de la curia romana -profetas de mal agüero, los llamaba- que no se sentían muy contentos con su decisión de convocar el II Concilio Vaticano. Palazzini, autor de diversos libros sobre teología y asiduo colaborador de L'Osservartore Romano, el diario del Vaticano, era uno de aquellos que el Papa tenía en mente. Entre otros factores, la estrecha vinculación de Palazzini con el Opus Dei, silencioso movimiento tradicionalista de creciente influencia, no mejoró sus relaciones con el Papa Juan. El liberal sucesor de Juan, Pablo VI, mantuvo a Palazzini a cierta distancia, aunque lo nombró cardenal, mayormente por cortesía, en 1973. Hacia finales de los setenta, la carrera de Palazzini dentro del Vaticano parecía haber llegado a su término.

En 1980, sin embargo, hubo un nueva Papa, originario de Polonia, y Juan Pablo II reconoció en Palazzini un experto burócrata del Vaticano cuyos instintos conservadores se complementaban con los suyos. A diferencia de muchos otros cardenales de la curia, Palazzini aportaba para su cargo unas credenciales relacionadas con el trabajo de la congregación. Además de la teología moral, poseía títulos superiores en administración de bibliotecas y custodia de archivos. Y, sobre todo, tenía fama de ser un funcionario eficiente. Uno de sus predecesores al timón de la congregación, el cardenal Paolo Bertoli, acabó tan frustrado por la falta de apoyo de parte de las autoridades superiores que renunció cuando le fue cancelada una cita que había solicitado. Palazzini no era el tipo de hombre que se arredraba ante las batallas burocráticas. A sus sesenta y ocho años, sólo siete le faltaban para el retiro reglamentario, y ahora que por lo menos había llegado a jefe de una congregación se haría cargo de todo personalmente, si era preciso.

Palazzini tuvo que aprender muy pronto que incluso el prefecto de una congregación vaticana no es siempre el que manda en su casa. Juan Pablo II insistió en que el cardenal nombrara secretario de la congregación -el número dos de la jerarquía interna- al arzobispo Traian Crisan, un emigrante rumano de escasa estatura que había pasado los treinta y cinco años de su carrera en el Vaticano dentro de la congregación. Se le consideraba un técnico capaz aunque carente de imaginación. Por otro lado, el candidato propuesto por Palazzini para el puesto de subsecretario, el teólogo monseñor Fabijan Veraja, era rechazado por las autoridades superiores, y sólo una instancia dirigida personalmente al Papa venció la oposición. Veraja es un croata alto y ligeramente jorobado, cuya incapacidad de relacionarse con los colaboradores acabó finalmente por distanciarlo también de Palazzini.

Estos tres hombres, más monseñor Anton Petti, un diplomático amable, pero falto de experiencia, tomaron posesión, en 1982, de sus cargos de funcionarios de la congregación responsable de la creación de santos. Establecieron una agenda semanal y participaban en la mayoría de las reuniones importantes. Entre los cuatro mandaban sobre un equipo compuesto por unas dos docenas aproximadas de monseñores, sacerdotes y legos, más veintitrés abogados y dos monjas que cumplían funciones de mecanógrafas. Era un triunvirato explosivo.

En cuanto a su estructura y función, las congregaciones del Vaticano trabajan de manera muy parecida a los comités del Senado de Estados Unidos. Técnicamente, los únicos miembros de una congregación vaticana son sus prelados oficiales, los cardenales y obispos designados por el Papa para asistirlo y asesorarlo en la administración de la Santa Sede. En cada fase crucial del desarrollo de una causa, esos prelados reservan una sala del Palacio Apostólico en donde pronuncian su veredicto y notifican su decisión al Papa.

Pero en el Vaticano, igual que en otras sedes de gobierno, los criterios que se imponen no son siempre los de las personas investidas de autoridad. Más aún que los ministerios de los Gobiernos seculares, las congregaciones vaticanas dependen de asesores. En el largo y trabajoso proceso de la creación de santos, por ejemplo, el criterio decisivo es el de los asesores, nombrados por el Vaticano, de teología, historia y medicina, especialistas de las universidades de Roma que reciben sus honorarios por cada peritaje. En la actualidad hay en la congregación unos ciento veintiocho asesores, muchos más que en ningún otro departamento del Vaticano.

Cuando el cardenal Palazzini asumió la dirección de la congregación, heredó un procedimiento jurídico que se había convertido en el más largo y el más complicado de toda la Iglesia y, probablemente, del mundo entero. Pero lo que ignoraban los católicos romanos fuera del Vaticano -y la mayoría de los funcionarios empleados en su interior- es que heredó también un mandato pontificio de reformar el sistema.

Una década antes, el Papa Pablo VI formó una comisión confidencial de canonistas, teólogos y prelados de las congregaciones, con el fin de estudiar la manera en que se podía modernizar y simplificar el proceso de canonización.

Inicialmente, Pablo VI tenía en mente dos objetivos: primero, pensaba que el examen y la verificación de la santidad debía apoyarse menos en el derecho canónico y más en las ciencias humanas, sobre todo en la historia y en la psicología; y segundo, deseaba que el proceso de creación de santos fuera repensado y revisado conforme al principio de colegialidad enunciado por el II Concilio Vaticano. A la luz de ese principio, había que ver en los obispos locales no meros delegados del Papa, sino sucesores del colegio originario de los doce apóstoles y corresponsables, por tanto, junto con el Papa, del gobierno de la Iglesia.

Durante el concilio, el cardenal Joseph Suenens, de Bélgica, uno de los líderes del ala progresista de la Iglesia, se lamentó de que el proceso de la creación de santos se había vuelto excesivamente largo y demasiado centralizado en Roma. Como antídoto, propuso que por lo menos el derecho y la autoridad de beatificar fueran restituidos a los obispos locales y a sus conferencias episcopales nacionales. En su opinión, tal medida aceleraría el proceso y, lo que es más importante, proporcionaría una selección más diversificada -y por consiguiente más representativa- de hombres y mujeres santos para ser imitados por los creyentes. Además, se recuperaría así la antigua práctica de la Iglesia, tal como existió antes de que el pontificado asumiera el pleno control de la beatificación y la canonización de los santos.

Las propuestas concretas de Suenens no obtuvieron ningún apoyo entre los otros padres del concilio. Había expresado, sin embargo, la preocupación de muchos obispos, que se inclinaban a pensar que el proceso de creación de santos estaba secuestrado por la burocracia vaticana.

Fue debido a esas preocupaciones que Pablo VI formó la mencionada comisión. Pero, a medida que los trabajos de la comisión se dilataban, resultaba evidente que la respuesta no se encontraba en las reformas limitadas. Las propuestas preparadas por los juristas canónicos fueron desechadas y se inició un nuevo proyecto de reforma, más profundo que el anterior.

Cuando llegó a Papa, Juan Pablo II le ordenó a Palazzini que pusiera término a las dilatadas y a menudo rencorosas deliberaciones de la comisión. Ninguno de los miembros de ésta quedó enteramente satisfecho con el resultado; pero, hoy por hoy, pocas personas fuera del Vaticano y no muchos de los funcionarios empleados en su interior son conscientes de la revolución que se produjo ni de las rupturas que causó entre colegas.

Queden con Dios y que alguno de ustedes llegue a santo... dijo para concluir Ricardo.

Obviamente, al levantarse todos, las exclamaciones que más se escuchaban eran referentes a que no se fueran todavía. El mismo Aldo lo pidió.

-Quédense cuando menos otra semana... mira, los gastos corren por mi cuenta...

-No es eso mi querido Aldo, en verdad hay compromisos que cumplir, y Norma entra a clases el siguiente lunes a nuestra partida. Apenas y tendrá unos tres o cuatro días para poner en orden la casa.

-Bueno viejito, reclamó Carlos, pero entonces le recortas un poquito porque queremos hacerte una fiesta de despedida...

-Oye! Pues que me voy a morir?

-No jefe... es que los sobrinos nos lo pidieron...

-Y cuándo sería?

-El lunes mismo...

-Bueno, en realidad pensaba cerrar mañana para dedicar el lunes a responder algunas dudas...

-Entonces no se diga más... heyyyy familiaaaaa!!! gritó desaforado, el lunes es la pachanga de despedida. todos a las doce del día... por favor... y mañana, como siempre...

 

 

 

 

Ese domingo nadie se levantó tarde. No daban las ocho de la mañana cuando la mesa de la cocina ya estaba atestada de cafetómanos. Julián y Lucía; Norma y Jazmín; Lourdes y Bere; Asunción y Alejandro; Mundo y Lupe; Ivan, Altehia y Porfirio y hasta Aldo, que había tocado a la puerta poco antes de las siete y media, esperaban a Ricardo por un algo que ninguno de ellos podría definir.

-Buenos días, anunció el escritor desde los últimos escalones que daban al pequeño recibidor.

Su saludo causó un movimiento general de sillas; algunos se levantaron de plano, otros ofrecieron su lugar.

-Y ahora?! De dónde tantas atenciones?... miren, para que no se peleen, me voy a sentar aquí, junto a mi mujer y a un lado del cojito, un pajarito -al parecer gorrioncillo- que encontrara Lourdes caído y con las patitas rotas quizá por el artero ataque de un gato o alguna rata. Sanó, sí, pero sus patitas soldaron chuecas, lo que no impedía que emitira ese hermoso trinar melodioso que tanto gustaba al escritor.

El murmullo se fue apagando hasta que Lourdes habló.

-Café manito?

-Claro que sí... gracias. Y... se puede saber porqué están todos levantados tan temprano?

-Por lo mismo que tú, viejo hipócrita, exclamó Julián... por nervios...

-Ahhhh!... y se puede saber nervios de qué?

-Pues... de que es el último día de charla... o porque nos interesa saber cómo vas a cerrar el ciclo... no sé! francamente no sé! Ya?

-Huyyy que carácter! Lo malo es que a un sacerdote no le puedo decir: Ya cásate!

-Bueno, si me permiten decirlo, intervino Ivan, en realidad sí no hay cierto nerviosismo, si una inquietud porque ya se van...

-Sí es cierto, agregó Bere...

-Pues yo quisiera, antes de partir, ir a despedirme de Sebastián... añadió Norma.

-Naturalmente... es más, yo también quiero ir para agradecerle el haberme iluminado para hablar sobre su vida, completó Ricardo. Vamos ahora... o vamos mañana después de la comida?

-Yo creo que va a ser mañana, dijo Lourdes, porque todos van a venir a las tres de la tarde hoy...

-Ahhh... y mi siesta?! reclamóel charlista.

-Pues ni modo, duermes por la noche, rió Lucía.

 

 

-Para terminar con nuestra plática complementaria,  les comentaré que el 25 de enero de 1983 se cambió oficialmente el sistema de hacer santos, de elevar a la santidad a aquellos que lo merecían. Ese día, el Papa Juan Pablo II emitió una Constitución Apostólica titulada "Divinus perfectionis magíster", en la que ordenó la reforma más radical del proceso desde los decretos de Urbano VIII.

Eso se conseguía fundamentalmente de dos maneras.

Primero, la entera responsabilidad de reunir las pruebas en favor de la causa quedó en manos del obispo local: en lugar de los dos procesos canónicos, el ordinario y el apostólico, sólo habría uno, dirigido por el obispo local.

La segunda medida -mucho más drástica- abolió toda la serie de disputas entre los abogados defensores y el promotor de la fe. De hecho, quedaron despojados de sus poderes no sólo los abogados, sino también el promotor de la fe y su equipo de juristas.

Y escuchen bien esto: al cabo de casi seis siglos, se había eliminado el oficio de abogado del diablo! En su lugar, el promotor de la fe recibió el nuevo título de prelado teólogo, y se le asignó la tarea, principalmente administrativa, de elegir a los asesores teológicos para cada causa y de presidir sus reuniones.

La responsabilidad de demostrar la verdad sobre la vida y la muerte del candidato recae ahora en un nuevo grupo de funcionarios, el colegio de relatores, que supervisa la redacción de un informe histórico crítico sobre la vida, las virtudes y, en su caso, el martirio del candidato. Todavía se cita a testigos para que declaren sobre el siervo de Dios, pero las fuentes principales de información son de carácter histórico y el medio por el que se juzga cada causa es una bien documentada biografía crítica.

En el fondo de la reforma había, pues, un contundente giro paradigmático: la Iglesia dejaba de ver en la sala del tribunal el modelo para alcanzar la verdad sobre la vida de un santo; en su lugar, emplearía en adelante el modelo académico de investigación y redacción de las disertaciones doctorales. Las causas serían aceptadas o rechazadas conforme a los cánones de la historiografía crítica y no en función de un litigio de abogados. El relator reemplazó, en consecuencia, tanto al abogado del diablo como al abogado defensor. El solo era responsable de comprobar martirios y virtudes heroicas, y serían los asesores teológicos e históricos quienes otorgarían a su trabajo el aprobado o el suspenso.

Las nuevas leyes conservan algunos vestigios del proceso jurídico. En el nivel de diócesis, continúan existiendo tribunales locales que interrogan a los testigos, y se siguen observando las formas y los procedimientos canónicos; pero el espíritu es más de cooperación que de controversia. Todos los participantes en la preparación de una causa están ahora interesados en verla triunfar y nadie más que el relator asume la responsabilidad del éxito de la causa una vez ésta ha llegado a Roma.

Sea cual fuere, una nueva senda se ha sobrepuesto al viejo camino que en la Iglesia católica romana conduce a la canonización. Es una senda que mantiene el aspecto jurídico del viejo sistema -esencialmente, la celebración de tribunales locales ante los que declaran los testigos- pero que aspira a comprender y valorar la forma específica de santidad del candidato en su contexto histórico preciso. A grandes rasgos, funciona como sigue:

La investigación y la recogida de pruebas están ahora bajo la autoridad del obispo local. Antes de iniciar una causa, éste debe consultar, sin embargo, a los otros obispos de la región para decidir si tiene sentido pedir la canonización del candidato; obviamente, en la moderna era de las comunicaciones instantáneas, un santo cuya reputación de santidad no trasciende los confines del vecindario es difícil de justificar. Luego, el obispo designa a los funcionarios necesarios para investigar la vida, las virtudes y/o el martirio del candidato. Una parte de la investigación incluye todavía las declaraciones de testigos oculares; pero lo que más importa es que la vida y el trasfondo histórico del candidato sean rigurosamente investigados por expertos entrenados en los métodos histórico-críticos. Se reúnen los escritos publicados e inéditos del candidato o relacionados con él, y unos censores locales los evalúan para comprobar la ortodoxia del candidato. En otras palabras, esa decisión ya no se toma en Roma. Aun así, el candidato debe pasar todavía una prueba de control de las congregaciones vaticanas interesadas y recibir el "nihil obstat" de la Santa Sede. Si el obispo queda satisfecho con los resultados de la investigación, envía los materiales a Roma.

Desde la reforma, el objetivo principal de la congregación es facilitar la confección de una positio convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación designa un postulador y un relator.

-Tío... perdón... qué es posichio? preguntó interrumpiendo Alexis, pero con la aprobación de muchas cabezas.

-Se pronuncia positshio y escribe positio. Es el documento en el que se reunen todos los elementos investigados, datos, fechas, nombres; en fin, todo aquello que se supone servirá de prueba o antecedente a Roma para su análisis.

-Gracias tío...

-A partir de ahí, corre a cargo del relator supervisar la redacción de la positio. Esta debe contener todo lo que los asesores y prelados de la congregación necesitan para juzgar la aptitud del siervo de Dios para la beatificación y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo de biografía, una que describa y defina sinceramente la vida y las virtudes o el martirio del candidato, teniendo en cuenta también todas las pruebas contrarias. Después, el relator elige a un colaborador para que redacte la positio. En el caso ideal, ese colaborador es un erudito originario de la misma diócesis o, cuando menos, del mismo país del candidato, e instruido tanto en teología como en el método histórico-crítico. En los casos más complejos, el relator puede recurrir a colaboradores adicionales, incluidos los seglares especialistas en la historia del período o del país particular en que vivió el candidato.

Una vez terminada la positio, ésta es estudiada por los expertos. Si es necesario, pasa antes por los asesores históricos. Luego, la examina un equipo de ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo; si seis o más de ellos la aprueban, va a la junta de cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si éstos la aprueban, la causa pasa al Papa para que tome su decisión.

Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se juzgan de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la reforma, el número de milagros requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para la beatificación de los no mártires, ninguno para los mártires. Después de la beatificación, tanto mártires como no mártires sólo necesitan un milagro técnico para obtener la canonización.

Vista en perspectiva histórica, la reforma representa una nueva fase en la evolución de la creación de santos. En rigor, la congregación se ocupa ahora en primer lugar de la beatificación, no de la canonización; es decir, la congregación es esencialmente un mecanismo dedicado a estudiar la vida, las virtudes y el martirio de los candidatos propuestos por los obispos locales. Como veremos, incluso a los mártires se los examina ahora en cuanto a sus virtudes, con el fin de comprobar si sus vidas encierran algún mensaje valioso para la Iglesia. Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega nada a la importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la Iglesia.

Una cosa es reformar el sistema y otra muy diferente hacerlo funcionar. Anticipando el cambio, todas las causas nuevas se suspendieron por un año, y muchas de las iniciadas bajo el viejo sistema fueron devueltas a la diócesis para obtener una documentación histórica más completa. De hecho, pasaron varios años hasta que el Papa canonizó a un santo cuya causa haya sido iniciada y terminada bajo el nuevo sistema. Quizá algo de eso haya sucedido a la causa de Sebastián.

Después del relator, el personaje más importante para la creación de santos es el postulador. También a ese puesto puede acceder ahora cualquier católico romano capacitado, aunque en realidad la mayoría son miembros de órdenes religiosas masculinas, excepto un puñado de monjas y unos pocos antiguos "avvocati" legos. En promedio, el colegio de postuladores tiene doscientos veintisiete miembros, pero de ellos sólo diez son verdaderos productores que velan por unas treinta causas o más.

Ser postulador de plena dedicación es vivir en la inconstancia perpetua. El postulador dirige la causa, paga las facturas, decide qué "favores divinos" cuentan con alguna posibilidad de ser aceptados como milagros. Igual que el relator, el postulador se ocupa de varias causas simultáneamente. Puede que presida una causa coronada por el éxito desde el principio hasta el fin; pero, en los últimos cuatrocientos años, ningún postulador ha vivido lo bastante como para presenciar la muerte de un santo y su canonización.

A cada postulador se le exige llevar las cuentas exactas de los gastos que ocasionan sus causas y comunicarlas al Vaticano. Pero los funcionarios del Vaticano, como la mayoría de los italianos, antes preferirían hablar de sexo que de dinero. Pese a la terca sospecha de que la creación de santos tiene un costo prohibitivo, la congregación no ha publicado jamás las cuentas de una beatificación o de una canonización. Los promotores de la causa, que, por lo general, son los que pagan las facturas, tienen derecho a publicarlas si quieren, pero ellos también son reacios a revelar lo que cuesta hacer un santo. A consecuencia de tal silencio, abundan los mitos sobre el elevado costo del acceso a la santidad.

-Oye cuñado, preguntó Atilano, por qué guardan tanto silencio respecto a eso? No serán como el gobierno? pura tranza y nada derecho?

-La verdad es que no hay manera de establecer el costo "medio" de la creación de un santo.

Obviamente, las causas de Papas, las de personajes importantes y conocidos o la de cualquier otro que haya dejado una extensa obra escrita o de quien se haya escrito mucho, cuestan más que la de una simple monja de convento. Y, lo que es más, una vez que se ha lanzado una causa, resulta casi imposible calcular lo que costará financiarla hasta el final. Los funcionarios de la congregación insisten en que ni siquiera retrospectivamente es posible establecer una cuenta exacta.

En primer lugar, los procesos suelen tardar varias décadas y, a veces, siglos. En muchos casos, se celebran juicios en más de un país; de manera que un contable escrupuloso debería contabilizar las fluctuaciones del valor monetario en los diversos períodos y países.

En segundo lugar, la creación de santos es una industria de empleo intensivo del trabajo, realizado en gran parte por voluntarios o asignado a curas y a monjas cuyo mayor gasto -su tiempo- no encarece en nada la postulación, o no puede calcularse su valía. Cada año hay en Roma varias docenas de tales colaboradores, que trabajan en las causas de sus fundadores, y son mantenidos por sus órdenes religiosas. Así que, para establecer el verdadero costo de una causa, sería preciso asignar un valor monetario arbitrario al trabajo de personas que trabajan por amor o, en todo caso, obligadas por el voto de pobreza. El verdadero gasto de una orden religiosa o de una diócesis es, por tanto, la pérdida de los servicios de quienes abandonan su puesto para trabajar en un proceso.

En tercer lugar, el proceso de creación de santos involucra a tantas instituciones de la Iglesia que hasta el mejor contable tendría gran dificultad en registrarlas todas. Los tribunales, por ejemplo, se componen de juristas canónicos y de notarios empleados por la diócesis. Ellos y el vicepostulador, que puede ser el párroco de una iglesia, tienen derecho a un honorario y a la restitución de sus gastos. El trabajo de archivo es realizado por otros, generalmente clérigos, empleados por sus superiores. Los testigos y los médicos tienen derecho a cobrar los gastos de viajes y a la recompensa de las pérdidas de ingresos que les pueda ocasionar el testimonio. Todo ello forma parte de los gastos que una causa implica antes de llegar a Roma, pero son lo bastante elevados como para que los obispos sometidos a presiones económicas no siempre estén dispuestos a tolerarlos.

Los viajes ocasionan una gran parte de los gastos; sobre todo, a los postuladores, que deben verificar los posibles milagros en donde sea que se produzcan. También las facturas de teléfono se pueden acumular. La impresión y encuadernación de una positio de mil quinientas páginas, que es la extensión media de las que tratan de vidas y virtudes, cuestan unos trece mil dólares para una tirada aproximada de cien ejemplares. Las positiones sobre milagros suelen ser más breves y cuestan unos cuatro mil dólares.

Un decreto reciente del Vaticano, que permite el uso de fotocopias, ha reducido en cierto grado esos gastos. Los honorarios de los asesores históricos, teológicos y médicos se acercan al salario mínimo de un país tercermundista. En la actualidad, los historiadores y teólogos cobran alrededor de cuatrocientos quince dólares por cada positio que estudian; los médicos, unos veinticinco dólares más. Los promotores de una causa deben contar, por tanto, con un gasto mínimo de 6.400 dólares en honorarios de asesores por juzgar una positio sobre virtudes o martirio, más otras dos positiones sobre milagros.

Y todavía falta... como en las bodas, el coste de una ceremonia de beatificación o de canonización depende de lo complicada que sea la celebración. Aparte de los honorarios mencionados, los viajes, el alojamiento y las comidas para los invitados suman la mayor parte de los gastos. Si los promotores están dispuestos a compartir el momento triunfal de su santo, el Vaticano se muestra bastante proclive a beatificar o canonizar a más de un siervo de Dios a la vez, posibilitando así que se compartan los gastos.

-Oye, reclamó Nacho el doctor, entonces sí existe eso de que tienes lana... tienes santo...!

-No... quizá no me expliqué bien; a lo que me refiero es que el Vaticano le facilita las cosas a aquellos cuyo propuesto ya ha sido canonizado, programando ceremonias en las que participan dos o más causas alcanzadas... con el fin de prorratear, repartir, diluir pues, los gastos entre las causas participantes.

-Entonces, quién paga todo?

-Averiguar quién paga las facturas es casi tan difícil como determinar los costos. En raras ocasiones, sucede que una diócesis o una orden religiosa se hace cargo de la mayor parte de los gastos. Pero, como la mayoría de las cosas que hace la Iglesia, los gastos de la creación de un santo los sufragan en última instancia los creyentes en forma de contribuciones pagadas a los promotores, ya sea directamente -que es lo más común-, ya indirectamente, mediante la participación en los gastos.

Algunas causas populares, como la del Papa Juan XXIII, generan muchos más ingresos de lo que la postulación puede gastar jamás. Cuando sucede esto, el dinero se invierte con asesoramiento de los banqueros. Una vez pagados los gastos, el Papa mismo decide cómo disponer del excedente. La práctica corriente es dedicarlo a obras apostólicas en favor de los pobres, de ser posible relacionadas con la obra del siervo de Dios.

Con Palazzini, la congregación ha instituido un fondo de ayuda a las causas de países pobres: A las causas que tienen más de lo que necesitan se les pide que contribuyan al fondo para que las Iglesias del Tercer Mundo, sobre todo, no tengan que preocuparse de los gastos cuando tienen un santo que promover.

Pese a la renuencia casi universal de las órdenes religiosas a publicar los gastos de la creación de santos, las Hermanas del Santísimo Sacramento para los Indios y la Gente de Color proporcionaron en la primavera de 1990 el balance, lo más exacto que se pueda desear, de una beatificación; en este caso, la de su fundadora, Katharine Drexel, beatificada en 1988.

Desde 1965, las hermanas han gastado, en total, 123.983 dólares en el proceso, y eso considerando que sólo se cuentan 40 años. Imaginen lo que se lleva gastado en la causa de Sebastián.

Mucha gente supone que Roma no sólo consigue los santos que quiere, sino que quiere a algunos santos más que a otros.

Cuando Juan Pablo II eligió a Palazzini como jefe de la congregación, los críticos liberales interpretaron ese nombramiento como una señal de que el pontífice polaco se estaba apoderando de la maquinaria de creación de santos de la Iglesia a fin de asegurar que únicamente los candidatos "seguros" fuesen beatificados o canonizados.

En realidad, ni el Papa ni el cardenal prefecto de la congregación ejercen algo parecido a un control sobre el proceso de creación de santos que acaso se pueda inferir de esa observación.

Por un lado, todas las causas, salvo las de los Papas, las inician los obispos locales; por otro, suelen pasar varios decenios y, a veces, siglos antes de que una causa quede lista para la decisión papal; en consecuencia, los Papas beatifican y canonizan casi siempre a unos candidatos cuyos procesos se iniciaron durante el pontificado de sus antecesores.

Los Papas pueden bloquear ciertas causas, y así lo han hecho, por diversas razones; pero lo mismo hicieron muchos obispos y, en algunos casos, los promotores mismos retiraron su apoyo a la causa. El hecho decisivo es que el Papa no puede ordenar un proceso porque sí, ni puede declarar santo o beato a nadie hasta que la congregación no haya concluido sus trabajos.

Juan Pablo II, por ejemplo, introdujo, cuando todavía era arzobispo de Cracovia, la causa de una monja polaca, Faustina Kowolska. En 1983 esperaba poder beatificarla durante su segunda visita pastoral a Polonia; pero la congregación no había terminado todavía el estudio de la causa, de modo que el Papa tuvo que conformarse con beatificar a otros tres paisanos suyos, una monja, un sacerdote y un fraile, cuyos procesos estaban completos.

Sería ingenuo, sin embargo, afirmar que los Papas jamás influyen en el proceso de creación de santos. Al contrario, los candidatos controvertidos son siempre cuidadosamente vigilados por los Papas y, a menudo, también por el secretario de Estado. En el caso del salvadoreño Oscar Romero, Juan Pablo II demostró que no tiene reparo en influir en una causa aun antes de que se haya iniciado. De modo semejante, él y sus consejeros políticos opusieron fuertes objeciones pastorales a la solicitud, presentada en 1988 por los obispos de Vietnam, de canonizar a un grupo de mártires.

Como todos los departamentos del Vaticano, la Congregación para la Causa de los Santos existe gracias a la autoridad del Papa y está a su servicio. Pero existe también para servir a las Iglesias locales -más quizá que ningún otro órgano del Vaticano- y, a la luz de su propia experiencia en la creación de santos, la congregación ha desarrollado ciertas prioridades administrativas.

En una reunión que se celebra cada año en noviembre o diciembre, los funcionarios de la congregación eligen a los siervos de Dios cuyas virtudes serán discutidas durante el año siguiente. En teoría, las causas se asignan por rotación, según el número de acta asignado a cada causa el día que la congregación recibe del obispo local la solicitud del "nihil obstat"; en la práctica, el orden se ajusta a diversas prioridades burocráticas; por ejemplo, cuanto más cerca esté una causa de su término, tanto mayor prioridad se le otorga. Dado que para la beatificación de un mártir no se requieren milagros, normalmente se da preferencia a los mártires frente a los que no lo son. De modo análogo, cuando alguien que no es mártir puede acreditar algún milagro prometedor, es probable que su causa sea discutida antes que la de otro que no tiene nada equivalente que presentar.

Así las cosas, y sin meternos en mayores detalles, podemos ver que si bien es cierto que la iglesia no es una fábrica indiscriminada de santos, tampoco es tan sencillo alcanzar la canonización. De ahí que la causa de Sebastián esté en veremos. Las razones reales no las conocemos; sólo quienes llevan la causa tienen la información, y hasta este momento no la han compartido con nadie.

Cuando se levantó Ricardo, Fernando le hizo una seña imperativa desde atrás. Le ordenaba, más que pedirle, esperarse en su lugar.

Saltando prácticamente entre todos los que estaban sentados en el pasto, llegó hasta el frente para decir:

-Sé que viviste en Puebla mucho tiempo, que aquí hiciste los primeros años de tu carrera como periodista y que incluso tuviste una profunda amistad con el entonces propietario de una de las fábricas de sidra de Cholula, Don Juan Blanca, que también fue presidente municipal, sobrino nieto del cual es mi amigo Juanito que ha querido traerte un presente para agradecer tu plática y la experiencias que con ella dejas en nosotros.

Mientras decía las últimas palabras, de atrás también venía un jovencito de unos 17 años que cargaba una caja de sidra Copa de Oro; Lourdes salía del comedor portando una charola con vasos desechables y, en unos minutos, todos tenían ante sí un vaso de sidra con qué brindar.

-Bueno, dijo ceremonioso Julián, yo brindo por mi amigo Ricardo, que llegara a mí en el ocaso de mi vida para brindarme los más felices años postreros.

-Yo, dijo Edmundo, por tener un hermano como él, de quien por admiración saqué el hábito de escribir...

-Don... mi querido Mundo.... Don que no hábito... replicó el escritor.

-Yo quisiera también levantar mi copa -o vaso, pues- para brindar porque Dios le conceda a nuestro amigo la gracia de su charla por mucho años más... dijo Aldo, con lo que arrancó el aplauso de los demás.

-Pues yo brindo por todos ustedes, porque, como dije al principio, aunque no me es posible conocer a todos y cada uno, sean ustedes mismos los que se acuerden de mí ya escribiendo, ya enviando sus e-mails, ya visitándonos en Acapulquito. Que esta plática haya servido para que cada uno piense un poco más en los demás... y su unión sea su propia fuerza. Gracias a todos... muchas gracias.

 

 

 

Si bien la comida se había programado para las dos de la tarde, prácticamente desde las diez de la mañana empezaron a llegar. El que no con la olla del mole, con la cubeta de elotes, el pretexto era lo de menos.

Obviamente, todos los hijos de Ricardo, sus parejas y herederos, ya estaban haciendo rueda al centro del jardín, en que el anciano sacerdote y el escritor tomaban el sol mientras revoloteaba a su derredor la Peque.

-Padre mío, dijo Carlos, hay algo de lo que te arrepientas a estas alturas?

-De nada... pero sí hay algo que me duele. El hecho de haber sido periodista, y luego escritor, por surcar las aguas evadiendo la inmundicia, viví y viví bien, pero sin la posibilidad de dejar legado...

-Pero si buen legado dejas, interrumpió de inmediato el sacerdote. No son legado tus libros? Vamos, que no todo es dinero, exclamó reclamante.

-Además, dijo Niza, a cada uno nos diste lo que nos tocaba de tí... vida y forma...

-Pues espero que con eso estén satisfechos...

-Hablando de otra cosa, dijo inteligentemente Julián, qué vamos a comer?

-Huyyy... exclamó Jazmín. Hay de todo, desde mole poblano hasta quesadillas. Cada quien trajo lo que se le ocurrió, pero la mesa tendrá una variedad que muchos restaurantes envidiarían. Bueno, hasta pozole hay.

-Que bien, dijo con júbilo el sacerdote, tarde se me hace para que sea la hora....

-Recuerden que por la tarde iremos a ver a Sebastián....

-Oye Jefe... y porque no vamos ahorita? Hay tiempo...

-Sí, dijo Lucía, así podrán estar en la comida y la sobremesa con calma... vamos...

-Vamos viejo, agregó Norma. Lucía tiene razón. Así en la tarde no andamos con apuraciones...

-Sea pues, dijo el Ricardo levantándose de la silla tejida en que estaba.

 

El séquito que llegó al Templo de San Francisco parecía de político. Carro tras carro buscaron acomodo en el pequeño estacionamiento frente a la iglesia. Como en peregrinación, entraron más de cincuenta personas hasta la capilla del Beato.

Ahí, Norma le pidió a Eduardo, hijo de Ruth y Miguel y poeta por afición, que leyera una poesía de Ricardo.

El escritor se quedó asombrado pues jamás pensó que su poesía fuese hasta las plantas mismas de Sebastián.

Todos tomaron asiento en las bancas aledañas, incluso varios visitantes ajenos a los que llamó la atención el anuncio. Un fraile que andaba por la capilla también se quedó a esperar el poema.

Lalo, solemne, tras leer varias veces el texto, empezó a declamar con una rara inspiración.

 

 

 

 

SEBASTIAN

 

Curaste su alma

                        con calma

y serenaste su vida

                        en seguida

lográndote así la fama

                        que clama

de ser espíritu bondadoso

                        y donoso.

 

“Señor, hazme el milagrito

                        bendito,

haz que mi vieja regrese

                        y me bese”

“Mándame tu curación

                        y bendición

de este mal que me aqueja

                        y no ceja”

 

Y escuchaste su llamado

                        sin enfado

y atendiste petición

                        con devoción.

Oh! Santo carretero

                        y milagrero

que salió del sepulcro

                        incorrupto.

 

 

 

Cómo puede ser que seas Beato

                        y no Santo

Si eres luz en el sendero

                        agorero.

 

“Yo te ruego Sebastián

                        con gran afán

que mi hombre no sea mamarracho

                        ni borracho,

y tenga mi casa bien fincada

                        de casada”

 

“Y yo, Señor bendito

                        te grito,

haz de tu bondad desplante

                        en el volante

y de tu favor derroche

                        con mi coche

para que llegue a casa ilesa

                        con presteza”

 

“Beato, estoy embarazada

                        y no casada,

de un hombre que fue más fuerte

                        que mi suerte,

no me dejes pensar en el aborto

                        te lo exhorto

quiero a mi bebé dar la vida

                        conmovida”

 

Miles y miles de cantos

                        y quebrantos

a tu capilla llegaron

                        y lloraron,

y a todos con amor sin igual

                        por igual

diste consuelo y atención

                        con pasión.

 

“Señor, permíteme sanar

                        para andar

y las muletas te regalo

                        son de palo.

Y yo esta silla de ruedas

                        que no vea

regalo a otro necesitado

                        sin enfado,

y he tu nombre de proclamar

                        para pagar”.

 

Uno a uno fueron pasando

                        y orando,

ya rezándote un rosario

                        de diario,

ya comprando la estampita

                        bendita,

tocando para sanar del mal

                        tu cristal,

la veladora prendiendo

                        sufriendo,

prometiéndote dejar

                        de tomar.

Sigue Tú, Señor de mi ensueño

                        mi dueño

auxiliando a todo mexicano

                        mi hermano,

que esta vez nos toca a nosotros

                        por vosotros,

que Padre, Hijo y Espíritu Santo están

                        con Sebastián,

alzar la voz con premura

                        y dulzura

para que el Papa te dignifique

                        y santifique.

 

Para esto se pide un milagro,

                        qué magro.

Tú los tienes a montones,

                        por millones,

y no hay un desventurado

                        abandonado

que no cubra su necesidad

                        por tu bondad.

 

Salve, Padre Sebastián

                        que aquí están

miles de voces en quimera

                        agorera,

que claman por tu santidad

                        a su paternidad.

Ya no más Sebastián el Beato,

                        ¡que arrebato!

Sea ahora Sebastián el Santo

                        por mi canto.

 

Mi canto xavierano

                        y franciscano,

que tuti et orbi entona con afán

                        por Sebastián.

Dios te bendiga Santo carretero

                        y milagrero

que salió del sepulcro

                        incorrupto.

¡Dios bendiga tu honor,

                        por el amor

que diste, tomando de la mano,

                        al mexicano!

 

 

En vez de aplauso, todos se persignaron. El fraile aquel se acercó a Norma y le pidió el texto de la poesía. ella desvió la mirada hacia donde estaba Ricardo que, con un leve movimiento de cabeza, autorizó la entrega.

-Yo también quiero copia, dijo enseguida Julián.

-Y yo, tío... dijo otro...

-Para todos habrá una, afirmó el autor.

 

Cuando llegaron, la casa estaba a reventar.

-Ya llegó, ya llegó, clamaba una pequeñita por ahí.

Todos recibieron al tío con aplausos. El se puso rojo de incomodidad, pero agradeció la atención.

Ocupó, junto a los suyos, el lugar correspondiente en la gigantesca mesa y, empezó a gustar de todos esos platillos que a él en especial le encantaban.

De pronto, el sonido típico de un conjunto jarocho se dejó escuchar. El tilingo lingo rasgó con su son el ambiente festivo del lugar. Algunos de los muchachos lanzaron al aire el grito característico del charro que escucha el mariachi; otros, más cercanos a lo veracruzano, arrojaban albures al ritmo de la música. Unos más, aprovechando los pequeños espacios que quedaron libres, se levantaron a bailar el clásico zapateado jarocho.

-Por tí... y para tí... cuñado! gritó desde el fondo Nacho, que sabía el tiempo que el escritor había vivido en el puerto y lo cercano que se sentía a sus costumbres y sones.

Aldo, sentado en el primer lugar de la izquierda, como cuando se brindaban las pláticas, palmeó le hombro de Ricardo con mucha confianza.

 

Pasada comida, música y ánimos, Ricardo pidió la palabra.

-Quiero agradecer a todos ustedes esta inmerecida muestra de cariño. Me voy con la inmensa satisfacción de verles así, reunidos y unidos, no sólo como familia, sino como creyentes, que aquí están también Aldo y sus seguidores, a quienes también agradezco su presencia y quisiera dar un mensaje final.

El Fórum Universal de las Culturas, realizado en Andalucía, España en el 2004, se transformó, entre los días 7 y 13 de julio, en el Fórum Universal de las Religiones, donde los líderes de más de cien creencias manifestaron que, más allá de las diferencias, todas tienen un principio fundamental que las une, la paz universal y el respeto hacia el otro. En este sentido, se comprometieron a renovar la voluntad para que el diálogo, la tolerancia y el cumplimiento de los derechos humanos dejen de ser una utopía demasiado lejana en un mundo fragmentado y desigual.

Durante las sesiones, se hizo hincapié en la necesidad de que las religiones realicen una profunda autocrítica, con el objetivo de lograr una transformación para renovar el espíritu. En este sentido, se hizo una condena a la utilización del nombre de Dios para justificar las guerras y las violaciones de los derechos humanos.

"El terror, la violencia, las torturas, la humillación, son inaceptables en cualquier sociedad. Los que con la excusa de pertenecer a una cultura ignoran la democracia y los derechos humanos, son déspotas que con una máscara de cultura cubren su identidad dictatorial", afirmó la Premio Nobel de la Paz 2003, Shirin Ebadi.

El filósofo y reverendo catalán de origen indú, Raimon Panikkar, sostuvo que "se han librado guerras en nombre de Dios, las religiones no tienen una historia muy limpia y clara, por eso es importante una transformación que no signifique ruptura, sino todo lo contrario, una renovación de los principios religiosos que se centren en la palabra, en recuperar la espiritualidad".

Otra de las voces que se levantaron para condenar a los líderes -escuchen bien esto- que tergiversan la palabra de Dios fue la de Sri Mata Amritanandamayo Devi, conocida como Amma o más popularmente como el amor divino en forma humana. "Condeno a los que tergiversan las palabras de los profetas y explotan las mentes débiles, influenciables y debilitadas por la pobreza y el hambre, que es la causa de que millones de personas maten, roben y desemboquen en el terrorismo ya que son personas mentalmente influenciables y susceptibles de ser infectadas por el veneno terrorista", sostuvo.

En ese sentido, la postura de las religiones fue clara: el respeto y la tolerancia son comunes a todas y es necesario encontrar un estado de ágora permanente para que estos principios universales y comunes se recuperen, se apliquen y se impongan en la sociedad global.

-Qué es un estado de ágora? cuestionó Ruth.

-Un estado en el que se pueda dialogar, hablar, platicar con el adversario. El ágora era la plaza pública griega en la que se realizaban los debates.

-Gracias...

-"Las religiones deben fomentar el respeto por todas las demás religiones y, desde ese respeto y conocimiento del otro, se pueden extraer cuestiones muy positivas para lograr el camino hacia la paz. El diálogo es la única forma de acabar con los malentendidos espirituales que están en la base de todo conflicto", afirmó Ela Gandhi.

"Se necesita un pacto entre religiones que promueva un nuevo orden internacional. Las convicciones que comparten el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, el budismo y las religiones chinas deberían resaltarse puesto que pueden contribuir mucho a la hora de crear un nuevo modelo de relaciones internacionales", afirmó el teólogo católico Hans Küng, quien llamó a todas las religiones a situarse dentro del debate político y social, rebelándose si es necesario contra los poderes políticos. "No habrá un mejor orden internacional sin una ética global", sostuvo.

Este modelo de ética global, común a todos los seres humanos, se alcanzará a través de un conocimiento de las religiones propias y extrañas y de la convivencia entre estas creencias.

Durante varias jornadas se debatió sobre las diferencias entre el islamismo y el cristianismo con el objetivo de encontrar los puntos en común. Los líderes religiosos musulmanes coincidieron en afirmar que en el islam el individuo, desde su creación, debe cumplir una responsabilidad intrínseca que lo involucra a él y al resto de los componentes de la sociedad. Visto así, el respeto a las personas y sociedades deben ser asuntos prioritarios para el ser humano, al tener que ser responsable de sus actos ante su ser supremo y ante los prójimos.

En este sentido, la teología de la liberación tiene puntos en común y une a los cristianos y musulmanes. "En el islam, Dios quiere al ser humano responsable y libre. La misión de los profetas es la liberación de la humanidad, que implica liberación de la corrupción, el despotismo, la tiranía, las imposiciones", afirmó Tuba Kemari, doctora en filosofía y teóloga musulmana.

Sobre esto, el sacerdote y teólogo chileno, Diego Irrazabal, dijo que "Dios no es neutral. La preferencia de Dios es la humanidad pobre y marginada".

A su vez, Juan José Tamayo, Director de la Cátedra de Teología y Estudios Religiosos de la Universidad Carlos III de Madrid, sostuvo que el contenido ético de la teología se fundamenta principalmente en la ética de la liberación y en la ética de la paz, inseparable de la justicia. Y precisamente las religiones comparten esos valores.

Si bien en el Parlamento se condenó el uso de la religión para justificar las guerras, en esta nueva transformación del espíritu que se propuso también se planteó la necesidad de un nuevo paradigma pluralista que permita integrar el fundamentalismo al diálogo.

Peter Huff, teólogo del Centenary College de Louisiana en Estados Unidos, sostuvo que "el futuro del diálogo interreligioso es poder integrar a los movimientos fundamentalistas, ya que el fundamentalismo representa la reacción contra el secularismo postilustrado, por lo tanto, es necesario incluirlo en los debates de estos tiempos".

 En ese sentido, el rabino Micher Lerner afirmó que "no nos damos cuenta de que en el mundo hay dos fundamentalismos en conflicto y uno se llama modernidad, y el camino de la persona religiosa es encontrar una espiritualidad alternativa a esta modernidad y a este fundamentalismo".

Y aquí está lo más interesantre de todo; cómo es que acusamos a seguidores del islam -no todos claro- a los fundamentalistas sobre todo, de ser extremistas que sólo creen en la violencia como medio de diálogo, si violencia también es querer borrar de un plumazo la fe de siglos? Hay un Dios, y así lo aceptan las diversas religiones y sectas, y en eso hay un factor de unidad que puede -y debe- ser el motor para entendernos. Si algunos no creen en la virgen, o en los santos, o no están de acuerdo con el Papa, muy su forma de pensar; pero extender esa inconformidad a otros... no es válido. Es tanto como aquel al que no le gusta el color del ladrillo del muro, y arranca el primero que está a su alcance; y luego otro, y otro más... sólo hará que el muro caiga sobre él. Mientras que si respetamos las creencias de los demás, si buscamos en el mejor de los casos la respuesta a nuestras dudas, como lo hizo Aldo, en vez de daño seremos sanados. Y no quiero decir con esto que la católica sea la única y verdadera religión, porque entonces estamos condenando a los judíos, de donde venimos como fe, y a quienes curiosamente muchos católicos ven como enemigos, no, pero el diálogo dará la luz. Roma misma renunció a su regencia como centro universal... por qué nosotros no?

Que el futuro sea alumbrado en cada uno de ustedes por Dios... y que Dios los bendiga.... a todos.

 

                                                                  Amén.

 

 

 

 

 

 

Esta obra, registrada con el No. 139 en el

Programa de Financiamiento para

Escritores Iberoamericanos,

se terminó de imprimir, bajo el sistema POD,

con un tiro de 500 ejemplares,

el día 5 de enero del 2006

en los talleres de

Editorial Sagitario S.A. de C.V.

ubicados en

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Fracc. Princess del Marqués II

Tel. 01-744-401-9096     CP 39791

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